De "El nombre lo pones tú", novela
Vinieron días de
brumas, de borrascas. Voces que me acosaban; unas, indecentes; otras, dulces
como las mareas de verano. Tú bien sabes que la soledad muerde, debilita. Apenas
si me quedaban fuerzas, me desmayaba casi a diario. Necesitaba el alivio de una
sonrisa, la fuerza de una mano en mi mano. Sólo era eso. No había más. Pasados
vivos, eternos, amables, que no dejarían de estar conmigo, que sabían cuándo
estar y cuándo irse. Pasados que me han salvado de más de un infierno. Sin más.
Porque sí, porque, aunque no te lo creas –no, no te lo crees--, la amistad
existe, es posible la amistad. Sin más. Sin pedir nada a cambio. Voces que sé
que a ti te dolían, te enfurruñaban. Amor, sólo estabas tú en mi mente. Igual
que ahora. No hay más. Los nubarrones duran poco, aquí, en la costa, el viento
del oeste se los lleva pronto, tras las montañas.
Mientras te esperaba en la
orilla, tú flotando en los brazos desnudos, de agua, de la isla de agua,
rodeada de agua, que te traían en volandas, escoltado por el alboroto de las
gaviotas, con caras de pez o de gato, yo coleccionando sueños, diarios, casas
frente al mar, sin puertas ni ventanas, sólo el cristal del salitre
protegiéndonos, comprendí lo que nos estaba ocurriendo: estábamos en el
aprendizaje. Era necesario. Teníamos que pasar las diez malditas pruebas, que
ahora, desde la distancia, las vemos hasta con cariño. Son nuestro bagaje.
Nuestro equipaje, las vestiduras de nuestro amor. Diez pruebas impuestas por
los avatares del destino, ese destino que hemos ido forjando, piedra a piedra,
luna a luna.
Vieji, creo que cada día te
quiero más. Y más. Quizás algún día te cuente todo lo que me has dado, las
cosas que he descubierto a tu lado, los nombres de los duendes que hemos
conocido. A veces creo derrumbarme, sentir que no soy capaz de darte lo que te
quiero dar. ¿Te cuento una cosa?, ¡claro que sabes mimarme! Es más, me encanta
que me mimes. Cómo me rascas la espalda. Lo
sabes.
Sabes que eres mi desastre
preferido. Siempre lo fuiste, desde aquel
«eres tú».
Todo lo que hemos pasado ha
valido la pena, espero que tú lo pienses y lo sientas así. Me levanto, para
acercarme a donde construyes tus cuentos de hadas, a mirarte, para preguntarte
__¿Se te ha olvidado decirme
algo?
«Te quiero».
Entonces me fumo un cigarro
contigo y me vuelvo, con mi contentura disuelta en los ojos, en los labios, a
seguir escribiéndote. No sabes cuánto me gusta fumarme un cigarro contigo, los
dos en silencio, bebiéndonos la luz azul de la mañana, del mediodía, de la
tarde, del anochecer, el último cigarro, ya metidos en la noche, en la cama. En
tu isla o en la mía, en nuestras islas. El gato a nuestros pies, protegiéndonos
de las pesadillas, de los fantasmas aniquiladores de la vida.
Las diez pruebas, no me las
recuerdes, nos han traído estas montañas sonrientes de la primavera, como las
llaman en el Japón, cuando la nieve se va transformando en agua transparente,
naciendo el verde de la vida.
Para matar el tiempo, me ponía
a hacer cosas. Terminaba derrengada, pero valía la pena: nada más caerme
rendida en la cama, ya estaban los sueños bailándome en los labios,
picoteándome, como sabía que estarían las gaviotas picoteando en tus labios,
llevándote mis palabras, mi agua. Me sonreía, ¿me estaré desenamorando?, me
preguntaba. Porque es lo que solía hacer cuando sentía que el amor había volado:
ponía la casa patas arriba, no le daba descanso a la mente, así hasta quedarme
aturdida por el cansancio. Al despertarme, el silencio entraba por todas partes:
estaba desenamorada. Otra luz. Las mariposas del jardín habían partido, apenas
si quedaba un leve dulzor en las hojas, en la piel. Cuando me ocurría eso, no
me sentía ni bien ni mal. Sólo que la vida se había vestido con otro color,
distinto a los días, meses o años anteriores. Hubo amores que duraron un soplo,
otros no se han ido todavía, se quedaron, como suspendidos en el aire,
inofensivos porque la distancia los vistió de indiferencia, sin sabor a nada.
Si aparecieran, no sé, sería como ver una foto. Un asomo de sonrisa, quizás un
algo de nostalgia y más nada, ya tú sabes que a los recuerdos se le van los
sabores y los olores. Si una pesadilla me despertaba, no le daba tiempo a nada,
me vestía y salía corriendo en dirección a la orilla, la oscuridad de la noche
no me dejaba ver la isla de agua, rodeada de agua, acercándose, pero yo sabía
que venía, que estaba más cerca, un golpe de brisa a cada día que pasaba,
entonces se disipaban todas las dudas, te amaba más que ayer, aunque alguno de
los amores que se habían quedado no dejara de morder. Me pasaba desde los
primeros días de haberte conocido, me iba de tu lado y una desazón extraña se
apoderaba de mi cuerpo, lo fui entendiendo según fue pasando el tiempo, quería
volver, no quería despegarme del todo, se iban quedando cosas, quizás
arritrancos, quizás medias sonrisas, yo las dejaba, no me molestaban. Una
enfermedad como otra cualquiera, pero una enfermedad que me gustaba. Yo
alimentaba la fiebre, con mis diarios, con mis paseos por la costa, con mis
regresos, cada vez más frecuentes. Un día no pude más y te lo solté todo, lo
que me dolía de ti y lo que me desagradaba de ti, pero estabas tú, por encima
de todo estabas tú. Me daba rabia, cuando te veía pero te sentía lejos,
enredado en tus cosas. Soy más celosa que tú, no sabes cuánto. Quizás también
ocurra que soy demasiado egoísta. Fui débil o fui valiente, no lo sé, pero te
lo dije. Te solté mis verdades, mis sentimientos, que hasta ese momento ni yo
misma conocía. Me asustó serte franca, abrirme a ti, pero lo hice y es de las
cosas que jamás me arrepentiré. Mientras te iba contando mis sentimientos, yo
misma me iba descubriendo, casi salto de alegría, ¡te amaba! Y te amo, vieji.
La casa frente al mar la tiré
abajo y la volví a levantar no sé cuántas veces, supongo que era para hacer
tiempo, pero siempre había algo que no me gustaba, algo que añadirle o que
quitarle, el jardín, no, el jardín lo fui mimando desde el primer día, y cada
día plantaba algo nuevo, me sentía orgullosa viéndolo crecer, ¡deseaba tanto
que llegaras y lo vieras!, las rosas, los geranios, los claveles, el naranjo
enano, la buganvilla, las vereditas por donde yo caminaba, leyendo tus cuentos
de hadas, las abejas, las mariposas, los pájaros, la telaraña del rincón azul,
todos te estábamos esperando. Hice cientos de dibujos de la casa que queríamos
para los dos, nada que ver la primera que diseñé con la última, pero todas
tenían un algo que las identificaba, que las hacía parecer la misma. ¡Al fin la
vi, clara, nítida, ante mis ojos! ¡La casa era una isla! Nuestra isla, amor,
dos islas hechas una.
Necesito fumarme otro cigarro
mientras te miro, mientras me quedo detenida, mirando tus manos. Me encantan
tus manos. Las conocí jóvenes, llenas de venas, ahora son como dos árboles con
las ramas secas, cada dedo se me parece un hueso de madera vieja, en cada dedo
infinitas ramas que han recorrido mi cuerpo una y otra vez, sin cansarse,
dejándome su savia, su ternura sabia. En tus manos anidan todos los cuentos de
hadas, vieji, y yo los quiero, los mimo, porque son mis cuentos, los que me
duermen, los que me traen los sueños y alejan las pesadillas. Cuando se me
aparece alguna tristeza, desconocida, busco tus manos.
Quintín Alonso Méndez
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