De "La historia del zapatito", novela
Me perdí dando tumbos por
las ciudades inventadas, saltos ciegos de una dimensión a otra, y terminé
perdido, inventado –me he agenciado todas las caras de loco de Juan--, en la
ciudad con puerto de mar. En la
ciudad con puerto de mar hay un sexo que
no encuentra la palabra precisa, la palabra que no quiere ser precisa, sino
todo lo contrario, imprecisa la palabra, y la palabra, que tiene sexo por el
simple hecho de ser palabra, una palabra a la que no le importa haber nacido
muerta, con la cara de cara al mar. Volví a la ciudad con puerto, con un mar
teñido de oscuro en las noches sin luna o brumosas, cuando se levanta la brisa
del poniente y levanta las velas el mar. Los tumbos, cargando con las caras de
loco que me dejó Juan, para que las cuidara o no me olvidara del todo –no puedo
dormir con la luz apagada--, me llevaron hasta el bar donde conocí a María, donde
María me enseñó que sí hay rutas de regreso, y rutas nuevas que se te quedan
enganchadas a la piel, como un regreso que nunca estuvo. Pero yo estuve aquí,
palpo la atmósfera del bar, su atmósfera pintada de madera y con olor a
cachimba, madera de barcas y madera de naufragios lejanos que han llegado a la
costa, esqueletos de madera, y olor a cachimba marina, moldeada por el sol y el
salitre, yo estuve aquí, sentado a esta mesa, a esa mesa que no deja de estar
aquí, en mi casa de la costa, en la terraza, de cara al mar. Le pregunto a la
gente por María, nadie la conoce, niegan con la cabeza, me miran de una forma
extraña --¿qué cara de loco llevaré puesta hoy?--, trato de dibujarla, su pelo,
su forma de caminar, de vestir, descalza, su vestido negro de nueve botones,
sus dedos, su forma de mover las manos, de leer en la mano, sus dedos surcando
la mano, descifrándola, nadie sabe nada de María, se encogen de hombros, me
ignoran –mi cara de loco inofensivo les causa indiferencia, acostumbrados a que
los locos arriben a esta orilla de ciudad con puerto. ¿Me había vuelto a
equivocar de ciudad? Dejé que llegara el anochecer, entonces me dirigí al
puerto, dejé que me llevaran mis saltos de dimensión, el olfato que Juan me
enseñó a utilizar. Llegué al puerto, noche cerrada, enseguida sentí la voz del
mar, sus palabras meciéndose contra el muro de la escollera, algunas luces
picoteando sobre las aguas, barcas nocturnas echadas a la mar. La busqué por
todo el puerto, la busqué sentado donde estuvimos sentados aquella noche de
ciudad inventada, oyendo las palabras que chapoteaban en las aguas oscuras, «el
mar, a más oscuro más profundo, más hondo», me decía María, con una voz de
carne, de roce de piel, que no se irá nunca, la esperé hasta el amanecer,
cuando el mar enmudeció. Los días en una ciudad con puerto se difuminan, se
hacen invisibles, como si al nacer el día la ciudad desapareciera, se ocultara,
se fuera a dormir a otra parte –aquí, en la casa de la costa, los días se llenan
de asombros de luz y las noches de canciones de mar. A la tarde, volví al bar,
la gente ni me miraba –reconocieron al instante mi cara de loco inofensivo--,
ni una huella de María, del paso de María. No olía a María, a mar, allí, sólo a
tabaco de cachimba y a musgo secándose al sol, pudriéndose. Me volví al puerto
y al acercarme a “nuestro lugar”, al inicio de los escalones de piedra que bajaban
a los mismos pies del mar oscuro, creí ver una pequeña sombra en el suelo, al
borde de los escalones, un bulto, me detuve y luego avancé despacio, queriendo
distinguir qué era aquello, no se movía, era un perro, un perra pequeña, de
pelo blanco, rizado, enseguida supe que era Suerte, me oyó llegar pero no se
movía, su mirada fija en un punto del horizonte, Suerte, murmuré, movió la
cola, pero siguió con la mirada fija en un punto fijo del horizonte, como si
temiera, al girar la cabeza y mirarme, perder el punto de referencia, el camino
de mar por donde María habría de venir o por el que María se fue. Me senté a su
lado, ni se inmutó, recuerdo que me pregunté si en esa ciudad los locos
seríamos invisibles o si simplemente no asustaban ni interesaban a nadie o era
por eso de que la costumbre te hace acostumbrarte a todo. Toda la noche a su
lado, en silencio, sin movernos, entendí que para Suerte el movimiento,
cualquier movimiento, y el ruido, cualquier ruido, era una trampa, como un
farol en la noche, en medio del abismo de la noche, un despiste y ya no podría
encontrar, en medio de la inmensidad del mar, el camino de mar. Nada más
empezar a clarear, Suerte se dio la vuelta, antes sentí su mirada triste, un
instante de mirada triste, de Ulises diciendo “antes un instante en los brazos
de Penélope que toda la eternidad sin ella”, empezó a caminar, silenciosa, apartándose
de la luz, evitándola, se tumbó entre unos sacos, a la salida del puerto, en un
rincón que olía a mar, entre barcas dormidas, con la madera reseca, olvidadas
del mar. Cerró los ojos, los abrió, me miró, un suspiro, un dolor, silencioso.
Se durmió. Volvió la tarde del bar –nada, nada, sólo olor a tabaco, a madera
vieja— y volvió la noche –desde temprano, el día se había vestido de gris. Allí
estaba Suerte, en su puesto de vigilancia, y antes de que amaneciera,
levantándome, se lo dije, vámonos, ella entonces apartó la mirada del camino de
mar, movió la cola y se puso a caminar a mi lado. No miramos atrás. María
sabría encontrarnos. Suerte se vino conmigo, de vuelta a casa –estoy seguro de
que nadie nos echó de menos en la ciudad con puerto. Todas las tardes, cuando
la luz declina, Suerte se sienta sobre las patas traseras de cara al mar, y se
pone a ladrar, alegre. Habla con María, la saluda, luego guarda silencio, y se
pasa así horas, hasta que le digo que es hora de descansar, entonces le lanza
tres ladridos a la noche, a la luna, saluda de nuevo a María, le desea las
buenas noches, se vuelve y se viene conmigo adentro, se tumba a los pies de la
cama, en una alfombra vieja, que huele a mar. Solemos dar largos paseos por la
costa, Suerte corre, juega, se detiene, mira el horizonte, yo escribo. Así es
nuestra vida.
Quintín Alonso Méndez
No hay comentarios:
Publicar un comentario