lunes, 23 de septiembre de 2013



                      De "El nombre lo pones tú", novela

Vieji, tú sabes que yo no tengo esa facilidad de palabra que tienen los grandes aduladores de las noches de frío y viento. No estoy acostumbrada a escribir tan de seguido, pero me está sentando bien. Las manos ya caminan solas y tengo que frenarlas, saltan renglones que se me quedan en blanco y tengo que volver atrás, leer los renglones anteriores, y descubrir qué palabras se fueron corriendo precipitadas detrás de ti, en tu busca. Me levanto, me asomo a tu rincón. Estás.  Suspiro. Me alivia comprobar que estás. No me importa que los renglones echen a correr y se me quede la página en blanco, si se van contigo, tú sabrás modelarlos, tallarlos, darles el sentido preciso que yo quiero darles. Me traen rumores dulces estos renglones que te escribo, que llevo escribiéndote desde «eres tú», como tú dices. Me está sentando bien, me gusta escribirte, o escribirle a mis ratos en soledad, hablándole de ti. Todos mis sentires más próximos ya saben de ti, me gusta que sepan de ti. Hay pesadillas que se mantienen a distancia, quizás depende de ti, de tus fuerzas, para que no se acerquen demasiado. Hay voces que me dicen que estoy llegando a donde estamos, que está cercano el último renglón, ese renglón que te tengo reservado, es un beso, es un
                  __bésame,
es un gracias, es un
                  __abrázame,
es un suspiro, es un
                  __te quiero, vieji.
                  He intentado ser lo más sincera posible, también es verdad que hay cosas que no te he escribo, que no sé si te las he dicho. No importa, están de más, aparte de que no es necesario reabrir heridas de las que ya no quedan ni rastro, cicatrices borradas por el sol, por tu compañía silenciosa, día a día. O cicatrices, heridas abiertas, que están ahí, déjalas, no me molestan si las dejo tranquilas. Me ha gustado escribir estas páginas, me está gustando, y quizás demoro las prisas de mi mano escribiendo porque no quiero, en el fondo, dejar de escribirte, retrasando el momento de decirme que acabé y entregártelas, bueno, ya sabes que seguiré con mis diarios, plasmando las sensaciones que tú me traes, y otras, venidas de otras orillas. Me sonrío ahora, acordándome de mis prisas por dejar los pleamares y llegar pronto a los bajamares, no veía la hora. Estuviera donde estuviera, no tardaba en removerme nerviosa, inquieta, buscando la mínima salida para escaparme y estar pronto contigo. Tú me esperabas, no dejabas de esperarme, amor. Es verdad que a veces aparecían imprevistos vientos que me arrastraban por barrancos y valles y demoraban mi vuelta, pero cada vez sentía más un pinchazo, una sensación amarga. Me mentía. Entonces iba a por ti. Cuando llegaba a tus territorios y no estabas, el corazón se me paraba de golpe, se me nublaba la vista, era mi miedo de que tu ausencia fuera definitiva. No te lo he dicho, pero me sacaste de más de una agonía, a pesar de que también me metiste en más de una. Era un pánico, de ida y vuelta. Un terror, que aparecía siempre en el momento más inesperado. Sin venir a cuento, pero que no era casual. Pero tú estabas. Me salvabas, hasta cuando me hundías, me salvabas. Y de los nombres que saltaban, te acuerdas, claro, sé que no olvidas, estaba el de mi madre, la nombraba, la echaba de menos, aunque me desquiciaba con sus comentarios socarrones y sus miradas reprochando, siempre echándome algo en cara. Pero la echaba de menos. Necesitaba el refugio de su presencia, saber que estaba ahí, que pasara lo que pasara, ella no iba a dejarme sola en la estacada. Más de una vez tuve el pensamiento de buscar su cobijo, su protección, y olvidarme de todo lo demás. Ser niña, «para ser niño nunca es tarde», me decías, comprobar con ella que fui niña alguna vez, que era verdad que existieron las tiendas de campaña en la cama, las sábanas haciendo de lona, las batallas en el desierto inmenso de la azotea, con sus palmerales y sus árboles frutales, las natillas y el chocolate en las tardes frías, comprobar que fue verdad que ella fue también niña conmigo, que las dos jugábamos a ser mayores, tendiendo la ropa, resistiendo el frío, el viento helado que bajaba de las cumbres nevadas.
                  Mi madre era especial, lo es. Todas las madres son especiales. Cada vez me hablaba más a menudo de su vida, de las historias de la familia, con sus disparates y sus ternuras, hermanos sin hablarse, tíos majaras y abuelos idos o revolucionarios, era fácil querer en aquella época, me decía yo, con todas las casas abiertas de par en par, puertas y ventanas, el fuego siempre encendido en la cocina, para un café o un plato de agua hervida con algunas hierbas, «para darle sustancia», me decía mi madre. Comprobar si eran verdad aquellas carreras por el pasillo con mi hermana, los cuchicheos con mi hermano, a escondidas, las respiraciones entrecortadas, dentro del armario, debajo de la cama, en el pequeño cuarto de la azotea. Todo. Quizás se fue todo sin haber estado. Cuando te ponías a hablar, yo me callaba, intentaba no interrumpirte, no hacer ningún ruido. Me gustaba oírte hablar, muchas veces no sabía de qué hablabas, pero me espantabas los demonios de la fiebre, del pánico, me hacías sentir bien, como si una voz antigua no dejara de hablarme, una voz conocida que no sabía a quién pertenecía.
                  ¿Sabes, amor?, tengo sueño, un cansancio en mí que no me abandona, lo olvido y de pronto asoma su hocico, con la boca entreabierta, esfuerzos para respirar, un cansancio que quizás sean los años que no he vivido, o que los viví al revés, siempre restando el tiempo, nunca sumándolo, siempre echándole un vistazo a los lados o mirando hacia atrás. Dormiría días enteros, pero sabiendo que estás a mi lado, cuidando mis sueños, protegiéndome. Dormiría y dormiría y dormiría, y al despertarme más cansancio, aturdida, pero bien, contenta de estar contigo. Esta sensación dulce de estar contigo, mis deseos de estar en tus brazos, amor.
                  Quiero contarte una cosa.
                  Desde «eres tú», te seguí. Batallé contra mí misma. Me decía que no, que mis normas ya estaban escritas, que no había que cambiarle el rumbo al mundo, que las estrellas siguieran llegando a mí, muertas, pero luminosas, iluminándome la noche, mostrándome sus caminos serpenteantes, sus senderos de luz, parpadeantes. Otros brazos me acogían, para que te olvidara. Conseguían el efecto contrario. Tenía tu olor ya dentro de mí, «el color de tu olor», como tú dices. Estás loco y me gusta. Amo tu locura, pero la bondadosa, la locura niña que veo en ti, la otra, no, ese demonio que te habitaba y se ha ido durmiendo, evaporándose, «lo has matado tú», me dijiste, ojalá, mi amor, ojalá.
                  __¿A qué huelo? __te pregunté.
                  «No sé», me dijiste, «a centeno, a cebada».
                  Me sacabas la risa. Entonces deseaba que me desnudaras, que me hicieras el amor. Me volvías loca, sé que no me crees, que te quedas inmóvil, silencioso, incrédulo. Créeme, no tenía ni tengo por qué mentirte. Mis renglones van por mis encuentros contigo, pero van por mi decisión firme de encontrarte, de ser tuya, de no apartarme de ti, aunque ventoleras extrañas solían traerme el olor del odio, el color grisáceo del odio, del no quiero verte más. Pero mi miedo a perderte definitivo era y sigue siendo mayor que el miedo que me acorralaba y me empujaba por barranqueras, desconocidas la mayoría de las veces, pesadillas que me abrían las cajas de grillos, volviéndome loca. La luz de la luna me hablaba de ti. Seguía buscándote.


                                                      Quintín Alonso Méndez



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