viernes, 11 de octubre de 2013






                                               De "Bajamar", novela


La presencia de la muerte es un descubrimiento brutal, que ensombrece y ciega el descubrimiento de la vida, sesgándola, partiéndola, cambiándole el rumbo a cada grito mortal, matándola. Cada muerte cercana, es decir, propia, es un bandazo brusco que te saca del camino por el que deambulabas y te deja tirado en medio de un desierto al que no le ves el fin, un desierto extraño, donde predomina un frío inexplicable que sientes que ya no te podrás quitar de encima. Y esa es la palabra: tirado. En medio de la nada. En el mismo centro. Se tardan siglos en llegar a una vereda que indique una nueva ruta, y muchas veces esa vereda ya no se encuentra, barrida por los temporales, así nos quedamos estancados, presos de una comodidad o un miedo que se llama «nuestra propia muerte», a la que no queremos mirar pero que vemos o presentimos cada vez más cerca. Porque miramos alrededor y nos encontramos más solos a cada muerte que viene a darnos un zarpazo. Como se dice por aquí: «me estoy acercando peligrosamente a la primera línea», desprotegido, desvaído e indefenso como el acantilado ante los embates de las olas, el viento y el salitre. ¿El tiempo lo puede todo?
            Sería injusto que hablara de Bajamar y omitiera hablar de la muerte.*
*Estoy sentado ante una mañana espesa de nubes y envuelta en un viento frío, de cumbres. Te pienso. Ahora podrías estar aquí, haría café, un cigarro, quizás un regreso a la cama, o abrigados en nosotros, tú te pones a leer, sentada en el suelo, las piernas encogidas haciendo de pupitre, de escala, el libro sobre las rodillas, alzas la vista de vez en cuando y me miras, y yo me siento, aquí, donde estoy ahora, dibujándote, me siento a escribir ante la mesa de cristal, y alzo la vista y te miro de vez en cuando, hay sonrisas, calideces porque los pájaros. Enciendo un cigarro y escribo la palabra «ternura» y al lado la palabra «gracias»*
perdona, sé que no te gusta el «gracias», entonces borro la palabra y escribo «te quiero»*
*y luego «hola», palabras a las que le reconozco la ausencia del olor a madera, pero de las que recuerdo sus sabores, ¿y qué palabras te vienen a ti, por qué paisajes navega tu mente, cómo es la plaza, qué tamaño tiene, caben todos los sueños, cómo rebullen los pájaros? De tiempo en tiempo, una palabra, tuya, mía, suena cálida, viva, en la habitación, la gata tumbada en el sofá, quieta, ronroneadora, la ventana abierta a la mar, aire, brisa que toma la textura de la madera, hay pájaros en nuestro bosque de palabras y estancias, «tienes las manos frías», me dirías. Estamos, una pausa, nos miramos, fugacidad, otro cigarro.       
Son las ocho de la mañana. La luz de la bombilla es un sol diminuto al que se le agradece su calor de mentirijillas, pero sé que la noche, esa eternidad fatua, no se ha ido.
Si me leyeras, si me lees ahora, es que es de noche, mientras la noche, la misma noche, a mí me aplasta un poco más y su goteo es un corazón cansino que de un momento a otro se detendrá. Cabezadas que da el cansancio, que cuando vuelve a abrir los ojos es para que el insomnio se apodere de lo interminable, y se ponga a oír, como rasgueos lejanos de alas de cigarras, el paso de las hojas entre tus manos, una pierna tuya que se estira, lánguida, mimosa, la otra recogida, tierna, mimosa, haciendo de sostén de páginas de un libro que no sabe decir nada. Pálidas, ligeras páginas, que ansían mimos.
«Hace frío». «Pienso en ti». Pronto volverás a la lectura porque en la plaza porque los pájaros porque esa espera porque esa mano que se tiende se extiende y busca tu mano porque las flores blancas de tus dedos se abren son labios. Leerás de otros planetas, de otras estrellas, se espaciarán tus miradas furtivas a la caja de madera, donde, como un abanico recogido, duerme un puente con sus dos barandas de aire plegadas, y duerme algún «hola», alguna «mañana de verano otoñal», alguna «noche estrellada, de luna, de gran serenada», duerme alguna sonrisa que al marchitarse se quedó en tristeza amarga, quizás indiferente, ¿puede llegar a ser triste la indiferencia? Duermen las osamentas de los recuerdos, duermen para el olvido. Una niña se cogerá de tu mano. Dormirá el dolor, ese dolor que siempre aparece de vuelta, y cuando lo hace, de improviso, muerde, da picotazos de serpiente que arrancan la piel.
Cuando te sentaste a mi lado era por la tarde, se hizo más fugaz el día, cayó la noche y se hizo la distancia. El puente empezó a abrirse como un abanico, a desplegar sus barandas de aire, que eran alas porque los pájaros.*
  *El viejo carpintero, he tardado en comprenderlo, hizo el suelo del puente con sus versos de madera. Los unció con hebras de las plataneras y tiras de musgo. Los cosía por las noches y por el día los ponía a secar al sol. Alguien llegó a pensar que se trataría de una estera para el suelo de la cueva, para cubrirle el rostro a la humedad, y donde los candiles de granos de arena palpitaban de sed y calor. Yo también lo pensé. Cuando le pregunté, me dijo: «voló» y me dijo que dejara de preguntarle, «se acabaron los tiempos de las preguntas». He tardado en comprenderlo y ha sido gracias al mensaje de la botella.
Ya lo sabes. Sí, la botella arribó a la costa, una mañana fría de finales de un mes extraño. Parecía que me estaba esperando, particularmente a mí, incrustada entre dos pequeñas rocas. La abrí, bien taponada la botella, le quité el tapón de corcho y el papel, entubado, se deslizó ligero y se posó en mis manos. Lo desenrollé, lo abrí, era tu letra, tenía que ser tu letra: “cuando leas este mensaje, yo ya estaré del otro lado, del lado de los recuerdos, sí, detrás del horizonte, como dices tú. Los versos están conmigo, pasean conmigo, duermen conmigo. Para que lo sepas porque los pájaros”.
Las campanas tocan a duelo y una bandurria llora. Suenan guitarras y timples y bandurrias en este día bajamarero. Una folía, o es una malagueña, despliega sus alas cantadoras de «buen viaje, compañero, pero te quedas para siempre».
Es hora de que lo diga: yo estuve en ese puente. No sé cómo llegué a él, pero lo puedo asegurar, categórico. Estuve en ese puente. No recuerdo haberlo caminado, ni qué hacía allí, agarrado a una de sus barandas de aire, no veía los dos extremos del puente que se arqueaba como una espalda desnuda de mujer, miraba hacia abajo, contando los pasos verticales, descendentes, que puede tener un abismo. No recuerdo haberlo caminado, ni hacia un ala o la otra, no recuerdo haber tenido un recuerdo mientras permanecí en el puente, pero estuve allí, sobre el puente, pisando o escachando versos. No eran uvas, eran versos de madera que es verdad que se desangraban, era rojo el líquido que se extendía por la pasarela y las balaustradas. ¿Te nombré, tembló quejoso el puente, eran negros los pájaros negros que remontaron el vuelo? Sí, se tambaleó el puente, cerré los ojos y al abrirlos me encontraba sentado a la proa de roca negra del barco de piedra negra, materia negra, rocosa, que se suspendía insólita sobre las aguas. Olía a sexo de hembra, hacías el amor dentro de la noche. Lo sé. Sentí resquebrajarse el suelo que gravitaba en el aire, mecido por dos barandas de de aire, de agua. Otro silencio del que me apropié, otro paso atrás, definitivos mis pasos retrocediendo. De siempre. Si no eran tus gemidos rompiéndose, era el puente cediendo al vacío. Salté. Me vine. Me quedé. Anclado en la proa de roca negra del embarcadero.


                                                 Quintín Alonso Méndez

No hay comentarios:

Publicar un comentario