de "La historia del zapatito", novela
Seguí
yendo a la cafetería de los dos faroles a la entrada --no es verdad, no hay
faroles a la entrada, pero necesito escabullir datos, manipularlos, no me
gustaría nada que le ocurriese algo malo a mis inexistentes fuentes de
información. No sé por qué, o sí lo sé, pero seguía yendo, varias veces a la
semana, quizás era por el vaho con sabor a fresas que sentía en el rostro al
entrar y salir del local. Dentro, olía a perfumes caros y ropa nueva. Los
camareros y yo ya éramos viejos conocidos, se jactaban de sus amistades de las
alturas y yo les seguía el juego, decían nombres y apellidos que no había oído
nunca, con la naturalidad de que ¿quién no los conocía?, yo asentía, sonreía,
tomaba datos, los almacenaba en mi memoria selectiva, cada uno en su archivo,
empresarios, concejales --en concejales incluía todos los políticos,
curiosamente emparentados, formaban un árbol genealógico muy especial, bien
condensado, macizo, indestructible entre ellos, familias políticas, nunca mejor
dicho, se intercambian en parejas, tríos, cama redondas, como cromos, todo con
tal de no romper ningún eslabón--, técnicos, corredores de bolsa, abogados,
curas --no pongo jueces porque son palabras mayores, de juzgado--,
oportunistas, vividores --aquí entraban también todos los que estaban en el
archivo de concejales--, y el archivo más numeroso, donde entraba la larga
lista, una caterva cada vez más numerosa de empleados sumisos, graduados
escolares por la gracia de dios, aduladores, nocivos, peligrosos, voluntarios
al servicio de la tierra patria. Sacaban pecho mis dos camareros cuando
hablaban de la fiesta aquella o de la otra, del chalé de fulanito y del
hotelito rural cerca de la costa, entre plataneras y olor a sexo caro bien
depilado de favores caros, de intrigas. Hacía siglos que ya no tenía motivos de
asombro para las náuseas. Pero me estaban volviendo. Olas gigantes, como en los
sueños.
Quintín Alonso Méndez
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