Así empieza "Cementerio de las cosas vivas", novela
Se me hace raro estar aquí,
cuando ya no estoy en ninguna parte –no es verdad que se vaya a parte alguna
cuando el tiempo en este mundo toca a rebato anunciando su fin, cuando se apaga
la luz definitiva, no es verdad, aunque te creas que estás oyendo doblar por ti
y veas tu propio cuerpo retorciéndose, rebelándose, negándose a la parálisis--,
y aún más raro se me hace este intento absurdo de intentar contarte cuáles han
sido los caminos que ha trazado el hilo invisible del destino para que haya
llegado a este punto, es decir, a ningún punto, únicamente al punto final,
supongo que me quedan algunas gotas de vida, será eso, algunos signos externos
a los que poder agarrarme y así poder contarte, para qué, me digo, no lo sé,
quizás sea la costumbre, la manía enfermiza mía de echar mano enseguida de
papel y lápiz, no encuentro otra respuesta para que ahora intente dibujarte las
rutas de los días, de los sentimientos, «de las sensaciones», me corregirás,
qué más da, creo que los matices ya sobran, tampoco hay disculpas que valgan.
Ya pasó. No se pueden estar borrando partes del pasado a cada momento, hay que
dejarlas respirar, «asumirlas», me dirías, sin mirarme, con tu manera tan tuya,
tan seca, de explicarte, pero tan directa, una sola palabra te basta para abrir
cientos de libros, cientos de puertas, de ventanales, pero infinitos silencios,
invitas al silencio, siempre lo has hecho, para ti el silencio comprende y
contiene las palabras más sabias, resume y escenifica todas las explicaciones,
todos los estados de ánimo, para ti el silencio es un compendio de todas las
verdades, como si las verdades estuvieran sueltas por ahí, a su aire, rezumando frutas. Ahora,
si estuviéramos frente a frente, te estarías callado un buen rato, para al
final soltar una de tus preferidas frases secas, abiertas pero cerradas, sin
ninguna posibilidad de escapatoria, «no hay más, m´ijo, es así», me dirías.
Quiero
decirte que no es tan importante lo que intento contarte. Sólo que se acabó. Tampoco
voy a esperar a que me preguntes «¿qué se acabó?». Nada. Todo. Es lo mismo,
¿no?, con la única diferencia de donde según se mire, desde dentro o desde
fuera. De la vida. O de la muerte. Me acaba de llegar una noticia luctuosa,
pero la muerte ya no es noticia. La sorpresa, el asombro, sería la noticia del
descubrimiento de una región de pájaros sin colonizar, de pura vida. Y esta
nada o este todo empezó hace exactamente un mes, un mes de treinta días, claro.
Era el diecisiete de setiembre. Estábamos en ese día –ya cierro, y la entierro,
la caja del verbo estar, que por cierto, me regalaste tú. Quiero que te sitúes.
Era lunes. Ya sabes, mi día favorito. Para mí cada lunes era un inicio, una
puerta que se me aparecía de sopetón cada lunes, y que yo abría, no había otra,
para entrar a lo desconocido, siete días tardaba en salir por el otro lado,
donde otra puerta, otro lunes, me esperaba, y así cada cuatro lunes una raya en
la pared de la piel, es decir, una luna, ¿cuántas lunas vi nacer para luego
verlas reducirse a la nada, a la oscuridad más completa, para volver a verla
nacer ciento de veces? Pero esta vez tardé treinta días en salir, no, perdona,
tardé treinta días para llegar al vacío más absoluto, a la conclusión de que no
habría más puertas, más lunes. Estoy aquí, donde no estoy. Muerto. Lo demás no
importa, ¿los detalles?, es decir, ¿los caminos que ha trazado el hilo
invisible del destino? A eso voy. También supongo que necesito creerme que me
quedan gotas de vida. Múltiples gotas con múltiples lunes. Quizás eso sea lo
que queda después del más nada: un sueño eterno, un deseo infinito, imposible
sueño, de estar vivo. Un «no me quiero ir» suplicante cuando ya nos hemos ido y
no hay vuelta de hoja. O cuando ya nos han echado. ¿Cómo estoy?, no lo sé, y me
parece que no hay manera de que lo pueda saber. Pero estoy en el pequeño cuarto
de siempre, sentado ante la mesa transparente –después del más nada, del fin de
la luz, las cosas se vuelven transparentes, de cristal--, intentando contarte
la historia --no sé cómo llamarla-- de estos treinta días. No puedo saber cuál
fue la mano ejecutora, ni tampoco de quién partió la orden, quizás tú puedas
descubrirlo cuando termines de leer lo que voy a intentar relatarte. No es
fácil, ya sabes que soy de memoria inmediata, y encima cada vez más débil, que
mi memoria mediata es algo así como un bosque inundado por la neblina espesa de
los otoños. Por eso, antes de que se vayan las últimas luces, de que se apague
la última estrellita de este cielo negro, infinito –tengo que acostumbrarme a
llamarlo eterno--, voy a empezar. Por el final. «Como se empiezan las cosas»,
me dirías, y volverías a callarte. Me mataron. Eso creo. Eso me dice esta
ausencia total de materia a la que aferrarme, en la que sostenerme. Acaban de
matarme. Aún tengo la sangre caliente, aún late algún suspiro en algún rincón
de mi cuerpo inerte, extrañado, quieto, tieso como uno de tus silencios. Hoy es
martes, un día después del lunes, pero un día menos, es un dieciséis de
octubre, qué extraño, ¿no?, ¿no estaré en el día antes, al fin y al cabo?, ¿no
estaré en el dieciséis de setiembre, del mismo año?, es decir, ¿no me habré ido
en dirección contraria a la del tiempo? Las ganas mías. Ahora se te habrá escapado
una pequeña sonrisa y quizás quizás, no me extrañaría nada, un pequeño golpe,
con el puño cerrado, sobre la mesa de madera, «el cabrón éste…», pero no, veo
el almanaque que cuelga, menudo, del tamaño de una miniatura, en la pared,
entre las dos estanterías de libros, «Firenze-Battistero», pone, al pie de la
foto, veo el deslizarse horizontal de los días, los domingos en rojo, el resto
de los días en negro, un menudo almanaque italiano que me habrá llegado de
ninguna parte, alguna bruma de algún tiempo, algún tiempo embrumado, dieciséis
de octubre, martes, y el lunes, este lunes de treinta días que intento
relatarte, empezó el diecisiete de setiembre, «Roma-Fontana di Trevi», leo al
pie de la foto del mes de setiembre, también alcanzo a leer los títulos de los
libros, alguno regalo tuyo, alguno que se ha quedado ahí, a medio leer, como se
queda casi todo, a medio camino, eso ahora lo sé en propias carnes. No me duele
nada, ni siquiera me duele el dolor de no estar en ninguna parte. También es
verdad que cuando se regresa es porque ya no duelen los dolores que se quedaron
atrás y el despojo es completo. Sólo una emoción, un deseo contenido, como si
la muerte no fuera a llegar nunca. Será que la muerte es echar a correr hacia
atrás, hasta llegar a las profundidades mismas líquidas oscuras calmosas, de la
nada.
Quintín Alonso Méndez
No hay comentarios:
Publicar un comentario