jueves, 10 de octubre de 2013







                                               De  "Bajamar", novela 


Hubo siglos de noches que eran un escupir seco, sesgado, interminable, un goteo despiadado en la piedra. Siglos que mantenían los puños cerrados, aferrados a las sábanas, los dientes apretados, las sienes galopando a martillazos por los vacíos de las horas oscuras, esas horas ya detenidas en la memoria para siempre, para siempre, perseguidoras, metidas en la locura. Defraudado el viejo carpintero desde el inicio de las noches. No lo dicen, pero los silencios dicen que ése pudo ser el primer motivo que lo empujó vereda arriba, enfilando el barranco, y quedarse allí, en lo alto de la loma, en el refugio abierto de la cueva, montando la carpintería de la que ya no se tienen noticias. No lo dicen, pero fueron empujones leves al principio, cada vez más fuertes, más decididos, sin ánimos de retorno, después*.
*Al principio, leves los empujones, tironcitos que le venían de la huerta de enfrente, delimitada por filas de tarajales y donde nacía la vereda y donde aún quedan los restos, trozos como pequeñas islas de tierra limpia que asoman por entre las zarzas y los cañaverales, esqueletos tiernos de ranas y sapos que se confunden con las raíces de los hinojos y las cáscaras de los caracoles. Huele a estercolero abajo, debajo del pequeño puente: por allí pasaban los sueños de antaño, de la mano de las promesas serias, de cuando una promesa era seria y darse la mano eran la confirmación del contrato, de la promesa seria, hasta la muerte. Fue el primer escarceo, cruzar la carretera y llegar al  muro de piedra, donde los lagartos y el sol eran libres. Las primeras veces que llegó hasta allí, se sintió extraño**,
**y lo sigo estando,
Y lo sigue estando cuando pasa por allí, haciendo que no mira, que no se detiene a mirar la yerba, haciendo como que no estoy, que es un accidente. Uno más. Le daba miedo la luz pero la amaba, pedía que llegara pronto: era como leer un cuento y saber que nunca estaría dentro del cuento. No le daba miedo la luz, nada más que entendió que no le pertenecía, que era un regalo, un préstamo de horas. Y cruzar la carretera y llegar a ella, a la luz,  era un peligro. También era una liberación. Se sentaba sobre el muro de piedra, cerraba los ojos y el mundo era todo azul y todo sol, con diminutas esferas rojas, verdes, negras. Fueron años de empujoncitos. Leves como las tristezas que, indelebles, se le iban grabando en la piel. Mi piel es una carpintería, no tiene muros, sólo la yerba como suelo, sólo el azul del aire como ventana y el cielo, a veces azul, a veces cubierto por sábanas grises, como techo, sólo lo que estuvo y se fue. La madera tiene raíces de geranios y tiene la resistencia que tienen las soledades a las puertas de la noche. Había regresos porque había territorios que no se podían abandonar, que estaban metidos dentro. Y escarbaban dentro. Había que volver para seguir volando, que no era otra cosa que seguir aprendiendo a volar. Los empujones, sin que llegues a darte cuenta, llega un momento en que empiezan a ser verdaderos tirones, exigencias, que jalan de ti, insistentes. Llamadas ocultas, poderosas, que nadie leerá nunca. ¿Me lees?, setas y musgo entre los tarajales, hilillos de barranquillos por donde nadaban las ranas y abrevaban los pájaros, las despedidas inconscientes a la niñez porque los pájaros entonces los pájaros. La vereda nacía al lado derecho de la huerta mirando desde casa, por allí fue entrando la curiosidad del miedo, pocos pasos al principio, luego la búsqueda, los descubrimientos, la gran higuera allí, llena de brevas, de hormigas y de pájaros, la vereda que ascendía y ascendía, ¿adónde llevaba la luz azul, la sed, aquella sed?
«Los murmullos de la mar son bocas», eso dicen que murmuraba el viejo carpintero cuando el ron se le deshacía, ácido, verdoso, en las entrañas, le quemaba la garganta, la raspaba, como sólo puede raspar la miel y provocar la tos, en esas locuras que llegan en tromba, sin avisar, al amanecer, locuras que lo envuelven todo con el manto de la desmemorias. Les preguntas, compruébalo si quieres, y no te dicen nada, se hacen los locos, los longuis, los suecos, extraños países aquí dentro, innumerables. Pero ya olvidados la mayoría de los pueblos, que vuelven a casa*
*aquí nadie tiene casa: están bajo sospecha. Aquí nadie sale al sol de la noche a convivir con las estrellas, ni de día a cazar surcos.

Estrella que mira obstinada desde la parte del mundo que no conozco, quién sabe si por eso mismo me dije «soy carpintero», y me hice carpintero. Constructor de andamiajes falsos, hechos para provocar tu estima, que te atrevas a escalarlos para que entonces se derrumben con un derrumbe de pájaros en plena tarde de sol. Le han cortado las alas a las palmeras de la costa, han hecho aceras sobre charcos, han matado a los gatos del mediodía, han encerrado a los pájaros, y todo para que el niño pueda tranquilo echarse la siesta, reposar la resaca, dormir la mona. Qué fácil es quitar, quitar, quitar. Pero, ¡ay!, no forman parte de la vida, piensan que la manejan, pero no. No pintan nada. Lo digo yo. Lo afirmo. Sólo ruidos, palabrerías. Dicen que dijo el viejo carpintero: «soy de la misma materia de mis obras, de mis trabajos». ¿Entiendes?, ¿sabes que justo ahora, en lo más azul de este día de verano metido en enero, pero justo, justo ahora, se tiende el puente sobre las aguas, se arquea y se tensa como una espalda desnuda de mujer? Los murmullos son bocas. Los murmullos de la marea, esta marea azul, venida de otro mundo, azul quieto, cálido, perezoso porque los pájaros la gata el rumor este dolor de espalda la suave brisa que roza los sueños que no vuelan no vuelan los sueños aquí posados azules perezosos dulces agrios. Subido al puente, era cuando no se podía retroceder, cuando te detenías y mirabas hacia atrás. Asustaba seguir pero más asustaba regresar. Ahí nació el vértigo, al borde del barranco, cuando una pequeña piedra cayó y sin quererlo inventó el abismo para también inventar, en el mismo instante, en la misma hondura,  el sonido seco, hermético, de lo roto, de lo que se rompe definitivo, imposible recogerle los pedazos al aire rompiéndose, un goteo despiadado en la piedra. Azul. La mar echada como una tristeza que se quedó aquí. ¿Dónde?


                                                 Quintín Alonso Méndez

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