de "El nombre lo pones tú", novela
__Para
vivir no hace falta ver, tampoco para ver hace falta vivir__, me dijo una de
las voces. Oscura como la oscuridad.
Me
lo dijo desde distancias, con palabras que me vinieron rebotando en otras
voces. Cómplices.
Tú
dormida a mi lado, insoportable, tan lejos, tan dulce. Es cuando más envidio a
los habitantes de tus sueños, a esos duendes y hadas que deambulan por tus
jardines, rociándolos de susurros y temblores, de imágenes más vivas, más presentes
que cuando ocurrieron en la realidad de aquellos tiempos que volaban, sin
dejarte más que rincones furtivos, espacios intrusos, regueros de pólvora que
tú veías de agua, sombras que se agradecían para volver a las realidades que
asustaban, que mejor no pensarlas, no verlas, no mirarlas. El amor surgía
porque los años eran jóvenes, osados, atrevidos como la ignorancia.
Mi
realidad siempre fue del color que acostumbra a ponerse la tristeza cuando sale
a mostrarse al mundo. Tú me ayudaste, no sabes cuánto, a irle cambiando el
rostro, los disfraces del rostro. Aprendí a irme al silencio en el dolor, a la
sonrisa en la sonrisa que tú me traías.
Así
me fui haciendo mis islas, rodeado de enemigos. Cada vez ellos me importaban
menos, islas que no existen ya, pero que existieron, como existieron esas
estrellas que nos hipnotizan en las noches de verano. No lo saben. Pero son mis
enemigos, los usurpadores de la risa, del paso cotidiano de los días. Arañan y
raspan en la piel como buitres. Muerden si no son besados. Matan si pierden.
Matan si ganan.
A
veces mis islas se me iban a la deriva. Creo que asustadas. Como el gato, que
huele al enemigo desde antes de haber nacido el enemigo. Me podían mis
pensamientos repletos de catástrofes, mis intuiciones, las falsas y las que se
me mostraban como realidades crueles, consumadas. Me agarré a mi isla, a la de
tierra adentro, la que te iba mostrando paso a paso, ofreciéndotela. Tú la
fuiste mimando, cuidándola. Yo te iba queriendo, un poco más cada día. Para ya
no dejarte de querer. Para no saber cómo darte las gracias en cada segundo de
vida a tu lado, mirándote, viéndote en mi isla, enamorada. A veces con un
sentimiento de acorralada, presa, lo sé. Me dolías. Me dolía tu dolor, saber
que estabas navegando por tus aguas, la mayoría de las veces contra corriente,
sabía de tu miedo a la mar abierta, al oleaje que enturbia y marea, vorágine de
pesadillas, de fantasmas vivos con rostro, todos con el mismo rostro,
traspasadores del tiempo, viajeros incansables, que cuando parecen quedarse en
el olvido, resurgen más vivos que nunca. Asaltadores de caminos indefensos. Fantasmas
más fantasmas que la realidad que no se ve, esa realidad que usurpa y trastoca
el discurrir de los días con apenas una mirada que se escapa, robando esquinas,
borrando las calmas, cogiendo la mano porque sí, ese derecho innato de las
propiedades que se saben, dispuestas cuando las olas llaman y reclaman un
pedazo de soledad, caricias que hay que beber y devorar porque las noches
muerden, reptan como serpientes, trayendo letargos y nostalgias que resucitan
con un simple golpe de timón, un mínimo giro, una bonanza inesperada en
cualquier puerto inventado, en la playa, con la luna cayendo menguante, en una
habitación negra, negra, más negra que el silencio que respira sórdido,
mordiendo, abriendo, invadiendo, insaciable, locuras que corren por la arena,
desnudas, borrachas, un sol negro, ardiente, liso y suave como una piel de
sábanas recién lavadas, recién puestas para la fiesta de los sueños abiertos, de
los domingos, olvidada la caja de grillos en la mesilla de noche, entre las
ropas, grillos escondidos, negros, protegiéndose de las voces que aturden, manipuladoras,
obsesivas, posesivas.
Tus
lágrimas me abrieron puertas, ventanas, tus risas me las pintaron del color que
tiene la luz, fuera de noche o de día. Me trajiste la calma a la isla, mareas
largas, murmuradoras, oleajes de espuma blanca, de bahías abiertas,
espléndidas, como tus muslos llenos de arena cálida. Me trajiste el color fresco
recién nacido para los sueños, la dulzura para los labios, la sed para no dejar
de desearte (acabo de sentir cómo te has asomado, a verme, a comprobar si los
diablos invisibles permanecen en la oscuridad del olvido, te has acercado en
silencio, has recogido un verso caído y lo has puesto en la página débil, en su
renglón, que ya envejecía de abandono, acabo de sentir tu mirada mimosa, el
aleteo de tu respiración suave, de pájaro volador, he sentido tu mirada posada
en mis manos, queriendo ahora escribirte que te quiero, sin un para qué, sólo
con el porqué de que te quiero), «porque me das la vida», te dije, te lo
escribo, acabo de percibir el roce de tus labios con el cigarro. Me estás
besando, lo sé.
Sé
que tus labios estarán. Siempre. Aunque los tiempos malditos no sepan que somos
capaces de inventarnos eternos en cada instante, en cada golpe de brisa, aún
ahora, tantos siglos después.
Quintín Alonso Méndez
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