miércoles, 18 de septiembre de 2013




                            de "El nombre lo pones tú", novela


¿Por dónde voy?, ¡ah, sí! Por aquellos días, unas alas del color del trigo me llevaron lejos, por las alturas del trigo y el frío de las cumbres. Me dejé llevar por aquellas alas con cuerpo de calor y manos de fuego, una boca dulce en el pico, un sexo encendido en el corazón, entre las piernas. No me resistí, seguí los caminos que mis normas me abrían. Me sentí dichosa, jugando a jugar, a crecer, a seguir creciendo, fui niña y fui mujer, creo que primero fui mujer y luego fui niña, me llegaron noticias en forma de olores desde la costa, olores en forma de recuerdos, pedazos de recuerdos que no dejaban de revolotear. ¿No te lo había dicho?, hoy aquellos pedazos de recuerdos son nada, o casi nada, si acaso un montón de fotografías que andarán por ahí, desconocidas, impasibles, como cuando se mira un recuerdo que no te pertenece, pasas la hoja y sigues mirando. Me olvidé de ti, me olvidé hasta de mí, por momentos casi me atrevo a dar el salto y volar, pero una brisa brusca se hizo viento y me trajo el reloj del tiempo caminando. Regresé. Regresé pero seguía lejos, por las alturas del trigo y el frío de las cumbres. Pero la costa había cambiado de paisaje, ahora era la costa creada por la lava, la casa frente al mar, otra vez la casa frente al mar, siempre con las ventanas abiertas, entrando y saliendo gaviotas, palomas, voces, palabras, con la marea alta también entraban las olas, a cualquier hora, no había horarios en aquella casa, las caricias amontonándose en la sala, en cualquier rincón, con las olas y las miradas y las manos que desnudaban y abrasaban y llenaban. Las miradas hablaban solas, los cuerpos hablaban sin hablarse, se abrían desde el alba y sólo se cerraban en la dulzura, en el sopor del sueño, entonces yo me convertía en niña para dormir sueños de mujer. Me olvidé de ti, quería olvidarme de ti, quizás también quería olvidarme de mi. Mis manos acogieron todas las manos, mi cuerpo acogió los cuerpos. Te olvidé. Pero la brisa se hizo viento y me devolvió a las furnias, al paseo sin horizonte, ¿dónde me lo había dejado?, sólo tenía pensamientos para las alturas y la costa negra, salpicada por la lava. Entonces una gaviota, al atardecer, vino del poniente. Me habló de ti, me trajo palabras tuyas. Sentí sed. Me dormí mirando la costa. Me dormí. Me despertó el sol. Desnuda en la cama. Sola. Con el rumor del mar. Con los olores caídos en mi cuerpo, vivos, palpitando como peces. Recordé a la gaviota, la vi pasar, de regreso al poniente. Le pregunté por ti.
                  «Nada», me dijo, con su pico sin labios.
                  Estuve días entre riscos de lava y charcos silenciosos, transparentes, entre alturas de trigo y vuelos de gaviotas. De repente. Quise verte, comprobarte. Regresé. Merodeé por tu isla, las ventanas y las puertas cerradas, olía a tristeza, a veces tenía esa sensación que no me gustaba nada, la sensación de que llevabas una tristeza a cuestas, como impuesta por ti mismo, sólo por ti mismo, sería porque no me gustaba nada verte así, era como si recordaras mi propia tristeza y la despertaras. Cuando más quería reír, tú te encargabas de mostrarme tu tristeza, de tirar la tarde por los suelos, yo tiraba el diario, hecho pedazos, al mar, al aire, al carajo. Me ponías así, de los nervios. Me rompías. Y más te buscaba.
                  «Hola», me dijiste, como si me estuvieras diciendo «pasa, puedes pasar», pero así, como ese hola que se cruzan dos personas que no se conocen, y lo que es peor, sin ningunas ganas de conocerse. Tu disfraz de indiferencia me hacía daño, pero creo que precisamente era eso lo que más fuerzas me daba para no cejar en mi empeño, porque sabía o quería saber que era sólo eso, un disfraz tuyo. ¿Qué cuál era mi empeño?, lo supiste desde el primer día, desde «eres tú», mi empeño era el mismo de ahora, estar en ti, contigo. No me vuelvas loca, estar en ti, contigo, quiero decirte amarte hasta la locura, hasta la suavidad de la estancia, del hola, amor, buenos días, amor, buenas noches, amor, cómo estás, mi amor, ¿te suena a mucho amor?, sé que no. Tú estabas así y yo estaba, simplemente estaba, con mis arritrancos de un lado para otro, con mis encuentros, mis caídas y mis sobresaltos, con mis lágrimas, también con mis lágrimas, y con mis sonrisas, con las mías y con las prestadas, como las llamas tú. Sé que te dolía, lo fui sabiendo. Fui entendiendo tus reacciones, tus silencios hoscos y tus diablos incendiarios, repelentes. Te iba amando cada día un poco más, y reconozco que no me iba dando cuenta, sino cuando mis yo yo yo me asaltaban en la oscuridad de los vacíos. Sí, vieji, ya te amaba, no quería pensarlo, pero era así.  
                       Pensaba que tú no me amabas, no sé si me paré a pensarlo. No quería pensarlo, creo. Además, cuando estaba en tus brazos, el cielo me pertenecía, no sé cómo decírtelo, me llenabas. Es cuando más sentía lo que me amabas, no podía no ser cierto que no me amaras. Yo era, y lo sigo siendo, la mujer más dichosa del mundo en tus brazos, la niña más feliz durmiendo a tu lado. Es verdad que tus ausencias hacían que me perdiera en mis costumbres, en mis idas y regresos. Durante un tiempo, mi mente y mi cuerpo se iban a la costa encrespada por la lava, a la casa frente al mar, con las ventanas abiertas, pero tú fuiste haciendo que me fuera alejando, que se fueran espaciando los deseos, los encuentros. Por ti, sí, por ti, me fui retirando, alejándome de la lava y el trigo, de los rumores de la brisa entrando por las ventanas abiertas. Yo te miraba, te veía en los refugios que te inventabas, pero sabía, ya sabía que iba a ir a por ti.


                                                       Quintín Alonso Méndez



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