lunes, 7 de octubre de 2013




                               De                 "Bajamar"
novela


Me han querido cambiar los ropajes, el destino, el curso de los barrancos, la música de las noches y los días. Maltratado y todo, aquí estoy, con los mismos ánimos, o al menos aún los dedos tienen fuerzas para raspar en la corteza de los árboles y sacarle palabras que aunque debilitadas aún laten y palpan la tierra húmeda o en el papel, también arrancado a la piel del árbol. Me han tirado casas abajo para en su lugar construir conejeras para humanos. Me han dejado secar, cortándome el agua, cerrándome los pozos, las galerías. Pero aquí estoy, me fortalecen las caídas, o es la rabia, que me tiene en pie y no permite que me venga abajo. En la niñez hay bosques y hay junglas en los matorrales. Hay charcas que son grandes  lagunas y charcos que son grandes océanos. Luego, niñez desvaneciéndose, el tiempo va secando las veredas, despojándolas de misterios y secretos, de grutas y fortalezas. Pero las casas caídas perduran aquí, en el largo pasillo de las casas en el tiempo, en los cuentos, el sabor de cada casa, los olores que la habitaban, sus rincones fríos y los más cálidos, sus ventanas, sus puertas y sus aldabones, sus camas y sus cabeceros de hierro, sus tejas, sus tinajas en el patio, la destiladera, el olor a jabón lagarto en las piedras lisas del patio, las tejas rotas. Las casas caídas. Están. Vivas. Lisiadas, pero vivas. Basta una fotografía para que se reactiven los recuerdos, las sensaciones, los días en ellas. Y perdura el agua de aguacero corriendo por los barrancos, perdura su sonido libre, cristalino, basta bucear en el sueño porque los sueños. Las ranas en los tallos de yerba. Me han querido cambiar los ropajes y lo único que han conseguido es una demora en el camino, que me lo he tomado como un respiro, un rato de descanso. El camino sigue avanzando en esta quietud, no se detiene. Marina avanza por la vereda, se detiene, otea desde lo alto, busca lo que perdió. Algún pequeño suspiro ha caído en la pequeña caja de nácar, se detiene, cae, y arena, hay arena en el fondo, restos de temblores que fueron caricias, mordidas al sedeo del deseo, seis rosas negras. En esta casa donde Marina entra, yo he estado, y me he sentado donde ella se sienta. Ahora es la casa de un hombre, antes fue casa vacía, de incursiones al atardecer, de cuentos contados por fantasmas a la luz de la vela. Hace tiempo que no he entrado ahí, ahora sé que ya no podré entrar, trancada para mí porque la niñez. La espero frente al embarcadero, donde se perdió algún regreso o alguna partida. Porque los destinos. Marina tiene las manos bellas y delgadas de la blancura, se mueven por la casa y son dos palomas blancas que surcan cielos recién descubiertos, desnudos, blancos, abiertos en ventanas con marcos verdes marinos y roces trémulos de temblores verdes, pétalos negros de rosas negras en los alféizares. Unas gotas de miel de hinojo en los labios. Una risa porque la tarde le ha hecho cosquillas en las comisuras y porque la tarde. Un vestido blanco volando en el aire. La marea se queja quejosa, gime, se le astillan algunos sueños. Blancos. Marina invita a las palomas a recorrer el mundo. En mi pueblo hay un barco varado en cada callejón que se descuelga hacia el mar. Faroles amarillentos, viejos, iluminan la cubierta, dos rostros en la penumbra, se balancean, unidos, uncidos. Se besan. Se confunden los ruidos, que semejan estallidos del agua en la madera del barco. Va tomando forma el puente en la imaginación del carpintero. Ya le ve el color a la madera, sus fibras recién lijadas. Ya percibe el olor de su serrín. Marina desliza la mano por la baranda de la cubierta, suave pero rasposa, ensalitrada. Pasa ante mí, llegando la noche, se desnuda, su cuerpo brilla, se sumerge en las aguas y nada: nada igual que los sueños que te ponen lágrimas de ternura y raspan y lastiman en los labios.   


                                                  Quintín Alonso Méndez
                      






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