martes, 3 de septiembre de 2013



                           De "El hombre de las guerras", novela



Una noche la oí levantarse sigilosa, desapareció en el velo sedoso de la oscuridad, no la oí regresar pero me despertaron sus lágrimas goteando espesas, la miré, le acaricié el rostro, ella se levantó sin decirme nada, me cogió de la mano y me llevó ante una cruz de piedra. En la base de la cruz, clavada en un pequeño montículo de tierra, había otra cruz de piedra, pequeña, que latía. Acababa de enterrar un pájaro de seda, recién nacido. Se le había muerto en las manos, mirándola tiernamente. Todos los días, al amanecer, visitaba la tumba y allí se quedaba, quieta, derramando espesas lágrimas de sangre, en lo que murmullos amargos de oraciones milenarias le arañaban la garganta, las entrañas. Yo la acompañaba a veces y a veces lloraba con ella. Cuando me miraba, su sonrisa dulce estaba allí, recibiéndome, dándome. Sé que aquella mirada aún vaga por la isla, deteniéndose, todas las tardes, en la playa, deshojando el horizonte, y que en la casa de barro cuelgan ristras del techo, de pájaros de papel, cada pájaro de un idioma y de un lugar distintos.




                                                              Quintín Alonso Méndez

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