miércoles, 9 de octubre de 2013







             Del libro de cuentos "Las casas de los cuentos"

Así empieza "La casa de las estrellas"

             Es mar y es isla


La casa de las estrellas


Era la hora en que las palomas de la azotea vecina salían a pasear. Entonces el aire era un barullo de pinceladas grises y azules. Las palomas de don Rogelio. No sabía nada de él, sólo su nombre. Una tarde estaba ayudando a mi madre en la azotea a tender la ropa, yo le alcanzaba las trabas, cuando las palomas alborotaron el aire, las sábanas, la tarde, «ahí están las palomas de don Rogelio», dijo mi madre, con una traba en la boca. Desde ese día, todas las tardes, a la misma hora, subía a la azotea a ver los paseos circulares de las palomas de don Rogelio. Las palomas se convirtieron para mí en el reloj de la tarde. De cinco a seis, en la azotea, dejando que mis sueños volaran con ellas. Las tardes que, por lo que fuera, no podía subir, pasaban a ser tardes perdidas, agrias, llenas de desconsuelo.
Cuando eso, yo vivía en el barrio de las azoteas, enfrente del barrio de los tejados – y cuando le decía a mi madre que las casas con tejados vivían debajo del cielo y que en cambio las nuestras estaban en el cielo, ella se reía. Mi madre nunca se casó, «me casé contigo, cielo», me decía, pero entonces no me miraba. El colegio estaba cerca de casa y cuando salía a la calle, miraba hacia la casa del vecino, siempre cerrada, menos la ventana del segundo piso, «la ventana de don Rogelio», me decía, y enfilaba la acera en dirección a las ocho de la mañana. El regreso era una impaciencia: el reloj no caminaba. En cambio, las tardes volaban más ligeras que las palomas, la hora de cinco a seis era eso, una pincelada. Gris y azul. Yo me quedaba un rato más en la azotea, caminando por el aire.
Ahora no vivo en ningún sitio, aunque viva aquí, del lado de las cosas invisibles y de las palabras que no hablan, que son sólo pinceladas, pequeños picoteos en el abismo blanco de la nada.
Los vientos alisios me echaron de la ciudad, y cuando regresaba, de tarde en tarde, estaba impaciente por subir a la azotea; aunque ya hacía tiempo que don Rogelio había muerto y se habían llevado las palomas, yo seguía viendo el aire lleno de pinceladas grises y azules –desde aquí las sigo viendo. Después, las ausencias eran largas y los regresos pocos, hasta que no hubo más regresos a la azotea porque mi madre había entrado en un asilo por decisión propia: estaba sola y cansada y yo estaba muy lejos –por aquella época en que yo ya no vivía en ningún sitio.
Cada vez que veo una paloma, una sonrisa se queda conmigo, una pincelada gris y azul, y mi madre se sienta a mi lado, no me dice nada, pero sé qué está, huele a sábanas limpias y a tardes con azúcar.
 El asilo era una gran casona en las afueras y tenía azotea, pero nadie podía subir a ella –era peligroso, decían los cuidadores de las almas cansadas y solitarias, viejas.
Mis visitas al asilo también se fueron distanciando en el tiempo, mi madre ya no conocía o no quería conocer a nadie, una tarde la cogí de la mano y se dejó llevar, le robamos la azotea a la tarde, la azotea para nosotros dos solos, entonces mi madre levantó la mano y dijo, con una sonrisa de niña, «palomas», pinceladas grises y azules surcaban el aire. Quiso volar con ellas, me sonrió dulce, dulce, y se fue.
Donde vivo ahora no hay azoteas ni tejados, quizás tampoco hay aire y por eso las palomas viven en otra parte, abajo, en los árboles de las plazas y en los escondrijos de las viejas iglesias. No he vuelto a pasar por nuestra casa, no sé quién pueda ahora vivir allí, ni tampoco en la casa de don Rogelio –las cosas que llaman y reclaman están fuera de sitio.
No sé dónde estoy, pero si quieres verme, todos los días, de cinco a seis de la tarde, deambulo por las plazas en busca de pinceladas grises y azules. No sé si sabrás reconocerme, pero creo que eso ya no importa, tú fíjate en cómo se ríen los chiquillos, en la mirada ida que regresa por unos momentos de los viejos, en los gestos lánguidos, soñadores, como yéndose detrás de los pájaros o de los árboles, de las muchachas. Fíjate en las palomas.
¿Aún te acuerdas, recuerdas cómo eran las tardes cuando te brincaban en las manos como palomas, no lo recuerdas, es tan fácil endurecer el corazón? Quizás me recorra las plazas sólo para verte.
Los vientos alisios me llevaron a ti.
Me gustó la ciudad, desconocida, llena de plazas y fuentes de piedra, de calles estrechas y empinadas, de campanarios y patios y macetas con geranios. Me gustó verte, sentada bajo las estrellas, en aquella noche de verano. Desde entonces, cada año, en esa misma fecha, por la noche, llueven estrellas sobre la tierra, repoblando los surcos. Como si fuera una cita, he acudido, año tras año, a la ciudad desconocida, pero no te he vuelto a ver –me corroe la sensación de que bastaría que dejara de acudir una sola vez, para que tú te presentaras a la cita y entonces sí, entonces dejaría de llover estrellas en una noche de verano.
Me hablaste de cómo habías llegado a la ciudad desconocida, siguiéndole el rastro al otoño, eso me dijiste, «porque el otoño me quitó un rayo de sol y lo quiero recuperar». Al principio no te entendí, hasta que vi una pincelada azul manchada de gris en tus ojos. Te hablé de las palomas, te reíste, vi vuelos de palomas en tu mirada, te seguí hablando de las palomas, para que no dejaras de reírte, te hablé del barrio de las azoteas y del barrio de los tejados, tú me hablaste de tus países, el de la niñez y los demás –los demás países habían sido países de paso, uno tras otro, antes de que un otoño desagradecido, por sorpresa, les arrebatara un rayo de sol--, el país de la niñez fue azul, me dijiste, a los demás no te dio tiempo de apreciarles el color, eran países ligeros, que apenas si tenían fronteras entre ellos, algún país dentro de otro país, que a su vez estaba dentro de otro, hasta que un otoño prematuro te arrancó de la luz, «quizás fue al revés, y fue que el otoño me arrancó de la oscuridad», «porque eran países que no me daban tiempo a apreciarles el color», no había pausas, me dijiste, la noche y el día se empataban con los finos hilos de no pensar, de dejar que las aguas siguieran su curso, abriendo barrancos, desgarros, heridas, cosidos con los finos hilos de seguir la corriente, cuesta arriba, no importaba, «aquellos países no tenían cielos», me dijiste, «al menos, yo nunca los vi». Eran países boca abajo.
Pero llegaste a la ciudad desconocida, traída por los vientos alisios, y te sentaste bajo las estrellas. Te vi porque tropecé en las raíces de los árboles viejos –fue más la lástima que te di, que tus ganas de reírte--, «son las trampas que pone la noche, para los que caminan débiles», te dije. Tu silencio me dijo que me sentara mientras se me iba el susto –es verdad que aquellas raíces parecían tentáculos de monstruos marinos, surgiendo de agujeros negros que me retenían.
Me pediste que te hablara de las palomas, y te hablé de las tórtolas, las dúculas, los tilopos, las que picotean en las plazas de la ciudad desconocida, de las bravías, en la azotea de mi barrio, «las bravías son las palomas mensajeras», te dije, sin decirte que había sido una paloma bravía la que te había entregado el mensaje de cuál era la ciudad desconocida donde se había refugiado el otoño que te robó el rayo de sol. Y te hablé entonces de las palomas ladronas, que se sueltan al amanecer o a la caída de la tarde, «quizás fue una paloma ladrona la que te quitó el rayo de luz», «tendría gracia», me dijiste, «entonces habría que visitar tu azotea, a ver si está por allí». Fue cuando me tembló la piel: la sonrisa de mi madre se la habían llevado, en sus pinceladas de atardecer, las palomas ladronas y tú me estabas pidiendo que le robáramos la azotea de nuestra antigua casa a sus nuevos propietarios, en busca de la pincelada gris que te robó el rayo de luz. Tuve la impresión de que vivía en círculos, cada vez más amplios y más apartados del centro, como tus países, cada país dentro del otro. «Estamos lejos», te dije, «¿tú crees?», y te reíste, «yo tengo todo el tiempo del mundo, ¿y tú?», tuve que decirte que yo también tenía todo el tiempo del mundo. Llegamos a mi barrio de las azoteas un mediodía de finales de verano.


                                                           Quintín Alonso Méndez

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