jueves, 26 de septiembre de 2013






                          De "El nombre lo pones tú", novela

Vinieron días de brumas, de borrascas. Voces que me acosaban; unas, indecentes; otras, dulces como las mareas de verano. Tú bien sabes que la soledad muerde, debilita. Apenas si me quedaban fuerzas, me desmayaba casi a diario. Necesitaba el alivio de una sonrisa, la fuerza de una mano en mi mano. Sólo era eso. No había más. Pasados vivos, eternos, amables, que no dejarían de estar conmigo, que sabían cuándo estar y cuándo irse. Pasados que me han salvado de más de un infierno. Sin más. Porque sí, porque, aunque no te lo creas –no, no te lo crees--, la amistad existe, es posible la amistad. Sin más. Sin pedir nada a cambio. Voces que sé que a ti te dolían, te enfurruñaban. Amor, sólo estabas tú en mi mente. Igual que ahora. No hay más. Los nubarrones duran poco, aquí, en la costa, el viento del oeste se los lleva pronto, tras las montañas.
                  Mientras te esperaba en la orilla, tú flotando en los brazos desnudos, de agua, de la isla de agua, rodeada de agua, que te traían en volandas, escoltado por el alboroto de las gaviotas, con caras de pez o de gato, yo coleccionando sueños, diarios, casas frente al mar, sin puertas ni ventanas, sólo el cristal del salitre protegiéndonos, comprendí lo que nos estaba ocurriendo: estábamos en el aprendizaje. Era necesario. Teníamos que pasar las diez malditas pruebas, que ahora, desde la distancia, las vemos hasta con cariño. Son nuestro bagaje. Nuestro equipaje, las vestiduras de nuestro amor. Diez pruebas impuestas por los avatares del destino, ese destino que hemos ido forjando, piedra a piedra, luna a luna.
                  Vieji, creo que cada día te quiero más. Y más. Quizás algún día te cuente todo lo que me has dado, las cosas que he descubierto a tu lado, los nombres de los duendes que hemos conocido. A veces creo derrumbarme, sentir que no soy capaz de darte lo que te quiero dar. ¿Te cuento una cosa?, ¡claro que sabes mimarme! Es más, me encanta que me mimes. Cómo me rascas la espalda.      Lo sabes.    
                  Sabes que eres mi desastre preferido. Siempre lo fuiste, desde aquel  «eres tú».
                  Todo lo que hemos pasado ha valido la pena, espero que tú lo pienses y lo sientas así. Me levanto, para acercarme a donde construyes tus cuentos de hadas, a mirarte, para preguntarte
                  __¿Se te ha olvidado decirme algo?
                  «Te quiero».
                  Entonces me fumo un cigarro contigo y me vuelvo, con mi contentura disuelta en los ojos, en los labios, a seguir escribiéndote. No sabes cuánto me gusta fumarme un cigarro contigo, los dos en silencio, bebiéndonos la luz azul de la mañana, del mediodía, de la tarde, del anochecer, el último cigarro, ya metidos en la noche, en la cama. En tu isla o en la mía, en nuestras islas. El gato a nuestros pies, protegiéndonos de las pesadillas, de los fantasmas aniquiladores de la vida.
                  Las diez pruebas, no me las recuerdes, nos han traído estas montañas sonrientes de la primavera, como las llaman en el Japón, cuando la nieve se va transformando en agua transparente, naciendo el verde de la vida.
                  Para matar el tiempo, me ponía a hacer cosas. Terminaba derrengada, pero valía la pena: nada más caerme rendida en la cama, ya estaban los sueños bailándome en los labios, picoteándome, como sabía que estarían las gaviotas picoteando en tus labios, llevándote mis palabras, mi agua. Me sonreía, ¿me estaré desenamorando?, me preguntaba. Porque es lo que solía hacer cuando sentía que el amor había volado: ponía la casa patas arriba, no le daba descanso a la mente, así hasta quedarme aturdida por el cansancio. Al despertarme, el silencio entraba por todas partes: estaba desenamorada. Otra luz. Las mariposas del jardín habían partido, apenas si quedaba un leve dulzor en las hojas, en la piel. Cuando me ocurría eso, no me sentía ni bien ni mal. Sólo que la vida se había vestido con otro color, distinto a los días, meses o años anteriores. Hubo amores que duraron un soplo, otros no se han ido todavía, se quedaron, como suspendidos en el aire, inofensivos porque la distancia los vistió de indiferencia, sin sabor a nada. Si aparecieran, no sé, sería como ver una foto. Un asomo de sonrisa, quizás un algo de nostalgia y más nada, ya tú sabes que a los recuerdos se le van los sabores y los olores. Si una pesadilla me despertaba, no le daba tiempo a nada, me vestía y salía corriendo en dirección a la orilla, la oscuridad de la noche no me dejaba ver la isla de agua, rodeada de agua, acercándose, pero yo sabía que venía, que estaba más cerca, un golpe de brisa a cada día que pasaba, entonces se disipaban todas las dudas, te amaba más que ayer, aunque alguno de los amores que se habían quedado no dejara de morder. Me pasaba desde los primeros días de haberte conocido, me iba de tu lado y una desazón extraña se apoderaba de mi cuerpo, lo fui entendiendo según fue pasando el tiempo, quería volver, no quería despegarme del todo, se iban quedando cosas, quizás arritrancos, quizás medias sonrisas, yo las dejaba, no me molestaban. Una enfermedad como otra cualquiera, pero una enfermedad que me gustaba. Yo alimentaba la fiebre, con mis diarios, con mis paseos por la costa, con mis regresos, cada vez más frecuentes. Un día no pude más y te lo solté todo, lo que me dolía de ti y lo que me desagradaba de ti, pero estabas tú, por encima de todo estabas tú. Me daba rabia, cuando te veía pero te sentía lejos, enredado en tus cosas. Soy más celosa que tú, no sabes cuánto. Quizás también ocurra que soy demasiado egoísta. Fui débil o fui valiente, no lo sé, pero te lo dije. Te solté mis verdades, mis sentimientos, que hasta ese momento ni yo misma conocía. Me asustó serte franca, abrirme a ti, pero lo hice y es de las cosas que jamás me arrepentiré. Mientras te iba contando mis sentimientos, yo misma me iba descubriendo, casi salto de alegría, ¡te amaba! Y te amo, vieji.
                  La casa frente al mar la tiré abajo y la volví a levantar no sé cuántas veces, supongo que era para hacer tiempo, pero siempre había algo que no me gustaba, algo que añadirle o que quitarle, el jardín, no, el jardín lo fui mimando desde el primer día, y cada día plantaba algo nuevo, me sentía orgullosa viéndolo crecer, ¡deseaba tanto que llegaras y lo vieras!, las rosas, los geranios, los claveles, el naranjo enano, la buganvilla, las vereditas por donde yo caminaba, leyendo tus cuentos de hadas, las abejas, las mariposas, los pájaros, la telaraña del rincón azul, todos te estábamos esperando. Hice cientos de dibujos de la casa que queríamos para los dos, nada que ver la primera que diseñé con la última, pero todas tenían un algo que las identificaba, que las hacía parecer la misma. ¡Al fin la vi, clara, nítida, ante mis ojos! ¡La casa era una isla! Nuestra isla, amor, dos islas hechas una.
                  Necesito fumarme otro cigarro mientras te miro, mientras me quedo detenida, mirando tus manos. Me encantan tus manos. Las conocí jóvenes, llenas de venas, ahora son como dos árboles con las ramas secas, cada dedo se me parece un hueso de madera vieja, en cada dedo infinitas ramas que han recorrido mi cuerpo una y otra vez, sin cansarse, dejándome su savia, su ternura sabia. En tus manos anidan todos los cuentos de hadas, vieji, y yo los quiero, los mimo, porque son mis cuentos, los que me duermen, los que me traen los sueños y alejan las pesadillas. Cuando se me aparece alguna tristeza, desconocida, busco tus manos.                                                                                                                   
                                                 Quintín Alonso Méndez
                 




No hay comentarios:

Publicar un comentario