De "Bajamar"
novela
Me han querido cambiar
los ropajes, el destino, el curso de los barrancos, la música de las noches y
los días. Maltratado y todo, aquí estoy, con los mismos ánimos, o al menos aún
los dedos tienen fuerzas para raspar en la corteza de los árboles y sacarle
palabras que aunque debilitadas aún laten y palpan la tierra húmeda o en el
papel, también arrancado a la piel del árbol. Me han tirado casas abajo para en
su lugar construir conejeras para humanos. Me han dejado secar, cortándome el
agua, cerrándome los pozos, las galerías. Pero aquí estoy, me fortalecen las
caídas, o es la rabia, que me tiene en pie y no permite que me venga abajo. En
la niñez hay bosques y hay junglas en los matorrales. Hay charcas que son
grandes lagunas y charcos que son
grandes océanos. Luego, niñez desvaneciéndose, el tiempo va secando las
veredas, despojándolas de misterios y secretos, de grutas y fortalezas. Pero
las casas caídas perduran aquí, en el largo pasillo de las casas en el tiempo, en
los cuentos, el sabor de cada casa, los olores que la habitaban, sus rincones
fríos y los más cálidos, sus ventanas, sus puertas y sus aldabones, sus camas y
sus cabeceros de hierro, sus tejas, sus tinajas en el patio, la destiladera, el
olor a jabón lagarto en las piedras lisas del patio, las tejas rotas. Las casas
caídas. Están. Vivas. Lisiadas, pero vivas. Basta una fotografía para que se
reactiven los recuerdos, las sensaciones, los días en ellas. Y perdura el agua de
aguacero corriendo por los barrancos, perdura su sonido libre, cristalino, basta
bucear en el sueño porque los sueños. Las ranas en los tallos de yerba. Me han
querido cambiar los ropajes y lo único que han conseguido es una demora en el
camino, que me lo he tomado como un respiro, un rato de descanso. El camino
sigue avanzando en esta quietud, no se detiene. Marina avanza por la vereda, se
detiene, otea desde lo alto, busca lo que perdió. Algún pequeño suspiro ha
caído en la pequeña caja de nácar, se detiene, cae, y arena, hay arena en el
fondo, restos de temblores que fueron caricias, mordidas al sedeo del deseo,
seis rosas negras. En esta casa donde Marina entra, yo he estado, y me he
sentado donde ella se sienta. Ahora es la casa de un hombre, antes fue casa vacía,
de incursiones al atardecer, de cuentos contados por fantasmas a la luz de la
vela. Hace tiempo que no he entrado ahí, ahora sé que ya no podré entrar,
trancada para mí porque la niñez. La espero frente al embarcadero, donde se
perdió algún regreso o alguna partida. Porque los destinos. Marina tiene las
manos bellas y delgadas de la blancura, se mueven por la casa y son dos palomas
blancas que surcan cielos recién descubiertos, desnudos, blancos, abiertos en
ventanas con marcos verdes marinos y roces trémulos de temblores verdes,
pétalos negros de rosas negras en los alféizares. Unas gotas de miel de hinojo en
los labios. Una risa porque la tarde le ha hecho cosquillas en las comisuras y
porque la tarde. Un vestido blanco volando en el aire. La marea se queja
quejosa, gime, se le astillan algunos sueños. Blancos. Marina invita a las
palomas a recorrer el mundo. En mi pueblo hay un barco varado en cada callejón
que se descuelga hacia el mar. Faroles amarillentos, viejos, iluminan la
cubierta, dos rostros en la penumbra, se balancean, unidos, uncidos. Se besan.
Se confunden los ruidos, que semejan estallidos del agua en la madera del
barco. Va tomando forma el puente en la imaginación del carpintero. Ya le ve el
color a la madera, sus fibras recién lijadas. Ya percibe el olor de su serrín. Marina
desliza la mano por la baranda de la cubierta, suave pero rasposa, ensalitrada.
Pasa ante mí, llegando la noche, se desnuda, su cuerpo brilla, se sumerge en
las aguas y nada: nada igual que los sueños que te ponen lágrimas de ternura y raspan y lastiman en los labios.
Quintín Alonso Méndez
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