domingo, 22 de septiembre de 2013




                       de  "El nombre lo pones tú", novela




      __Para vivir no hace falta ver, tampoco para ver hace falta vivir__, me dijo una de las voces. Oscura como la oscuridad.                    
                  Me lo dijo desde distancias, con palabras que me vinieron rebotando en otras voces. Cómplices.
                  Tú dormida a mi lado, insoportable, tan lejos, tan dulce. Es cuando más envidio a los habitantes de tus sueños, a esos duendes y hadas que deambulan por tus jardines, rociándolos de susurros y temblores, de imágenes más vivas, más presentes que cuando ocurrieron en la realidad de aquellos tiempos que volaban, sin dejarte más que rincones furtivos, espacios intrusos, regueros de pólvora que tú veías de agua, sombras que se agradecían para volver a las realidades que asustaban, que mejor no pensarlas, no verlas, no mirarlas. El amor surgía porque los años eran jóvenes, osados, atrevidos como la ignorancia.
                  Mi realidad siempre fue del color que acostumbra a ponerse la tristeza cuando sale a mostrarse al mundo. Tú me ayudaste, no sabes cuánto, a irle cambiando el rostro, los disfraces del rostro. Aprendí a irme al silencio en el dolor, a la sonrisa en la sonrisa que tú me traías.
                  Así me fui haciendo mis islas, rodeado de enemigos. Cada vez ellos me importaban menos, islas que no existen ya, pero que existieron, como existieron esas estrellas que nos hipnotizan en las noches de verano. No lo saben. Pero son mis enemigos, los usurpadores de la risa, del paso cotidiano de los días. Arañan y raspan en la piel como buitres. Muerden si no son besados. Matan si pierden. Matan si ganan.
                  A veces mis islas se me iban a la deriva. Creo que asustadas. Como el gato, que huele al enemigo desde antes de haber nacido el enemigo. Me podían mis pensamientos repletos de catástrofes, mis intuiciones, las falsas y las que se me mostraban como realidades crueles, consumadas. Me agarré a mi isla, a la de tierra adentro, la que te iba mostrando paso a paso, ofreciéndotela. Tú la fuiste mimando, cuidándola. Yo te iba queriendo, un poco más cada día. Para ya no dejarte de querer. Para no saber cómo darte las gracias en cada segundo de vida a tu lado, mirándote, viéndote en mi isla, enamorada. A veces con un sentimiento de acorralada, presa, lo sé. Me dolías. Me dolía tu dolor, saber que estabas navegando por tus aguas, la mayoría de las veces contra corriente, sabía de tu miedo a la mar abierta, al oleaje que enturbia y marea, vorágine de pesadillas, de fantasmas vivos con rostro, todos con el mismo rostro, traspasadores del tiempo, viajeros incansables, que cuando parecen quedarse en el olvido, resurgen más vivos que nunca. Asaltadores de caminos indefensos. Fantasmas más fantasmas que la realidad que no se ve, esa realidad que usurpa y trastoca el discurrir de los días con apenas una mirada que se escapa, robando esquinas, borrando las calmas, cogiendo la mano porque sí, ese derecho innato de las propiedades que se saben, dispuestas cuando las olas llaman y reclaman un pedazo de soledad, caricias que hay que beber y devorar porque las noches muerden, reptan como serpientes, trayendo letargos y nostalgias que resucitan con un simple golpe de timón, un mínimo giro, una bonanza inesperada en cualquier puerto inventado, en la playa, con la luna cayendo menguante, en una habitación negra, negra, más negra que el silencio que respira sórdido, mordiendo, abriendo, invadiendo, insaciable, locuras que corren por la arena, desnudas, borrachas, un sol negro, ardiente, liso y suave como una piel de sábanas recién lavadas, recién puestas para la fiesta de los sueños abiertos, de los domingos, olvidada la caja de grillos en la mesilla de noche, entre las ropas, grillos escondidos, negros, protegiéndose de las voces que aturden, manipuladoras, obsesivas, posesivas.
                  Tus lágrimas me abrieron puertas, ventanas, tus risas me las pintaron del color que tiene la luz, fuera de noche o de día. Me trajiste la calma a la isla, mareas largas, murmuradoras, oleajes de espuma blanca, de bahías abiertas, espléndidas, como tus muslos llenos de arena cálida. Me trajiste el color fresco recién nacido para los sueños, la dulzura para los labios, la sed para no dejar de desearte (acabo de sentir cómo te has asomado, a verme, a comprobar si los diablos invisibles permanecen en la oscuridad del olvido, te has acercado en silencio, has recogido un verso caído y lo has puesto en la página débil, en su renglón, que ya envejecía de abandono, acabo de sentir tu mirada mimosa, el aleteo de tu respiración suave, de pájaro volador, he sentido tu mirada posada en mis manos, queriendo ahora escribirte que te quiero, sin un para qué, sólo con el porqué de que te quiero), «porque me das la vida», te dije, te lo escribo, acabo de percibir el roce de tus labios con el cigarro. Me estás besando, lo sé.
                  Sé que tus labios estarán. Siempre. Aunque los tiempos malditos no sepan que somos capaces de inventarnos eternos en cada instante, en cada golpe de brisa, aún ahora, tantos siglos después.

                                                    Quintín Alonso Méndez







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