sábado, 19 de octubre de 2013





             De  "El eco de las mareas calladas", novela

No puede ser mentira la verdad en la que se apoya la mentira. Vengo de un rumbo vago, sin sentido, estoy en la historia, ahora estoy en la historia y tengo miedo. La mar está triste. Con su vestido gris, raído, lleno de grietas por donde le entra el frío. «Tengo frío, tengo sueño», me dijo, «anoche te eché mucho de menos», escribí que ella decía, y al leerlo se hace certeza, «la caída, la constante caída, por las mañanas, al despertarme», tiene cuerpo la distancia.  
Pasaron lunas que no tienen cabida ni siquiera en el relato de los aburrimientos. Pero fueron lunas espesas, que aplastaban y hundían. No aburrían, abrumaban, mataban. Con la pulcritud de un cirujano, iban matando, marea a marea. No había ciudades y no había pueblos, únicamente una costa que, solitaria, no dejaba de crujir. Estoy aquí, en medio de un temporal, los días calmos, el temporal metido dentro de la calma. O es la calma dolorosa o es el temporal que choca contra las débiles paredes que sostienen esta poca cosa de cuerpo. Leo versos que muerden. Ahora leo que el mundo se reproduce gracias a las mentiras y que los verdaderos amores se abortan. Leo desde la proa, asomado a la ventana, leo de qué color es la tristeza. Leo palabras que salen por los ojos, por los labios, que desgarran. Leo la ternura de aquella sonrisa, de cómo colgaban dedos blancos como racimos. Leo la dulce suavidad de un gesto. El barco no se mueve, se mueve la marea. Leo que ahora me piensas, que sólo hay tristeza, «¿por qué me dueles tanto?», murmura, rota, la voz que amo, murmura la callada luz que besa el aire. Leo que lloras, que llorabas, dejo que mis lágrimas caigan. Leo cómo tus manos golpean el tiempo, cómo golpean ese pequeño hueco por donde han cabido todas las vidas que no fueron. Cómo es posible que quepan tantos dolores donde se palpa lo que es y se palpa la nada.      
Pasaron lunas, creo que van pasando, que no dejan de pasar. Me llegó una pequeña postal desde alguna tierra lejana. La estampa era la forma de un arco de piedra, y una frase en la parte posterior, «estoy cerca». Cerca podía ser en el pensamiento, o más cerca, dentro del pensamiento, llenándolo. Y era cierto. No se puede estar más adentro. «No me quieres», y el mundo se cae. Caen todas las sábanas. En este momento tengo la mano en el aire, va a caerse desplomada o va a extenderse, abrir futuros. No sé qué va a ocurrir, no puedo saber lo que no he escrito. Leo. No soy capaz de adivinar en qué presente estoy. Abro la ventana y no sé el día, se me doblan los hombros al levantarme a por agua, a vaciar el cenicero, y no sé el día. Abro la gaveta para que respire el dolor callado, y de la gaveta salen mariposas blancas, promesas que van en otras direcciones, un suspiro que ahoga. Y no sé el día. Abro la página por donde íbamos tú y yo caminando, «no me abraces, pueden verme y no quiero», sonaron las campanas de las cinco de la tarde. El sol se abrió más, se abrió el camino de vuelta, se hundió. Busco una sombra. No hay. Todo silencio arde en el fuego.  Y fue un silencio o fue el fuego quien quemó cosas en casa. Papeles, papeles. Frases que siempre, mañana, habrían sonado torpes, y ardieron, «tú no me quieres» es el andamiaje de la caída, del derrumbe.  No se perdió gran cosa, pero me entristece su ausencia, eran papeles que yo sabía que guardaban sueños muertos, algunos malheridos, sueños, compañías escondidas, como la del leño ardiendo en la chimenea, pero sabía que estaban ahí, quizás esperándome. Ardieron. Dejaron la casa más vacía, con olor a carne quemada. Ahora me recuerdas que nadie me envió una postal. Ya lo sé. Pero hubiera sido bonito, habría sido la firma de que la vida anda por ahí. Y ahora yo podría leerla. Leo nada. Leo lo que no está escrito.
De pronto salí de casa, miré a lo alto y allí estaba, la luna de día. Salí porque una fuerza con aires de torbellino, me sacó fuera. Me faltaba el aire. Fuera era un día que le prometí, aún sin prometerle nada. Un día azul, con tonos ya naranjas de atardecer. No puede ser que me hayan puesto aquí y no acuda a la cita con la vida. No quiero leer esta parte, la que confirma una abundancia extrema de páginas que sólo son paja. No quiero leer lo que no he sido. Pero lo escribo. Me he acostumbrado, desde la más temprana de las edades, a describir los paisajes que no he visitado. Los que habito no son visibles desde la parte que da a la parte de atrás del patio, donde el muro.


                                                              Quintín Alonso Méndez

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