martes, 10 de septiembre de 2013











                                       De "La historia del zapatito", novela


Me perdí dando tumbos por las ciudades inventadas, saltos ciegos de una dimensión a otra, y terminé perdido, inventado –me he agenciado todas las caras de loco de Juan--, en la ciudad con puerto de mar.  En la ciudad  con puerto de mar hay un sexo que no encuentra la palabra precisa, la palabra que no quiere ser precisa, sino todo lo contrario, imprecisa la palabra, y la palabra, que tiene sexo por el simple hecho de ser palabra, una palabra a la que no le importa haber nacido muerta, con la cara de cara al mar. Volví a la ciudad con puerto, con un mar teñido de oscuro en las noches sin luna o brumosas, cuando se levanta la brisa del poniente y levanta las velas el mar. Los tumbos, cargando con las caras de loco que me dejó Juan, para que las cuidara o no me olvidara del todo –no puedo dormir con la luz apagada--, me llevaron hasta el bar donde conocí a María, donde María me enseñó que sí hay rutas de regreso, y rutas nuevas que se te quedan enganchadas a la piel, como un regreso que nunca estuvo. Pero yo estuve aquí, palpo la atmósfera del bar, su atmósfera pintada de madera y con olor a cachimba, madera de barcas y madera de naufragios lejanos que han llegado a la costa, esqueletos de madera, y olor a cachimba marina, moldeada por el sol y el salitre, yo estuve aquí, sentado a esta mesa, a esa mesa que no deja de estar aquí, en mi casa de la costa, en la terraza, de cara al mar. Le pregunto a la gente por María, nadie la conoce, niegan con la cabeza, me miran de una forma extraña --¿qué cara de loco llevaré puesta hoy?--, trato de dibujarla, su pelo, su forma de caminar, de vestir, descalza, su vestido negro de nueve botones, sus dedos, su forma de mover las manos, de leer en la mano, sus dedos surcando la mano, descifrándola, nadie sabe nada de María, se encogen de hombros, me ignoran –mi cara de loco inofensivo les causa indiferencia, acostumbrados a que los locos arriben a esta orilla de ciudad con puerto. ¿Me había vuelto a equivocar de ciudad? Dejé que llegara el anochecer, entonces me dirigí al puerto, dejé que me llevaran mis saltos de dimensión, el olfato que Juan me enseñó a utilizar. Llegué al puerto, noche cerrada, enseguida sentí la voz del mar, sus palabras meciéndose contra el muro de la escollera, algunas luces picoteando sobre las aguas, barcas nocturnas echadas a la mar. La busqué por todo el puerto, la busqué sentado donde estuvimos sentados aquella noche de ciudad inventada, oyendo las palabras que chapoteaban en las aguas oscuras, «el mar, a más oscuro más profundo, más hondo», me decía María, con una voz de carne, de roce de piel, que no se irá nunca, la esperé hasta el amanecer, cuando el mar enmudeció. Los días en una ciudad con puerto se difuminan, se hacen invisibles, como si al nacer el día la ciudad desapareciera, se ocultara, se fuera a dormir a otra parte –aquí, en la casa de la costa, los días se llenan de asombros de luz y las noches de canciones de mar. A la tarde, volví al bar, la gente ni me miraba –reconocieron al instante mi cara de loco inofensivo--, ni una huella de María, del paso de María. No olía a María, a mar, allí, sólo a tabaco de cachimba y a musgo secándose al sol, pudriéndose. Me volví al puerto y al acercarme a “nuestro lugar”, al inicio de los escalones de piedra que bajaban a los mismos pies del mar oscuro, creí ver una pequeña sombra en el suelo, al borde de los escalones, un bulto, me detuve y luego avancé despacio, queriendo distinguir qué era aquello, no se movía, era un perro, un perra pequeña, de pelo blanco, rizado, enseguida supe que era Suerte, me oyó llegar pero no se movía, su mirada fija en un punto del horizonte, Suerte, murmuré, movió la cola, pero siguió con la mirada fija en un punto fijo del horizonte, como si temiera, al girar la cabeza y mirarme, perder el punto de referencia, el camino de mar por donde María habría de venir o por el que María se fue. Me senté a su lado, ni se inmutó, recuerdo que me pregunté si en esa ciudad los locos seríamos invisibles o si simplemente no asustaban ni interesaban a nadie o era por eso de que la costumbre te hace acostumbrarte a todo. Toda la noche a su lado, en silencio, sin movernos, entendí que para Suerte el movimiento, cualquier movimiento, y el ruido, cualquier ruido, era una trampa, como un farol en la noche, en medio del abismo de la noche, un despiste y ya no podría encontrar, en medio de la inmensidad del mar, el camino de mar. Nada más empezar a clarear, Suerte se dio la vuelta, antes sentí su mirada triste, un instante de mirada triste, de Ulises diciendo “antes un instante en los brazos de Penélope que toda la eternidad sin ella”, empezó a caminar, silenciosa, apartándose de la luz, evitándola, se tumbó entre unos sacos, a la salida del puerto, en un rincón que olía a mar, entre barcas dormidas, con la madera reseca, olvidadas del mar. Cerró los ojos, los abrió, me miró, un suspiro, un dolor, silencioso. Se durmió. Volvió la tarde del bar –nada, nada, sólo olor a tabaco, a madera vieja— y volvió la noche –desde temprano, el día se había vestido de gris. Allí estaba Suerte, en su puesto de vigilancia, y antes de que amaneciera, levantándome, se lo dije, vámonos, ella entonces apartó la mirada del camino de mar, movió la cola y se puso a caminar a mi lado. No miramos atrás. María sabría encontrarnos. Suerte se vino conmigo, de vuelta a casa –estoy seguro de que nadie nos echó de menos en la ciudad con puerto. Todas las tardes, cuando la luz declina, Suerte se sienta sobre las patas traseras de cara al mar, y se pone a ladrar, alegre. Habla con María, la saluda, luego guarda silencio, y se pasa así horas, hasta que le digo que es hora de descansar, entonces le lanza tres ladridos a la noche, a la luna, saluda de nuevo a María, le desea las buenas noches, se vuelve y se viene conmigo adentro, se tumba a los pies de la cama, en una alfombra vieja, que huele a mar. Solemos dar largos paseos por la costa, Suerte corre, juega, se detiene, mira el horizonte, yo escribo. Así es nuestra vida.

                                          Quintín Alonso Méndez
   

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