miércoles, 25 de septiembre de 2013




        De "El nombre lo pones tú", novela



novena leyenda


                  Desnúdate, te decían mis ojos ciegos, de pez o de gato.
                  ¿Sabes?, a la isla de agua, rodeada de agua, le nació un abismo. Soy débil, lo sabes, y las fuerzas desaparecen cuando más se necesitan. Un abismo sin pies ni cabeza. Quizás eran las eternidades, yo tumbado, la isla de agua, rodeada de agua, arrastrándome. Me hundí dentro de la isla. Me hundió el abismo. Buscaba tu rostro, el nombre de tu mirada, nada. El agua alrededor, dentro de la isla de agua, era nada, una nada azul, infinita, el horizonte se confundía con el océano, con el aire, todo azul, nada, azul, un azul que era un color transparente o eran mis ojos ciegos, de pez o de gato, cegados por tanta luz. La claridad mata, ¿sabes?
                  Me hundí en la nada. Sé que en el delirio no dejaba de nombrarte. Eso me salvó. Llegaron gaviotas con gotas de agua en sus picos. Eran tus labios. Las voces de las gaviotas me llegaban lejanas, pero era tu voz, trayéndome al mundo que sí tiene nombre. «Sálvame», fue lo primero que atiné a decir. No sé cuántas lunas estuve en la inconsciencia. Allí, en la inconsciencia, la nada es una gruta con la boca negra, respira fuego, un calor que ahoga, los pájaros nadan en la nada y los peces vuelan boca arriba. Tu voz era un silencio mortal que mi piel, sólo mi piel, oía. Me salvaste.
                  __Soy yo __me decías, lunas y lunas diciéndome «soy yo». No te oía, no hacía falta, pero te sentía. Mi piel estaba viva. Quería ser tu piel, de pez o de gato. El sol me arrastraba a su infierno. No sabía dónde guarecerme. Llovía sol, día y noche llovía sol.
                  Quizás fue el abismo sin pies ni cabeza quien me salvó. De ese abismo brotó, ¡ah, milagro!, la leyenda.
                  Del desmayo pasé a la inconciencia absoluta. Empezó siendo un estado febril, acompañado de náuseas y mareos, cada vez más persistentes, hasta que me fui haciendo a la idea de que ese era el estado natural de las cosas. No conocía otro. No recordaba otro, la memoria desaparecía, se diluía en el agua, como hojas de papel. Sólo insistía el sonido mudo de tu nombre, llamándome, o te llamaba yo. Era mi alimento. Tu nombre era la única existencia en la nada de mi estado de nadas. No había sueños. Tu nombre era el único pedazo de memoria que me mantenía vivo, en un estado profundo de letargo, pero vivo. Mi piel respiraba. Más bien creo que invernaba. En la soledad del sol, flotando en un abismo negro, sin pies ni cabeza. No hay mayor silencio que el de la nada. La ausencia completa de recuerdos. De luz. El blanco infinito es la ausencia de luz. Pero mis labios seguían recibiendo tus besos, tu agua, de los picos de las gaviotas.
                  Sí hubo un sueño.
                  Mi cuerpo horizontal arribaba en la orilla de una costa que creía reconocer. Iba flotando sobre lomos de delfines azules. Allí encallaba. Allí las gaviotas me arrastraban con sus picos arena arriba, con sus picos de agua, suaves como una sonrisa, eran tus manos, alejándome del embate de las olas, un sol febril me mantenía los ojos cerrados, ciegos. De agua.
                  Era un sueño horizontal, sin oleajes. Así iba navegando la isla de agua, rodeada de agua. Yo protegido en las entrañas del abismo negro, sin pies ni cabeza. Protegido por el sonido de tu voz, notas musicales llevándome en el aire, no lo sabía, pero hacia ti, tu voz bruja, tu sonrisa bruja, tu piel bruja, me llamaban.
                  Me llevaban en volandas sobre la sábana azul, quieta, de las aguas.
                  En algún momento pronuncié tu nombre, lo sé porque las aguas chapotearon y las gaviotas se precipitaron a mojarme los labios con sus picos de agua, la brisa se despertó, se hizo agua. Un recuerdo dulce aleteó dentro de mí. Tú. Tu rostro iba emergiendo de la nada del paisaje azul, encandilado de blanco. Ardía.
                  El día estaba ardiendo. Las gaviotas habían creado una nube, interponiéndose entre el sol y mi cuerpo. Se relevaban a cada cambio de marea, así las tiras de mi cuerpo iban recuperando sus formas, rehaciéndose. Oía una respiración lejana, aproximándose, era tu respiración y era la mía, gestándose, había un nido en tus labios, en tu nuca, cálido, esperándome, entonces la isla de agua, rodeada de agua, iba tomando la forma de tu cuerpo, hebras de algas naciéndole, un temblor en cada hebra, un latido para cada región de la isla, una leyenda abriéndose en cada puerta de agua, las puertas haciéndose agua, tu cuerpo sin puertas. Mar.
                  La leyenda de una barca posada en las aguas de la mar, con su balanceo de cuna, de mimos en la tarde, una barca venida del amanecer tímido, despejado, naciendo en tu frente y cayéndose dormida en el atardecer de tu vientre, entre tus piernas, una barca que sale a navegar los días eternos de calma, con la mar echada sobre la brisa mansa del mediodía.
                  Una barca del color transparente de los espejismos, llena de pedazos de recuerdos, en cada recuerdo un futuro que vivir contigo. Una leyenda para cada pedazo de recuerdo.
                 Los remos eran tus manos de agua, atrayéndome, llevándome a la orilla de tu costa, entre las furnias, trepando a tu cuerpo por las hebras de algas que te nacían en la frente, en los ojos de agua, en los labios de agua, en la sonrisa de agua. Salvándome.




                                                      Quintín Alonso Méndez


No hay comentarios:

Publicar un comentario