martes, 8 de octubre de 2013





                                                           foto de Jorge García del Pino


                                           De  "Bajamar", novela


Cada vez me ocurre más a menudo: que nada más salir de casa, tengo la sensación extraña de que me falta algo, y me miro, pienso, me palpo, con la sensación de que me falta la camisa, me miro, o los zapatos, la dentadura, los cigarros, los bolsillos, las llaves que me traigan de vuelta, junto con el plano de las rutas que no he de tomar para no perderme. Más de una vez he vuelto sobre mis pasos porque me doy cuenta de que he salido a la calle sin la camisa, o sin los zapatos, o sin la dentadura, o sin los cigarros, o sin los bolsillos*
*las veces que he salido sin las llaves del regreso, he tenido que hacer alpinismo, escalando la fachada de casa, trepando por las paredes, la gata maullando en lo alto, asustada y sorprendida.
El viejo carpintero no quiere mirar hacia atrás, eso lo haría detenerse y después reiniciar la pechada se le haría más duro, más cruel, las piernas flojeando un poco más a cada paso que da. Llega, sabe que ha llegado porque el olor a hinojo metido en la brisa, lo envuelve, y lo sabe porque suenan los cencerros. Respira, poco a poco consigue respirar, entre jadeo y jadeo. No atina a sentarse. Se deja caer, ¿qué ha ganado, qué ha perdido esta noche? Cómo hacer para que sólo suene la música, que hable la música, ¿qué baile bailó anoche la noche? Una música que le habló de puentes tendidos, sorda, ciega la música. Tampoco hubo grillos ni croar de ranas, si acaso rumores de caracolas o el aletazo de alguna pardela, ¿o eran las manos que insistían en desgarrar la tela, desgarrando los pétalos negros de las rosas negras? Ahora él es ese cernícalo suspendido en el aire sobre el abismo del barranco, pero las fuerzas le flaquean, pronto dejará de batir las alas, hasta la próxima botella de ron, hasta la próxima caída. Caerá a plomo. Le encandila la luz, ese brote rojizo que ya  asomó su rostro redondo sobre la montaña. «Mañana es lunes», recuerda, y la luz caliente le da frío.  El silencio otorga silencios.
Marina no dice nada, deja que hable el mar, se acerca, quiere que el agua le salpique el rostro. Me acerco. Soy Bajamar, pero con la mar llena. Llena de espejos de diademas de pies desnudos de azules de verdes de transparencias de pájaros de agua de parpadeos de besos de sal de años de niñeces de astillas de corrientes de braceos de sabores de salitre de dejadeces marinas. Arriba la montaña, el risco, adonde mira Marina, el pelo que se le agita, lo agarra con la mano de las rosas deshojándose, negra la negrura abierta, encharcada, invadida. Hay un suspiro o es sólo el roce de la mano en el musgo, hurgando y hundiéndose en el musgo. Marina no me ve, no tiene miradas para la soledad que no sabe hacer otra cosa que vagar por la nada. Yo la veo, aunque esté detrás del muro, aunque la pared sea esa tristeza que no sabe que no se atreve a caminar. Pero Marina oye la música ciega, sorda, oye la canción que es sólo para ella, oye el rasgueo de la guitarra que no tiene cuerdas: son sedales, los anzuelos abajo, rasgando la carne, sajando las aguas, extraña la mirada, esa mirada, no hay otra mirada en toda la costa. Solitaria. Yo no estoy. Sólo Bajamar y ella. Aquí, donde la gente mira de una manera extraña, «tu mirada es extraña», me dirá después Marina, que mira con una mirada extranjera, del otro lado del puente que no está, que aún no está. Hay gotas de agua entre los renglones, hay vaivenes como de barcas entre las olas, es la mirada que se pierde en el aire, buscando una mirada extraña, húmeda, con rescoldos rojizos, cenizas que bajan por el cuello, que se enredan en la nuca, una mirada que se asoma y desaparece dentro de la barca, «la mar huele a ti», y es la voz del viejo carpintero que rueda por la loma, pajullos secos cayéndose ladera abajo. «El mar en ti», dice la canción, dice la voz que no deja de mirarte para decirte, susurrarte caliente, que no hace más que escaparse al después, a la copa de vino que se queda ahí, apenas llevada a los labios, a la desnudez precipitada, al estallido brujo, pequeñas muertes chisporroteando en la hoguera. Hasta el amanecer. Hasta «no me dejes nunca». Podría contarte la leyenda de mi historia, pero para qué, si no me lees. «Si me das un punto de apoyo, moveré tu mundo», le dices al puente tendido que ya ves, que ya crees ver, tendido sobre la mar, arqueado, sus dos barandas de aire llamándote, tarareas, ¿es una canción? No. Pero hasta aquí llegan ondas de compases y balanceos. Es una propuesta. Es alzar la vista y mirar. Y ver. ¡Qué lejos quedan ahora las islas y los nombres de las islas! Una isla marina, aquí dentro, que siempre andará a la deriva, dejándose llevar por las corrientes, solitaria. Tiene quizás una plaza, un banco, un árbol. Más que habitada, asistida por algunas palabras, algunas miradas y algunos gestos y roces enhebrados al aire que es azul. Un abrazo torpe que fue un quejido del tiempo. Las distancias tardan en verse, se necesita que el tiempo siga su camino, se despeje, levantándose la neblina, entonces sí, porque entonces, si vuelves la vista atrás, ya puedes ver esas estelas descoloridas, desprovistas de vida, ramas secas y tierra a la que no le llega la lluvia, ni siquiera las voces que habitan el mundo. ¿Es una canción? Sí. Para ti. Pero no es el caso, creo que estoy aquí para contar la leyenda de mi historia. Viene de lejos. De volcanes que me subieron a la superficie y me dejaron aquí, a ras de la mar. No importa que no me leas, viene de un pacto entre Bajamar y yo: Bajamar me sostiene y yo la nombro muy bajito para que no me oiga el hombre del saco. Aún si me leyeras, yo nunca lo sabría, es lo que le pasa a las distancias cuando queremos medirlas y son de un solo sentido. «El tiempo se me pasa rápido y yo aún aquí», le dice Marina a la ausencia del tiempo. Lo que no sabe es que el puente del viejo carpintero le devolverá con creces ese tiempo perdido. La canción tienes sonidos de agua cayendo por las cuerdas de la guitarra, despejando el aire, la luz entra por todas partes, no ha hecho falta más que las sonrisas se hayan echado a volar. Porque los pájaros.


                                               Quintín Alonso Méndez

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