sábado, 28 de septiembre de 2013






                          De "El nombre lo pones tú", novela


El verano te trajo definitivo.
                  Habías estado en otros veranos, pero eran pequeños veranos metidos en inviernos, en ausencias gélidas, en largas ausencias que me rompían, estremeciéndome de frío. Pero el verano te trajo definitivo. Un verano que poco a poco se fue habitando, tanto como para ya no ser entendido sin ti, sin tener tu voz, tu presencia. Un verano que se despertó tarde, como si el sol no tuviera prisas en abrirse y romperse contra los riscos, las rocas, la playa, días bordados de grises, de palideces, el viento saliendo a pasear por el callejón, por la costa. Se abrió, se rompió en nuestros brazos, días sin noches porque las noches eran un remolino de susurros y calmas lentas, perezosas, cerrábamos los ojos, nos sentíamos, perezosos en el sopor, abríamos los ojos y el sol ya estaba allí, abierto, encendido. Días de verano que caminaban despacio, despacio, pero no se detenían. Entrando en el verano, sombras y voces bajaban hasta mí, se posaban en mis labios, me tenían así, yo sin saber si quedarme quieta o echar a caminar, no importaba a dónde, echar a caminar y así esperar el milagro de una respuesta, de una venida de alas, de una voz que impaciente contaba los días, las horas, por estar. Así iban pasando los días, algunos eran una tortura, otros se iban suaves, amodorrados, quise olvidarme, no podía, volvían las voces, las alas, estaba en mis manos tener lo que en la primavera habían sido mis mayores ansias de tener, de dar. Entraste tú en el verano, los primeros días, grises, pálidos, yo quería que tus ojos me dijeran «vine para quedarme», pero no podía olvidarme de las alas negras, migratorias, que revoloteaban sobre mi cabeza. Alas que llegarían de vuelta con el otoño, con los primeros fríos. Quería moverme y más quieta me quedaba. Era lo que quería y entonces me encontraba, de golpe, con dos ramales que llevaban al mismo corazón, al mío, pero los caminos eran distintos, opuestos. No sé, supongo que tomé la decisión de posponer la elección de la ruta que partiera de mi corazón. Mientras, decidí que me quedaría contigo, si tú querías, hasta que tú quisieras. Los días se fueron llenando de melocotones, de racimos de sonrisas, de ti.
                  Podía ser la reina de un mundo soñado y en cambio me quedaba quieta, contigo. Porque desde «eres tú» no dejé de buscarte.
                  Me costó, sabes que me costó. Me quedé. Quise quedarme. Siempre estaría a tiempo de coger el rumbo de las aves migratorias. Cuando se derrumbaran los andamios de los sueños.
                  Esta cabeza mía.
                  Me pesan los ojos, vieji, salgo a la terraza, a buscarte, a encontrarte ensimismado en tu colección de cuentos de hadas. Mirándote, me vienen imágenes, algunas borrosas, roídas por el paso del tiempo, como esas fotografías viejas, donde apenas se distinguen unos rasgos, un gesto en una mirada que te recuerda y te sabe a algo, que te trae algunos recuerdos, algunos olores, vagos, perdidos en la memoria, ¡tantas voces enterradas en una fotografía antigua, tantos lugares, ya borrados por el avance destructor, implacable, de la mano humana, siempre destruyendo!, imágenes donde estás tú pero no estás tú, rostros de pez o de gato que no alcanzo a reconocer, rostros en los que no adivino hasta dónde llegaron, cuándo estuvieron, hasta qué punto estuvieron, rostros que quizás alguna vez o muchas veces durmieron entre mis manos. No quedó nada. Mirándote, esas imágenes lejanas de cuando tú aparecías, se me van las imágenes, confundo los sueños con los momentos reales, no me importa, tú aparecías, te sentabas y te quedabas así, como esperándome, como esperando a que se fueran yendo los rumores, las voces, las miradas que tú grababas, lo sé, sé que las grababas, una por una, y las guardabas con tus silencios, quizás para que allí se fueran borrando, o quizás para no olvidarlas nunca, tenerlas allí, dentro, con tus silencios, para cuando el tiempo cambiara, se nublara, lloviera, cayeran tristezas, rebotando por el suelo, martilleando, lo sé, también sé que esperabas a que yo te dijera
                  __¿Comemos juntos?
                  O simplemente te dijera
                  __¿Te tomas una copa conmigo?
                  «Vale», me decías, no siempre, pero cuando me lo decías, en los labios te asomaba una pequeña sonrisa, te cambiaba el rostro, creo que entonces ibas olvidando las otras voces, la colección de miradas. Sé que a mí también se me iluminaba el rostro, y me decía
                  __este día puede ser hermoso __me bastaba que te quedaras conmigo. Otras veces era yo quien se levantaba, se iba, me perdía en mis cruces de caminos, en las marañas que creaban las cajas de grillos.        
                   Mirándote me vienen otras imágenes, claras, como grabadas a fuego, como si acabaran de ocurrir. Entonces tu voz salta, igual que saltó, cuando iba haciéndose tiempo, historia, nunca pasado, me estremece. Tiene líquidos y tiene ecos de barrancos profundos, tu voz. Quizás eso era lo que hacía que me quedara largos ratos oyéndote.
                  __Háblame de algo __te decía.
                  «¿Te cuento un cuento?».
                  __Lo que quieras, pero háblame __no dejes que se aposente el silencio, no dejes que las cajas de grillos se vayan abriendo, con sus mecanismos metódicos, insaciables.
                  Mirándote, hay otras imágenes, que aparecen y desaparecen, como si navegaran entre olas, se pasan largos ratos invisibles, como si el mar se las hubiera tragado, pero de pronto surgen, flotando entre las olas, en el mismo sitio, entonces es cuando me sonrío recordando cuando me decías «mira», y señalabas hacia una pareja de gaviotas posadas en las aguas, «disfrutando del día», me decías. Una pareja de gaviotas que se quedó en la zona, años y años, viviendo su amor. Al amanecer acompañaban a las otras gaviotas hacia el poniente, pero volvían pronto y se quedaban por la costa, saltando de charco en charco, viendo pescar a los pescadores de caña. Al atardecer, se sumaban al resto de las gaviotas, que regresaban del poniente y tomaban el rumbo del oriente, a descansar la noche en los nidos de los acantilados negros. «Son la memoria que no se borra», me decías.
                  Mirándote, ahora, mientras enciendo un cigarro y me desperezo, me vienen imágenes, cientos de imágenes, trayéndome la ternura, la misma ternura que sentía cuando te quedabas a mi lado y me decías al oído, como una ola rompiéndose dentro de mí, «te quiero», «éste es el te quiero de las dos de la tarde».
                  Mirándote, en lo que tus manos se pierden en los cuentos de hadas, contándote las arrugas del rostro, de tu rostro de pez o de gato, de las manos, de esas manos tuyas que tan bien saben estremecerme, revivirme las imágenes, traérmelas.




Quintín Alonso Méndez


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