De "El hombre de las guerras", novela
Ella volvió a sacarme del apuro, como haría luego tantas veces a lo largo
de mi vida, «acompáñame a casa», me susurró al oído, empinando los pies
vestidos de zapatitos blancos. Desde ese día aquél susurro me devolvió el
susurro de la marea, la brisa de la costa, para no irse ya nunca de mí, por muy
lejos que estuviera la costa. En múltiples ocasiones, cuando he sentido la
necesidad de oír la música del mar, ella diciéndome cualquier cosa, le he dicho,
mirándola a los ojos, «susúrramelo al oído», ella lo hacía y los edificios
oficiales, las iglesias y los cuarteles se desmoronaban, dejándome desnudo el
aire azul, abierto a la luz de la costa. Entonces yo cerraba los ojos
agradecido, y le decía «te quiero, amor». A mi niña nunca le dije «mi niña»,
sólo lo decía una y otra vez, como una oración, cuando me encontraba en medio
de una guerra, lejos de ella, partido en dos.
Empezamos a dejar atrás las calles del centro, metiéndonos por calles
estrechas que no conocía, ella guiándome, hablándome, a veces se paraba, me
miraba, escudriñaba, «nada», me decía, y seguía caminando. Cuando quise darme cuenta, ya
estábamos en las afueras de la ciudad, caminando por el sendero de las
margaritas y los hinojos, la torre, intrusa, rompesueños, de piedras y barro,
emergiendo de entre un conjunto de pinos. Nos detuvimos a la entrada de la
torre, ella se sentó en su banco de piedra, «siéntate», me pidió, haciéndome
sitio, me miró, «¿el domingo a la misma hora, en el cine?», «vale», le dije, sin
saber lo que me había dicho, pero ella supo repetírmelo cuando nos despedimos,
me puso un beso en la mejilla que durante mucho tiempo, casi treinta años,
anduvo huérfano conmigo, noche y día.
Quintín Alonso Méndez
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