domingo, 13 de octubre de 2013





                                                                Foto: May Noemi
     



                                              De "Bajamar", novela



Cuesta irse. Irse también es una pendiente cuesta arriba, quizás la más dolorosa, la que más muertes se lleve consigo. Pesan los fardos, hinchados de ausencias, ausencias que pesan más que el agua, e hinchados de certezas, de no regresos. Por eso, irse es una caminata lenta, sin pausas, sin retrocesos, pero lenta, cada día es una pesada losa que se añade a los fardos hinchados de ausencias y pérdidas. Se va perdiendo de vista el inicio del camino, da la impresión de que atrás se queda un trozo de camino suspendido en el vacío, entre la neblina, da miedo regresar, y es el mismo miedo que el que se siente al proseguir, entre la neblina, camino de la nada. Cuesta detenerse, se hace más pesado proseguir luego la marcha. Y la quietud está llena de mentiras. De cómodas mentiras. Es fácil ser débil, dejarse engañar. Es fácil quedarse.
            Anoche volvió a llover. Lluvia que adormeció la noche, la cubrió de una oscuridad fría. Trajo humedales para los olvidos. Sentí cómo se hundían. En noches así, la costa y el viento se aparean. Nacen escombros de una música ciega, sorda. Ahora, en la mañana, regresa la lluvia por el poniente, y la precede, tendiéndose ante ella, una espalda desnuda de mujer, arqueada, vestida de arcoíris. Avanza la nube de agua, vertiéndose en el lecho del mar. Murmuran, mansas, las olas en la costa, se oscurecen. Murmuran melodías mansas, ciegas, sordas, los olvidos, muertos en la orilla, astillados, palabras rotas, descoloridas, envejecidas, de madera. La brisa, enfriándose, anuncia que la lluvia ya está aquí, picotea en la ventana, quiere entrar, lloverme. Es fácil quedarse quieto, viéndola caerse, verterse en estas manos que se tienden vacías, desprovistas de ropajes, algunos versos débiles de papel diluyéndose en el agua. ¿El silencio proviene del murmullo de la mar en la costa, sube hasta aquí descalzo y se sienta a mi lado, qué hace, lee estos renglones que se caen y se desdicen, débiles, ligeros, desparecen en el aire invadido por la lluvia, o es el silencio quien se los lleva, cuando desaparece, ciego, sordo, rasgando la cortina de la lluvia y adentrándose en ella? ¿Es el silencio esta quietud mentirosa que anula, desmiembra y mata los versos aún antes de nacer? ¿Por qué te nombra el silencio?
              El silencio forma parte de mi pueblo, de la aldea, desde que emergió de las aguas, silencio que se trajo del fondo marino. Porque es un silencio marino. Hondo. Un silencio de mar que ha aprendido a subir por las veredas, trepar los barrancos, enredarse en los tarajales, las palmeras, los dragos, los almácigos, tumbarse y dormirse en la yerba. Pero no duermen los silencios. Es su condena. Se van los recuerdos, se van los olvidos, se van los sueños, y los silencios se quedan. Condenados a no dormirse, a no morirse. El silencio está en la raíz y asciende, se hace pétalo, polen, brisa, se hace día y se hace noche. Está aquí, en estas páginas ligeras. El silencio es la piel de la palabra. Una piel sutil de madera.
            Acabo de leer la fecha. No tiene importancia decir qué fecha. Cuando se cerraron las puertas. Cuando el mostrador ya supo que tenía las horas contadas. Pero fue un nueve de junio. Fue cuando el silencio también cerró puertas y ventanas, las palabras dejaron de beber y fumar, de tomarse la pastilla de menta o de fresa con el ron, vieron la muerte cercana, la saludaron, fueron los silencios los que tomaron la palabra, los que se desperdigaron, algunos pocos se quedaron por los alrededores, callados, escondidos, desorientados. Muchos sueños dejaron de existir, se difuminaron, y muchos recuerdos se quedaron a oscuras, encerrados dentro de una caja de hojalata, vacía de boliches, dentro de un vacío que no quiso salir a la calle, se quedó dentro, no se quedó, se hizo más vacío, se fue al aire, a la nada de la que siempre te hablo, al fin el vacío descansó, se fue a la tumba. No se quedan las palabras cuando el silencio no quiere hablar. Porque los pájaros porque no hay nada que hable más que los silencios.
            No he dejado de oírlo. De sentirlo a mi lado. Silencio que barrunta estruendo de olas, de mareas de leva, para luego tenderse en la costa, boca arriba, con la calma, y dejarse llevar por el barco de piedra. Anoche, dos pardelas sobre la terraza de casa, sus cuerpos blancos, sus alas picudas. Creo que se la pasaron en el armario del viejo carpintero, oí rumores, chirridos, toda la noche. Habitaron el silencio.    
            Miro hacia el oeste, donde la mágica gran montaña, violácea al amanecer, se muestra con el sombrero puesto, un pequeño sombrero blanco, de algodón. Va a llover. Hebras deshilachas también de algodón, surcan el cielo azul. Hacia el este, grumos de nubes, de algodón, cubren el azul del cielo. Viene lluvia y viene viento. Cuestión de ir afirmando las ventanas, metiendo las macetas. Quizás todo se quede en un rumor de marea que sube, espumosa, rumorosa, y las nubes descarguen en altamar su mar desalado y el viento huracanado se quede en las alturas. Pero no es probable, lo que me dicen las palabras del jardinero y las del viejo carpintero es que después del mediodía empezará a oscurecer, se levantará la brisa, desagradable, y el horizonte, grueso de nubes espesas, oscuras, empezará a avanzar hacia la costa, encapotado, hinchado de lluvia. Las primaveras suelen entrar revueltas, se rebela, como casi siempre, un invierno tímido, quebradizo, monótono, sin lluvias, que aún no quiere irse. Pero ahora, mientras, el sol brilla y la mar se balancea sureña, olas azules que se abren  en labios, en flores blancas en la orilla, un arcoíris, un puente, en cada cresta de ola abriéndose en hebras de azúcar ensalitrada. /Ciega tanta luz desnuda/ /Ciega/ /Adormece/ /la espina de agua de la ola, abierta en flor blanca/ /las gaviotas hoy desisten del vuelo/ /la gata ovilla ronroneos/ /¿la tierra presiente la yerba?/ /Fue noche de luna llena/ /blanca fría desnuda/ /serenada que permanece/ /se levanta la brisa/ /fría seca desnuda/ /ciega tanta luz desnuda/. «Me retuerce las entrañas que puedas vivir sin mí», dicen que el viejo carpintero le oyó decir a la mujer cuando empezó a caminar descalza el puente sobre las aguas, alejándose. «Me retuerce las entrañas que puedas vivir sin mí», hoy te lo digo yo a ti. Dicen que hay noches, no se ponen de acuerdo sin es en las de luna llena o luna nueva, que la misma voz de mujer se deja oír en la costa: «¿dónde te me fuiste?», y que es una voz ronca, rota de lágrimas, tomada de salitre, alejándose. Sé que al viejo carpintero no le sorprendió la soledad que le provino después, pero lo tumbó. Lo hizo desandar y le hizo recorrer largos pasillos que ya creía desterrados para siempre de lo que él llamaba «estos días regalados», largos pasillos ciegos, sordos. Huecos. El jardinero se durmió para morirse, en el escalón, apoyado en la puerta verde cerrada, frente a la costa, un laurel dándole la sombra de la última ternura acariciándole el rostro, una brisa marina suave como una sonrisa, allí se sentó y se durmió para morirse, la botella de vino al lado, fiel, la única lealtad que conoció, allí, donde mismo la madre le había espetado más de una vez la melodía, ciega, sorda, de «qué desperdicio de vida, dios mío, qué desperdicio», y la madre se moría un poco más, frustrada. Todas las tardes, sobre la misma hora, se sentaba allí, en aquel escalón, para ver si se dormía y así se moría. A veces se dormía y lo despertaba un arrebato de ola, como un chasquido. Esa tarde se durmió para morirse. La mar callada, ciega, sorda. Porque las olas.
            El viejo carpintero fue un lobo de mar, capitán de un viejo barco de piedra. Pero las melancolías lo empujaron vereda arriba, hasta la cueva, en la loma. Y hasta arriba, desde la proa de piedra del barco de piedra, fue empujada la mujer por unas melancolías embrumadas que no recordaba. Marinas las melancolías. Olvidadizas las palabras que se pronuncian temerosas, o las que se dicen con el cuidado de las que son recién nacidas, nuevas. Fue un lobo de mar al que nadie vio nunca navegar, ni siluetear la costa pescando o mariscando, pero conocía cada charco, cada cueva donde habitaba el pulpo, el murión, la morena, a qué hora de cada día salían los cangrejos a medir el ángulo del sol, sabía de cada golpe de ola, la historia de cada cayado, de cada roca, de cada charco. Yo lo acompañé en alguna travesía nocturna, los pies descalzos por la húmeda arena gruesa, negra. Esas travesías duraban hasta el amanecer, cuando entonces el frío nos hacía recordar el calor del ron, en la cueva. Esos días no eran tan fugaces, tenían instantes que se alargaban sutiles y sinuosos y se quedaban a nuestro lado, infantiles. Hablábamos poco. Sobre el tiempo. Sobre los cuatro climas que a diario pasan por el pueblo.*
            *En realidad, no recuerdo haber hablado con él de otra cosa que no fuera del tiempo.
Bebíamos. Fumábamos. Trenzábamos palitos finos de madera, haciendo letras, trenzábamos letras, haciendo palabras, trenzábamos palabras, haciendo juegos de palabras. Palabras sueltas, de paso, como el tiempo. Esos momentos en que era verdad que la quietud latía, tenía alas, del mismo color que tuviera el día en esos momentos, se palpaba el aire. No había más. Cuando oscurecía, los versos de madera, ligeros, se iban detrás del horizonte para no volver. Él sabía que no regresa lo que nunca vino.           
            «Con el beso dulce de la cerveza en los sentidos», dicen que le oyeron musitar a la mujer, marina, por fuera del bar de la costa, sentada frente al mar, bebiendo una cerveza, el sol acariciándole la piel.
            Noticia. Después de tres días, hoy no llueve. Hoy escribo al sol. En la terraza. Sentado al lado del armario, algunas plumas de ave en las gavetas del armario, como dejadas a propósito por algún sueño volador. La brisa es mala consejera. El horizonte es una cordillera vaporosa de nubes. Hay una desnudez detrás del horizonte. Me lo dice la brisa. Tiene labios en los dedos, flores blancas. Una sonrisa también desnuda que también son labios, flores blancas. Olas desnudas entre las sábanas. Escribo yéndome. Dicen que el jardinero se dejó morirse, como se mueren los pájaros. De tristeza. Porque el patio, la soledad del patio, la puerta cerrada, las ventanas cerradas, los geranios y los claveles recién regados por él. Siempre lo hacía, cuando atardecía, cogía la regadera y la ponía bajo el chorro de la piedra de lavar, cernía el agua sobre las plantas y volvía a dejarla en su sitio, ni una sola mirada a la ventana entreabierta. Luego enfilaba hacia la costa, con la botella de vino medio vacía. Hasta la tarde que se durmió para morirse. Porque los pájaros las palomas las cañas de pescar las pencas la ventana entreabierta porque el olor a cama deshecha, desflorada.
            La vaga sensación de que estuve ahí, en el borde mismo de la vida. Quizás por eso alcancé a verte, a presentir tu presencia, ¿esa fue la inquietud de la noche, el sutil aleteo de mariposas y libélulas de la noche? Sé que me esperan versos que he de hacer de madera y a los que he de lijar y pulir con mis dedos de madera reseca, con los ojos cerrados, para que no se echen a correr detrás del horizonte. No sé si me dará tiempo a tenderlos al sol y luego depositarlos en las botellas mensajeras de la escritura para que te lleguen.
            Recuerda que si no sigo escribiendo es que no llegué a mañana

            Quiero que las diosas sientan celos de ti. Lo conseguiré
         


Foto: May Noemi

Quintín Alonso Méndez

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