De "Bajamar", novela
Hubo
siglos de noches que eran un escupir seco, sesgado, interminable, un goteo
despiadado en la piedra. Siglos que mantenían los puños cerrados, aferrados a
las sábanas, los dientes apretados, las sienes galopando a martillazos por los
vacíos de las horas oscuras, esas horas ya detenidas en la memoria para siempre,
para siempre, perseguidoras, metidas en la locura. Defraudado el viejo
carpintero desde el inicio de las noches. No lo dicen, pero los silencios dicen
que ése pudo ser el primer motivo que lo empujó vereda arriba, enfilando el
barranco, y quedarse allí, en lo alto de la loma, en el refugio abierto de la
cueva, montando la carpintería de la que ya no se tienen noticias. No lo dicen,
pero fueron empujones leves al principio, cada vez más fuertes, más decididos, sin
ánimos de retorno, después*.
*Al
principio, leves los empujones, tironcitos que le venían de la huerta de
enfrente, delimitada por filas de tarajales y donde nacía la vereda y donde aún
quedan los restos, trozos como pequeñas islas de tierra limpia que asoman por
entre las zarzas y los cañaverales, esqueletos tiernos de ranas y sapos que se
confunden con las raíces de los hinojos y las cáscaras de los caracoles. Huele
a estercolero abajo, debajo del pequeño puente: por allí pasaban los sueños de
antaño, de la mano de las promesas serias, de cuando una promesa era seria y
darse la mano eran la confirmación del contrato, de la promesa seria, hasta la
muerte. Fue el primer escarceo, cruzar la carretera y llegar al muro de piedra, donde los lagartos y el sol
eran libres. Las primeras veces que llegó hasta allí, se sintió extraño**,
**y lo
sigo estando,
Y lo
sigue estando cuando pasa por allí, haciendo que no mira, que no se detiene a
mirar la yerba, haciendo como que no estoy, que es un accidente. Uno más. Le
daba miedo la luz pero la amaba, pedía que llegara pronto: era como leer un cuento
y saber que nunca estaría dentro del cuento. No le daba miedo la luz, nada más
que entendió que no le pertenecía, que era un regalo, un préstamo de horas. Y
cruzar la carretera y llegar a ella, a la luz, era un peligro. También era una liberación. Se
sentaba sobre el muro de piedra, cerraba los ojos y el mundo era todo azul y todo
sol, con diminutas esferas rojas, verdes, negras. Fueron años de empujoncitos.
Leves como las tristezas que, indelebles, se le iban grabando en la piel. Mi
piel es una carpintería, no tiene muros, sólo la yerba como suelo, sólo el azul
del aire como ventana y el cielo, a veces azul, a veces cubierto por sábanas
grises, como techo, sólo lo que estuvo y se fue. La madera tiene raíces de
geranios y tiene la resistencia que tienen las soledades a las puertas de la
noche. Había regresos porque había territorios que no se podían abandonar, que
estaban metidos dentro. Y escarbaban dentro. Había que volver para seguir
volando, que no era otra cosa que seguir aprendiendo a volar. Los empujones, sin
que llegues a darte cuenta, llega un momento en que empiezan a ser verdaderos
tirones, exigencias, que jalan de ti, insistentes. Llamadas ocultas, poderosas,
que nadie leerá nunca. ¿Me lees?, setas y musgo entre los tarajales, hilillos
de barranquillos por donde nadaban las ranas y abrevaban los pájaros, las
despedidas inconscientes a la niñez porque los pájaros entonces los pájaros. La
vereda nacía al lado derecho de la huerta mirando desde casa, por allí fue
entrando la curiosidad del miedo, pocos pasos al principio, luego la búsqueda,
los descubrimientos, la gran higuera allí, llena de brevas, de hormigas y de
pájaros, la vereda que ascendía y ascendía, ¿adónde llevaba la luz azul, la
sed, aquella sed?
«Los
murmullos de la mar son bocas», eso dicen que murmuraba el viejo carpintero
cuando el ron se le deshacía, ácido, verdoso, en las entrañas, le quemaba la
garganta, la raspaba, como sólo puede raspar la miel y provocar la tos, en esas
locuras que llegan en tromba, sin avisar, al amanecer, locuras que lo envuelven
todo con el manto de la desmemorias. Les preguntas, compruébalo si quieres, y
no te dicen nada, se hacen los locos, los longuis, los suecos, extraños países
aquí dentro, innumerables. Pero ya olvidados la mayoría de los pueblos, que
vuelven a casa*
*aquí
nadie tiene casa: están bajo sospecha. Aquí nadie sale al sol de la noche a
convivir con las estrellas, ni de día a cazar surcos.
Estrella
que mira obstinada desde la parte del mundo que no conozco, quién sabe si por eso
mismo me dije «soy carpintero», y me hice carpintero. Constructor de andamiajes
falsos, hechos para provocar tu estima, que te atrevas a escalarlos para que
entonces se derrumben con un derrumbe de pájaros en plena tarde de sol. Le han
cortado las alas a las palmeras de la costa, han hecho aceras sobre charcos, han
matado a los gatos del mediodía, han encerrado a los pájaros, y todo para que
el niño pueda tranquilo echarse la siesta, reposar la resaca, dormir la mona. Qué
fácil es quitar, quitar, quitar. Pero, ¡ay!, no forman parte de la vida,
piensan que la manejan, pero no. No pintan nada. Lo digo yo. Lo afirmo. Sólo
ruidos, palabrerías. Dicen que dijo el viejo carpintero: «soy de la misma
materia de mis obras, de mis trabajos». ¿Entiendes?, ¿sabes que justo ahora, en
lo más azul de este día de verano metido en enero, pero justo, justo ahora, se
tiende el puente sobre las aguas, se arquea y se tensa como una espalda desnuda
de mujer? Los murmullos son bocas. Los murmullos de la marea, esta marea azul,
venida de otro mundo, azul quieto, cálido, perezoso porque los pájaros la gata
el rumor este dolor de espalda la suave brisa que roza los sueños que no vuelan
no vuelan los sueños aquí posados azules perezosos dulces agrios. Subido al
puente, era cuando no se podía retroceder, cuando te detenías y mirabas hacia
atrás. Asustaba seguir pero más asustaba regresar. Ahí nació el vértigo, al
borde del barranco, cuando una pequeña piedra cayó y sin quererlo inventó el
abismo para también inventar, en el mismo instante, en la misma hondura, el sonido seco, hermético, de lo roto, de lo
que se rompe definitivo, imposible recogerle los pedazos al aire rompiéndose,
un goteo despiadado en la piedra. Azul. La mar echada como una tristeza que se
quedó aquí. ¿Dónde?
Quintín Alonso Méndez
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