de "La historia del zapatito", novela
Hay jueves, son los más raros,
que se despiertan resacosos, que nacen apáticos y no quieren moverse, entonces,
antes del mediodía, cantan gallos y la brisa es fría, escribo la palabra viernes
y me pongo a dibujar con palabras un amanecer violáceo, sonrosado, las montañas
encendidas y en algún lugar, un mar quieto, azul, rumoroso.
Pienso en madre porque
pienso en los escalones de piedra que bajan al subterráneo tapiado, enmudecido.
Me asomo a la calle –ya es la hora de una cerveza, dos cervezas. Una niña, con
trenzas, muy morena de piel, de pelo negro, un vestidito blanco, juega a dar
saltitos con un solo pie en la vieja plaza donde estuve sentado hace unos días
con madre, se cambia de pie y sigue dando saltitos, miro alrededor y veo a una
señora que camina hacia la vejez, más o menos de la edad de madre, sentada en
un banco, atenta a la niña mientras sus manos trenzan calcetines o un gorro
blanco, el hilo de lana blanca sale de la nada, nace en el suelo de piedra y
asciende, culebreando hasta sus dedos mágicos, la niña cuenta saltitos, y la
abuela puntos de ganchillo, yo cuento pasos de baile –madre suele trabajar la
puntilla de Irlanda, y así hace sus manteles, servilletas, pañuelos. La abuela,
por cómo se cruzan, raudos, sus dedos mágicos en el aire, hace punto de cruz,
la niña, pateando el suelo de puntillas, hace cruces de un solo brazo. Las
observo por el hueco de la puerta del bar, sentado sobre un taburete de hierro
forjado, con asiento de madera de pino, una tabla cuadrada atornillada al
hierro, arabescos en las patas y el espaldar, una tela de araña en la lámpara sin
color –oscura-- que cuelga del techo. Mientras las observo, veo a madre
inclinada sobre la mesa de la cocina, dibujando frutas con un lápiz en un papel
fino como una capa de cebolla, la veo con sus gafas milagrosamente sujetas a la
punta de la nariz, burlando la gravedad, el ángulo de inclinación, miro sus
manos maestras, moduladoras de sueños y amasadoras de panes tiernos, esas manos
que me tuvieron en sus brazos, haciéndome, inventándome.
Quintín Alonso Méndez
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