lunes, 9 de septiembre de 2013




                                      de "La historia del zapatito", novela



Hay jueves, son los más raros, que se despiertan resacosos, que nacen apáticos y no quieren moverse, entonces, antes del mediodía, cantan gallos y la brisa es fría, escribo la palabra viernes y me pongo a dibujar con palabras un amanecer violáceo, sonrosado, las montañas encendidas y en algún lugar, un mar quieto, azul, rumoroso.

Pienso en madre porque pienso en los escalones de piedra que bajan al subterráneo tapiado, enmudecido. Me asomo a la calle –ya es la hora de una cerveza, dos cervezas. Una niña, con trenzas, muy morena de piel, de pelo negro, un vestidito blanco, juega a dar saltitos con un solo pie en la vieja plaza donde estuve sentado hace unos días con madre, se cambia de pie y sigue dando saltitos, miro alrededor y veo a una señora que camina hacia la vejez, más o menos de la edad de madre, sentada en un banco, atenta a la niña mientras sus manos trenzan calcetines o un gorro blanco, el hilo de lana blanca sale de la nada, nace en el suelo de piedra y asciende, culebreando hasta sus dedos mágicos, la niña cuenta saltitos, y la abuela puntos de ganchillo, yo cuento pasos de baile –madre suele trabajar la puntilla de Irlanda, y así hace sus manteles, servilletas, pañuelos. La abuela, por cómo se cruzan, raudos, sus dedos mágicos en el aire, hace punto de cruz, la niña, pateando el suelo de puntillas, hace cruces de un solo brazo. Las observo por el hueco de la puerta del bar, sentado sobre un taburete de hierro forjado, con asiento de madera de pino, una tabla cuadrada atornillada al hierro, arabescos en las patas y el espaldar, una tela de araña en la lámpara sin color –oscura-- que cuelga del techo. Mientras las observo, veo a madre inclinada sobre la mesa de la cocina, dibujando frutas con un lápiz en un papel fino como una capa de cebolla, la veo con sus gafas milagrosamente sujetas a la punta de la nariz, burlando la gravedad, el ángulo de inclinación, miro sus manos maestras, moduladoras de sueños y amasadoras de panes tiernos, esas manos que me tuvieron en sus brazos, haciéndome, inventándome.

                                                    Quintín Alonso Méndez




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