miércoles, 18 de septiembre de 2013




                             de "El nombre lo pones tú", novela

__Es buena hora __me dijiste.
                  «Para qué», te pregunté. Te encogiste de hombros, buscaste mi mano. No deja de gustarme ese acto tuyo, delicado, buscándome la mano, protegiéndola en tu mano. Mi manía de decirte «ya estamos aquí, ya hemos llegado», cuando aún faltaba medio camino que recorrer, pero tú me entendías, sé que poco a poco me ibas entendiendo, veía cómo te escurrías, cómo dabas un rodeo, para que el dolor no asomara en mi rostro, para que los agujeros negros no salieran a la luz y me cegaran. Disimulabas, te ponías a hablar de otra cosa. El dolor estaba, venía solo, no era más que apenas un cambio mínimo en el color de la brisa, pero tú me ayudabas a contar los pájaros que podían caber en una sonrisa, en el hueco que formaba tu mano con la mía, cueva de helechos, atestada de nidos, de orugas de mariposa. Hay la tradición de que las pocas mujeres que se han acercado a mí, más o menos a esa distancia en la que el fuego ya empieza a arder, palpándose en el ambiente futuros por venir, aún están llegando, aún no se han subido a la barca de los naufragios, y ya me están pidiendo que las ayude a dejarme. La única forma que he conocido para ayudarlas a que me dejen, siempre me cuesta llevarlo a cabo, como si quisiera saborear a cámara lenta el adiós sin vuelta de hoja, es ser yo. Soy imposible. Quiero decir que soy lo bastante desagradable para que, más pronto que tarde, me dejen. Sin solución de retorno. Cierro todas las puertas y ventanas. Tiro al fuego todas las palabras, todos los silencios, entonces sí, entonces las distancias empiezan a arder en las hogueras del adiós, quedando sólo vacíos, vacíos, nadas con olor a quemado, a ventolera de tiempo sur. Sin huellas en el reloj del vientre. A partir de ese momento empiezan los halagos falsos, las mentiras piadosas, que soy especial, que me merezco lo mejor. La buena gente es así. Lo que no saben es que no hacían falta las molestias, las palabras, cuando no hay distancias y no hay nada, cuando ya no quedan ni las cenizas, esparcidas y tragadas por las aguas, por ojos de peces o de gatos, que ya hay otro muerto más, con mi nombre y apellidos, dentro de mí. Quizás de ahí venga la procedencia de mis instintos asustados, como a la defensiva, la sensación amarga de que en un hola ya hay una parte, muchas partes, de adiós. Contigo se han ido desvaneciendo los miedos, los miedos que siguen ahí, pero a su aire. Un hola tuyo es un hola al reloj del vientre. Sin más. No creas, hubo veces que tuve la nostalgia de la muerte, de querer morirme para que tú vivieras, para que fueras más tú, me atravesaba como un cuchillo afilado la sensación de que pudieras sentirte presa conmigo, de que tus alas estuvieran recortadas, era cuando había movimiento de tierra y los temblores sacudían la noche, huyendo al fondo del infierno los ojos de pez o de gato, el eco de los dolores de vuelta agitaban las mismas palabras, como un campanario, las campanadas lentas dando la noticia de la muerte, «tengo que dejarte, tengo que dejarte, tengo que dejarte», la caja de grillos desparramando todos los chirridos de las dos locuras mordiendo en los labios, tu locura encendiéndose, la mía apagándose triste, sin un solo banco de madera donde esperar sentado el paso de los vigilantes de las mareas en calma, de los pasos que pasan porque les gusta pasar, siempre en la misma dirección, contraria a la dirección del viento, tu locura dándole marcha atrás al reloj del viento, del vientre, era cuando el tiempo se volvía loco, loco, corría y corría hacia atrás, el pasado aparecía majestuoso, bello, con imágenes, escenas, tú parecías tocarlas, la tenías vivas ante ti, podías tocarlas, las tocabas, llegabas hasta la niñez, te balanceabas montada en un columpio, ibas y venías, era cuando el presente, yo, más te desagradaba, no podías ni verme, me mirabas y las escenas las veías más bellas, más reales, estaban llamándote, invitándote a la fiesta de las nostalgias resucitadas, querías atraparlas, sentirte abrazada en ellas. Era cuando más sentías que me odiabas, te tenía presa, era la llamada poderosa que te invitaba a dejarme, sonaba el eco de la campana
                  __quiero dejarte, quiero dejarte, quiero dejarte,
un eco, apagado, grave, que subía del infierno, que enloquecía. Necesitabas, tenías en ese momento la certeza lúcida de que necesitabas dejarme, para poder realizar tus sueños presentes --tantos sueños bellos, apacibles, habitando en tu cabeza--, para que tus deseos se consumieran donde tenían que consumirse, en las hogueras enfurecidas, rebeldes, sabias de la vida, tus ganas increíbles de hacer cosas. Yo era el que te mantenía presa. Sí, era cuando tenía la falsa modestia de querer morirme. Era cuando dejaba que las nostalgias de todas las muertes me visitaran, con mi nombre y apellidos.
                  
                                                        
                                                        Quintín Alonso Méndez

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