sábado, 21 de septiembre de 2013








                          De  "El nombre lo pones tú", novela


séptima puerta


                  No me gustan las puertas. Ni las ventanas. Lo que te quiero decir es que no me gustan las puertas ni las ventanas cerradas, es como si escondieran, taparan, crímenes inconfesables, pensamientos dañinos, perversos, rostros malvados, con ojos de pez o de gato, monstruosos. Dejaron de gustarme las cosas hechas a escondidas, no tenían sentido porque sólo me hacían daño a mí. Las puertas y las ventanas, abiertas, y más en la noche, cuando la oscuridad sale con su manto negro, enlutado, como buscando presas para sus mazmorras, amputadoras de vida. El chasquido de la llave, cerrando la puerta, es como un disparo, que me mata, me deja indefensa. Acorralada. No admito ni los ascensores. No es el vértigo, es la certeza de que mis alas han sido recortadas y que lo que me espera es el abismo, el salto último, ese salto último que llegué a desear en bastantes ocasiones, un pinchazo que sonaría en mi cerebro como un disparo seco para dormirme eterna con el dolor anestesiado. Pero yo persiguiéndote, de puerta en puerta, tocando en todas las puertas, echándolas abajo, preguntando por ti. Preguntándole a las puestas de sol y preguntándole al viento, a las palabras que te nombraban y a las palabras que no hablaban de ti. Sacando fuerzas de no sé dónde. Derribando las puertas y quizás derribando miedos, abriendo las ventanas para que la luz entrara y me acompañara, también para que salieran los gritos que no supieron aprender a gritar.
                  __Es lo más hermoso que he conocido __te dije, a cada golpe de locura, en cada odio. Entonces tú ya sabías de qué alas te hablaba, de qué color eran, qué música añoraba.
                  «Siempre supe que yo era sólo la espera, en los que esperas el regreso de las alas», me decías, o te callabas. Me desarmabas, me dejabas más herida. Creía no poder soportarlo. Es verdad que entonces estaba convencida de no querer volver a verte, de convertirme en la reina de tierras vírgenes, pero te daba la espalda y me empezaba el pánico, el terror a no volver a verte.
                  Cuando empezabas a hablar, ya no sabías pararte, de hacer y de hacerte daño. Llegabas hasta el final, hasta el borde mismo del precipicio, entonces te asustabas, más te asustabas al verme, partida, llena de odio, muerta o queriéndome morir, deseando ese pinchazo, ese disparo último, el adiós verdadero, el de la última vez, te asustabas y querías dar marcha atrás, encerrabas precipitado a tus locuras, las escondías y volvías, volvías a mí, te desnudabas, callado, desnudo. Pero yo, ya con mis locuras sueltas, las cajas de grillos abiertas en medio de la tormenta. Iban saliendo nombres, nombres, nombres, pasados vivos que no se mueren nunca, nombres e imágenes, imágenes que traían nombres, sabores, alas, nombres. Me iba lejos porque me quería morir, porque más que nunca necesitaba un abrazo, una caricia que me durmiera y me durmiera y me durmiera. Más imágenes trayendo más nombres, los que ya no nombraba, los que estaban cerca, demasiado cerca.
                  «Llámalo, te espera», me decías, o te callabas. Me daba miedo tu voz, tus palabras eran las palabras de un muerto, de un muerto que nunca vivió, de un adiós. Y yo no quería perderte, entonces era como si el temporal fuera sólo un silencio, ese silencio que ha de haber detrás de las puertas y las ventanas cerradas. No quería perderte, dejaba que hablaras, necesitaba que hablaras, saber que estabas, que aún estabas. Me hubiera muerto si te hubieras ido.
                  __Cállate __o no te decía nada, me apretaba las sienes con las dos manos, las apretaba, las apretaba, las apretaba, cerrando los ojos, con fuerza. Rompía en llantos, cuando quería hablar rompía en llantos. Lágrimas por ti, mi amor, miedo por no saber llegar a ti, por ser demasiado poco para ti.
                  Tú no te callabas, o sí, te callabas, pero eso era peor, no te oía ni te veía, pero te veía ir de un sitio a otro, como un tigre enjaulado, resoplabas, me llegaban tus resoplidos en oleadas inflamadas de silencio, que ardían en mi cabeza, torturándome. Te oía, estabas callado, yendo de acá para allá, pero te oía, tus insoportables silencios de perdedor, de irte abajo para que yo me despertara y te odiara, más, más, más, y me fuera, a ninguna parte, irme para entender que no podía estar sin ti.
                  Estuve lunas y lunas esperándote, sentada ante la séptima puerta. Odiando aún más las puertas cerradas, esas puertas que no desprenden ningún olor, que te dicen que la nada es su único habitante, desde siempre. Lunas y lunas esperándote, aunque tú no me vieras así, aunque tú sólo vieras malos presagios en las alas migratorias. Por aquella época odiabas los pájaros.
                  No sé cómo fue ni por qué. Lo decidí en un instante. Esperé a hacerlo, pero ya lo tenía decidido, es verdad que hubo mareas, cambios de tiempo, flujos y reflujos, algunos temblores débiles al llegarme ecos lejanos de la voz, aleteos sutiles de las alas, mensajes de «espérame, espérame, espérame, reina, mi reina», pero me bastó cerrar los ojos e intentar no verte, imaginarme el mundo sin ti. Me levanté. Me bastó posar la mano, la puerta se fue abajo.

                  La séptima puerta.


                                                         Quintín Alonso Méndez

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