De "Bajamar", novela
La presencia de
la muerte es un descubrimiento brutal, que ensombrece y ciega el descubrimiento
de la vida, sesgándola, partiéndola, cambiándole el rumbo a cada grito mortal,
matándola. Cada muerte cercana, es decir, propia, es un bandazo brusco que te
saca del camino por el que deambulabas y te deja tirado en medio de un desierto
al que no le ves el fin, un desierto extraño, donde predomina un frío
inexplicable que sientes que ya no te podrás quitar de encima. Y esa es la
palabra: tirado. En medio de la nada. En el mismo centro. Se tardan siglos en
llegar a una vereda que indique una nueva ruta, y muchas veces esa vereda ya no
se encuentra, barrida por los temporales, así nos quedamos estancados, presos
de una comodidad o un miedo que se llama «nuestra propia muerte», a la que no
queremos mirar pero que vemos o presentimos cada vez más cerca. Porque miramos
alrededor y nos encontramos más solos a cada muerte que viene a darnos un
zarpazo. Como se dice por aquí: «me estoy acercando peligrosamente a la primera
línea», desprotegido, desvaído e indefenso como el acantilado ante los embates
de las olas, el viento y el salitre. ¿El tiempo lo puede todo?
Sería injusto que hablara de Bajamar
y omitiera hablar de la muerte.*
*Estoy
sentado ante una mañana espesa de nubes y envuelta en un viento frío, de
cumbres. Te pienso. Ahora podrías estar aquí, haría café, un cigarro, quizás un
regreso a la cama, o abrigados en nosotros, tú te pones a leer, sentada en el
suelo, las piernas encogidas haciendo de pupitre, de escala, el libro sobre las
rodillas, alzas la vista de vez en cuando y me miras, y yo me siento, aquí,
donde estoy ahora, dibujándote, me siento a escribir ante la mesa de cristal, y
alzo la vista y te miro de vez en cuando, hay sonrisas, calideces porque los
pájaros. Enciendo un cigarro y escribo la palabra «ternura» y al lado la
palabra «gracias»*
perdona,
sé que no te gusta el «gracias», entonces borro la palabra y escribo «te
quiero»*
*y
luego «hola», palabras a las que le reconozco la ausencia del olor a madera,
pero de las que recuerdo sus sabores, ¿y qué palabras te vienen a ti, por qué
paisajes navega tu mente, cómo es la plaza, qué tamaño tiene, caben todos los
sueños, cómo rebullen los pájaros? De tiempo en tiempo, una palabra, tuya, mía, suena
cálida, viva, en la habitación, la gata tumbada en el sofá, quieta,
ronroneadora, la ventana abierta a la mar, aire, brisa que toma la textura de
la madera, hay pájaros en nuestro bosque de palabras y estancias, «tienes las
manos frías», me dirías. Estamos, una pausa, nos miramos, fugacidad, otro
cigarro.
Son
las ocho de la mañana. La luz de la bombilla es un sol diminuto al que se le
agradece su calor de mentirijillas, pero sé que la noche, esa eternidad fatua,
no se ha ido.
Si me
leyeras, si me lees ahora, es que es de noche, mientras la noche, la misma
noche, a mí me aplasta un poco más y su goteo es un corazón cansino que de un
momento a otro se detendrá. Cabezadas que da el cansancio, que cuando vuelve a
abrir los ojos es para que el insomnio se apodere de lo interminable, y se
ponga a oír, como rasgueos lejanos de alas de cigarras, el paso de las hojas
entre tus manos, una pierna tuya que se estira, lánguida, mimosa, la otra
recogida, tierna, mimosa, haciendo de sostén de páginas de un libro que no sabe
decir nada. Pálidas, ligeras páginas, que ansían mimos.
«Hace
frío». «Pienso en ti». Pronto volverás a la lectura porque en la plaza porque
los pájaros porque esa espera porque esa mano que se tiende se extiende y busca
tu mano porque las flores blancas de tus dedos se abren son labios. Leerás de
otros planetas, de otras estrellas, se espaciarán tus miradas furtivas a la
caja de madera, donde, como un abanico recogido, duerme un puente con sus dos
barandas de aire plegadas, y duerme algún «hola», alguna «mañana de verano
otoñal», alguna «noche estrellada, de luna, de gran serenada», duerme alguna
sonrisa que al marchitarse se quedó en tristeza amarga, quizás indiferente,
¿puede llegar a ser triste la indiferencia? Duermen las osamentas de los
recuerdos, duermen para el olvido. Una niña se cogerá de tu mano. Dormirá el
dolor, ese dolor que siempre aparece de vuelta, y cuando lo hace, de improviso,
muerde, da picotazos de serpiente que arrancan la piel.
Cuando
te sentaste a mi lado era por la tarde, se hizo más fugaz el día, cayó la noche
y se hizo la distancia. El puente empezó a abrirse como un abanico, a desplegar
sus barandas de aire, que eran alas porque los pájaros.*
*El viejo carpintero, he tardado en
comprenderlo, hizo el suelo del puente con sus versos de madera. Los unció con
hebras de las plataneras y tiras de musgo. Los cosía por las noches y por el
día los ponía a secar al sol. Alguien llegó a pensar que se trataría de una
estera para el suelo de la cueva, para cubrirle el rostro a la humedad, y donde
los candiles de granos de arena palpitaban de sed y calor. Yo también lo pensé.
Cuando le pregunté, me dijo: «voló» y me dijo que dejara de preguntarle, «se
acabaron los tiempos de las preguntas». He tardado en comprenderlo y ha sido
gracias al mensaje de la botella.
Ya lo
sabes. Sí, la botella arribó a la costa, una mañana fría de finales de un mes
extraño. Parecía que me estaba esperando, particularmente a mí, incrustada
entre dos pequeñas rocas. La abrí, bien taponada la botella, le quité el tapón
de corcho y el papel, entubado, se deslizó ligero y se posó en mis manos. Lo desenrollé,
lo abrí, era tu letra, tenía que ser tu letra: “cuando leas este mensaje, yo ya
estaré del otro lado, del lado de los recuerdos, sí, detrás del horizonte, como
dices tú. Los versos están conmigo, pasean conmigo, duermen conmigo. Para que
lo sepas porque los pájaros”.
Las
campanas tocan a duelo y una bandurria llora. Suenan guitarras y timples y bandurrias
en este día bajamarero. Una folía, o es una malagueña, despliega sus alas cantadoras
de «buen viaje, compañero, pero te quedas para siempre».
Es
hora de que lo diga: yo estuve en ese puente. No sé cómo llegué a él, pero lo
puedo asegurar, categórico. Estuve en ese puente. No recuerdo haberlo caminado,
ni qué hacía allí, agarrado a una de sus barandas de aire, no veía los dos
extremos del puente que se arqueaba como una espalda desnuda de mujer, miraba
hacia abajo, contando los pasos verticales, descendentes, que puede tener un
abismo. No recuerdo haberlo caminado, ni hacia un ala o la otra, no recuerdo
haber tenido un recuerdo mientras permanecí en el puente, pero estuve allí, sobre
el puente, pisando o escachando versos. No eran uvas, eran versos de madera que
es verdad que se desangraban, era rojo el líquido que se extendía por la
pasarela y las balaustradas. ¿Te nombré, tembló quejoso el puente, eran negros
los pájaros negros que remontaron el vuelo? Sí, se tambaleó el puente, cerré
los ojos y al abrirlos me encontraba sentado a la proa de roca negra del barco
de piedra negra, materia negra, rocosa, que se suspendía insólita sobre las
aguas. Olía a sexo de hembra, hacías el amor dentro de la noche. Lo sé. Sentí
resquebrajarse el suelo que gravitaba en el aire, mecido por dos barandas de de
aire, de agua. Otro silencio del que me apropié, otro paso atrás, definitivos
mis pasos retrocediendo. De siempre. Si no eran tus gemidos rompiéndose, era el
puente cediendo al vacío. Salté. Me vine. Me quedé. Anclado en la proa de roca
negra del embarcadero.
Quintín Alonso Méndez
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