Foto: May Noemi
De "Bajamar", novela
Cuesta irse. Irse
también es una pendiente cuesta arriba, quizás la más dolorosa, la que más
muertes se lleve consigo. Pesan los fardos, hinchados de ausencias, ausencias
que pesan más que el agua, e hinchados de certezas, de no regresos. Por eso,
irse es una caminata lenta, sin pausas, sin retrocesos, pero lenta, cada día es
una pesada losa que se añade a los fardos hinchados de ausencias y pérdidas. Se
va perdiendo de vista el inicio del camino, da la impresión de que atrás se queda
un trozo de camino suspendido en el vacío, entre la neblina, da miedo regresar,
y es el mismo miedo que el que se siente al proseguir, entre la neblina, camino
de la nada. Cuesta detenerse, se hace más pesado proseguir luego la marcha. Y
la quietud está llena de mentiras. De cómodas mentiras. Es fácil ser débil,
dejarse engañar. Es fácil quedarse.
Anoche volvió a llover. Lluvia que
adormeció la noche, la cubrió de una oscuridad fría. Trajo humedales para los
olvidos. Sentí cómo se hundían. En noches así, la costa y el viento se aparean.
Nacen escombros de una música ciega, sorda. Ahora, en la mañana, regresa la
lluvia por el poniente, y la precede, tendiéndose ante ella, una espalda desnuda
de mujer, arqueada, vestida de arcoíris. Avanza la nube de agua, vertiéndose en
el lecho del mar. Murmuran, mansas, las olas en la costa, se oscurecen. Murmuran
melodías mansas, ciegas, sordas, los olvidos, muertos en la orilla, astillados,
palabras rotas, descoloridas, envejecidas, de madera. La brisa, enfriándose,
anuncia que la lluvia ya está aquí, picotea en la ventana, quiere entrar,
lloverme. Es fácil quedarse quieto, viéndola caerse, verterse en estas manos
que se tienden vacías, desprovistas de ropajes, algunos versos débiles de papel
diluyéndose en el agua. ¿El silencio proviene del murmullo de la mar en la
costa, sube hasta aquí descalzo y se sienta a mi lado, qué hace, lee estos
renglones que se caen y se desdicen, débiles, ligeros, desparecen en el aire
invadido por la lluvia, o es el silencio quien se los lleva, cuando desaparece,
ciego, sordo, rasgando la cortina de la lluvia y adentrándose en ella? ¿Es el
silencio esta quietud mentirosa que anula, desmiembra y mata los versos aún
antes de nacer? ¿Por qué te nombra el silencio?
El
silencio forma parte de mi pueblo, de la aldea, desde que emergió de las aguas,
silencio que se trajo del fondo marino. Porque es un silencio marino. Hondo. Un
silencio de mar que ha aprendido a subir por las veredas, trepar los barrancos,
enredarse en los tarajales, las palmeras, los dragos, los almácigos, tumbarse y
dormirse en la yerba. Pero no duermen los silencios. Es su condena. Se van los
recuerdos, se van los olvidos, se van los sueños, y los silencios se quedan. Condenados
a no dormirse, a no morirse. El silencio está en la raíz y asciende, se hace
pétalo, polen, brisa, se hace día y se hace noche. Está aquí, en estas páginas
ligeras. El silencio es la piel de la palabra. Una piel sutil de madera.
Acabo de leer la fecha. No tiene
importancia decir qué fecha. Cuando se cerraron las puertas. Cuando el
mostrador ya supo que tenía las horas contadas. Pero fue un nueve de junio. Fue
cuando el silencio también cerró puertas y ventanas, las palabras dejaron de
beber y fumar, de tomarse la pastilla de menta o de fresa con el ron, vieron la
muerte cercana, la saludaron, fueron los silencios los que tomaron la palabra,
los que se desperdigaron, algunos pocos se quedaron por los alrededores,
callados, escondidos, desorientados. Muchos sueños dejaron de existir, se
difuminaron, y muchos recuerdos se quedaron a oscuras, encerrados dentro de una
caja de hojalata, vacía de boliches, dentro de un vacío que no quiso salir a la
calle, se quedó dentro, no se quedó, se hizo más vacío, se fue al aire, a la
nada de la que siempre te hablo, al fin el vacío descansó, se fue a la tumba. No
se quedan las palabras cuando el silencio no quiere hablar. Porque los pájaros
porque no hay nada que hable más que los silencios.
No he dejado de oírlo. De sentirlo a
mi lado. Silencio que barrunta estruendo de olas, de mareas de leva, para luego
tenderse en la costa, boca arriba, con la calma, y dejarse llevar por el barco
de piedra. Anoche, dos pardelas sobre la terraza de casa, sus cuerpos blancos,
sus alas picudas. Creo que se la pasaron en el armario del viejo carpintero, oí
rumores, chirridos, toda la noche. Habitaron el silencio.
Miro hacia el oeste, donde la mágica
gran montaña, violácea al amanecer, se muestra con el sombrero puesto, un
pequeño sombrero blanco, de algodón. Va a llover. Hebras deshilachas también de
algodón, surcan el cielo azul. Hacia el este, grumos de nubes, de algodón,
cubren el azul del cielo. Viene lluvia y viene viento. Cuestión de ir afirmando
las ventanas, metiendo las macetas. Quizás todo se quede en un rumor de marea
que sube, espumosa, rumorosa, y las nubes descarguen en altamar su mar desalado
y el viento huracanado se quede en las alturas. Pero no es probable, lo que me
dicen las palabras del jardinero y las del viejo carpintero es que después del
mediodía empezará a oscurecer, se levantará la brisa, desagradable, y el
horizonte, grueso de nubes espesas, oscuras, empezará a avanzar hacia la costa,
encapotado, hinchado de lluvia. Las primaveras suelen entrar revueltas, se
rebela, como casi siempre, un invierno tímido, quebradizo, monótono, sin
lluvias, que aún no quiere irse. Pero ahora, mientras, el sol brilla y la mar
se balancea sureña, olas azules que se abren
en labios, en flores blancas en la orilla, un arcoíris, un puente, en
cada cresta de ola abriéndose en hebras de azúcar ensalitrada. /Ciega tanta luz
desnuda/ /Ciega/ /Adormece/ /la espina de agua de la ola, abierta en flor
blanca/ /las gaviotas hoy desisten del vuelo/ /la gata ovilla ronroneos/ /¿la
tierra presiente la yerba?/ /Fue noche de luna llena/ /blanca fría desnuda/
/serenada que permanece/ /se levanta la brisa/ /fría seca desnuda/ /ciega tanta
luz desnuda/. «Me retuerce las entrañas que puedas vivir sin mí», dicen que el
viejo carpintero le oyó decir a la mujer cuando empezó a caminar descalza el
puente sobre las aguas, alejándose. «Me retuerce las entrañas que puedas vivir sin
mí», hoy te lo digo yo a ti. Dicen que hay noches, no se ponen de acuerdo sin
es en las de luna llena o luna nueva, que la misma voz de mujer se deja oír en
la costa: «¿dónde te me fuiste?», y que es una voz ronca, rota de lágrimas, tomada
de salitre, alejándose. Sé que al viejo carpintero no le sorprendió la soledad
que le provino después, pero lo tumbó. Lo hizo desandar y le hizo recorrer
largos pasillos que ya creía desterrados para siempre de lo que él llamaba
«estos días regalados», largos pasillos ciegos, sordos. Huecos. El jardinero se
durmió para morirse, en el escalón, apoyado en la puerta verde cerrada, frente
a la costa, un laurel dándole la sombra de la última ternura acariciándole el
rostro, una brisa marina suave como una sonrisa, allí se sentó y se durmió para
morirse, la botella de vino al lado, fiel, la única lealtad que conoció, allí,
donde mismo la madre le había espetado más de una vez la melodía, ciega, sorda,
de «qué desperdicio de vida, dios mío, qué desperdicio», y la madre se moría un
poco más, frustrada. Todas las tardes, sobre la misma hora, se sentaba allí, en
aquel escalón, para ver si se dormía y así se moría. A veces se dormía y lo
despertaba un arrebato de ola, como un chasquido. Esa tarde se durmió para
morirse. La mar callada, ciega, sorda. Porque las olas.
El viejo carpintero fue un lobo de
mar, capitán de un viejo barco de piedra. Pero las melancolías lo empujaron
vereda arriba, hasta la cueva, en la loma. Y hasta arriba, desde la proa de
piedra del barco de piedra, fue empujada la mujer por unas melancolías
embrumadas que no recordaba. Marinas las melancolías. Olvidadizas las palabras
que se pronuncian temerosas, o las que se dicen con el cuidado de las que son
recién nacidas, nuevas. Fue un lobo de mar al que nadie vio nunca navegar, ni
siluetear la costa pescando o mariscando, pero conocía cada charco, cada cueva
donde habitaba el pulpo, el murión, la morena, a qué hora de cada día salían
los cangrejos a medir el ángulo del sol, sabía de cada golpe de ola, la
historia de cada cayado, de cada roca, de cada charco. Yo lo acompañé en alguna
travesía nocturna, los pies descalzos por la húmeda arena gruesa, negra. Esas
travesías duraban hasta el amanecer, cuando entonces el frío nos hacía recordar
el calor del ron, en la cueva. Esos días no eran tan fugaces, tenían instantes
que se alargaban sutiles y sinuosos y se quedaban a nuestro lado, infantiles. Hablábamos
poco. Sobre el tiempo. Sobre los cuatro climas que a diario pasan por el pueblo.*
*En realidad, no recuerdo haber hablado con él
de otra cosa que no fuera del tiempo.
Bebíamos.
Fumábamos. Trenzábamos palitos finos de madera, haciendo letras, trenzábamos
letras, haciendo palabras, trenzábamos palabras, haciendo juegos de palabras. Palabras
sueltas, de paso, como el tiempo. Esos momentos en que era verdad que la
quietud latía, tenía alas, del mismo color que tuviera el día en esos momentos,
se palpaba el aire. No había más. Cuando oscurecía, los versos de madera,
ligeros, se iban detrás del horizonte para no volver. Él sabía que no regresa
lo que nunca vino.
«Con
el beso dulce de la cerveza en los sentidos», dicen que le oyeron musitar a la
mujer, marina, por fuera del bar de la costa, sentada frente al mar, bebiendo
una cerveza, el sol acariciándole la piel.
Noticia. Después de tres días, hoy no
llueve. Hoy escribo al sol. En la terraza. Sentado al lado del armario, algunas
plumas de ave en las gavetas del armario, como dejadas a propósito por algún
sueño volador. La brisa es mala consejera. El horizonte es una cordillera
vaporosa de nubes. Hay una desnudez detrás del horizonte. Me lo dice la brisa.
Tiene labios en los dedos, flores blancas. Una sonrisa también desnuda que
también son labios, flores blancas. Olas desnudas entre las sábanas. Escribo
yéndome. Dicen que el jardinero se dejó morirse, como se mueren los pájaros. De
tristeza. Porque el patio, la soledad del patio, la puerta cerrada, las
ventanas cerradas, los geranios y los claveles recién regados por él. Siempre
lo hacía, cuando atardecía, cogía la regadera y la ponía bajo el chorro de la
piedra de lavar, cernía el agua sobre las plantas y volvía a dejarla en su
sitio, ni una sola mirada a la ventana entreabierta. Luego enfilaba hacia la
costa, con la botella de vino medio vacía. Hasta la tarde que se durmió para
morirse. Porque los pájaros las palomas las cañas de pescar las pencas la
ventana entreabierta porque el olor a cama deshecha, desflorada.
La vaga sensación de que estuve ahí,
en el borde mismo de la vida. Quizás por eso alcancé a verte, a presentir tu
presencia, ¿esa fue la inquietud de la noche, el sutil aleteo de mariposas y libélulas
de la noche? Sé que me esperan versos que he de hacer de madera y a los que he
de lijar y pulir con mis dedos de madera reseca, con los ojos cerrados, para
que no se echen a correr detrás del horizonte. No sé si me dará tiempo a
tenderlos al sol y luego depositarlos en las botellas mensajeras de la
escritura para que te lleguen.
Recuerda que si no sigo escribiendo
es que no llegué a mañana
Quiero que las diosas sientan celos de
ti. Lo conseguiré
Foto: May Noemi
Quintín Alonso Méndez
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