domingo, 20 de octubre de 2013





                                                                 Foto: Jorge García


Me salgo fuera de la historia y el vacío asusta. Pinto el panorama: la mar, solitaria, se viste de un azul limpio con la salida del sol, un aire frío en la costa, la calle también solitaria, pueblo que se me muere, lánguido rumor de marea, verdes las montañas, aquí mismo, pero lejanas como los sueños, ni un alma. Ni siquiera la mía está. El panorama nocturno es más lúcido, se asemeja a los charcos bajo la luna. Muerde la luz oscura como ausencias que van hundiéndose, las interminables pérdidas de lo que no se tuvo. El paisaje se confunde con las sombras, una extensa mar extendida de soledades. No hay más que la noche y el día, un círculo perfecto, detenido. Dentro del círculo, el tiempo también está detenido. No hay silencios debajo de la noche. No hay voces dentro del círculo. Un bar es otra catedral de silencios, donde las voces son ruidos masticándose. Ahí se rumia, aún con más fuerza, la soledad, pero su peso se comparte con el alcohol. Y es en un bar donde se aprecia la voluntad terca del tiempo de no moverse de sitio, aunque el espejo te advierte del deterioro. Le agradeces al espejo su visión de lo que hay y de lo que no habrá. Las pocas plazas son apenas intentos de desiertos que al cruzarlos sientes la sed en el aire, por eso el pequeño banco, la brisa solitaria que araña en el rostro. Las casas se mueren. Apenas quedamos cuatro gatos y ya renqueamos. Está el tiempo, mirar al tiempo, adivinarlo. Quizás sólo el tiempo tenga rostro aquí y quizás sea lo único importante aquí. Este tiempo detenido que no se está quieto. Empuja. Sé que me llevará con él. Pronto. ¿Los versos? Creo que ya nacieron muertos, y los que no, los he matado yo. Pienso que esta historia también la he matado yo. Desde dentro del círculo. Pero tomará alas, lo sé, volará lejos, a donde la casa, el árbol, el banco, aquel bar, la plaza, y la música, siempre la música mientras ella escribe, hace pinceladas en la escritura, construye, reconstruye, no deja de reconstruir, quitando y poniendo, niña, mujer. Es feliz, la veo feliz, jugando con sus mechones, enredando los dedos en la madeja de las olas desvaneciéndose…, el bolígrafo entre los labios. De vez en cuando levanta la mirada. Sí, lo quiere. Agita la cabeza, ¿quiere llorar? «Soy feliz», se dice, y se levanta y sale afuera, adonde la luz. Mira lejos, busca el mar. No hay mar.
Se fue. No recuerdo cómo nos despedimos. Fue así: tres calles estrechas con suelo de adoquines, que desembocaban en una especie de plazoleta, también de adoquines, y haciendo de puente de las dos estrechas calles que se nos abrieron enfrente, una casa de dos plantas también de piedra, con balcones enrejados, «vivo ahí», me dijo, alzando su mano derecha en dirección al segundo piso, al tiempo que un furtivo y fugaz beso en la mejilla, y ya no la vi, se escurrió por la oscura puerta también enrejada. Desapareció, yo diría que fue magia, maligna magia que me dejó al desamparo en la noche fría, ¿dónde estaba yo, en realidad había pasado el día con ella? ¿Ella, y quién era ella, la mujer que pilotaba una avioneta que no existía? Me apoyé en la puerta. Cerrada. Permanecí allí no sé cuántos cigarros, ¿cinco, diez?, congelándome. Después mis pasos echaron a andar cansinos, vencidos, camino de ningún sitio, lo sé porque lo estoy leyendo, página cincuenta y nueve. ¿Y fue ella o fuiste tú la que me habló de las pesadillas, del sueño aquél? «Me ha pasado dos veces, dos sueños distintos, en los que se me aparecía un rostro, el mismo rostro, que no conocía, pero que me resultaba familiar, y sin venir a cuento dentro del sueño, aquél rostro decía «no lo dejes solo, él tiene que despertar», la misma frase en los dos sueños, y entonces el rostro desaparecía, salía del sueño». ¿Fuiste tú o fue ella, aquél día, aquella tarde caminando por las calles estrechas, adoquinadas?, «y ahora llegas tú, y sin venir a cuento, me enseñas una fotografía, con tu amigo, ¡y ese amigo tuyo es él, es el rostro, y me dices su nombre y ya sabía su nombre, no sé cómo, pero lo sabía!». ¿Qué le ocurrió a aquél día? ¿qué hacía yo en aquella historia, cómo es posible trocar lo real por lo imaginario? «Eres de papel», me había dicho ella. Sí, y ella está ahora real en algún lugar real de este desbaratado planeta, cosa que no puedo decir de mí. Ahora la pienso, caminando por el camino de tierra, que se pierde entre huertas de nísperos y limoneros, leyendo en una alargada tira verde de tela, atada a un muro de piedra, con grandes letras blancas, «da el primer paso». La pienso no por nada. La pienso, y vuelve a ser triste mi sonrisa, mi sonrisa escasa que dejé en dos mujeres. No se puede amar cuando se está muerto a partir de un aciago mes de mayo. Me he condenado a no vivir, eso he pensado muchas veces. De pronto, de tiempo en tiempo, se forman olas dentro de mí, revientan contra mi cuerpo, me desparraman, me devuelven a la locura, y pierdo, claro que pierdo, no espero otra noticia, porque parece ser que me gusta perder. Pero esta historia ni siquiera a mí me interesa.


                                                                   Foto: May Naomi


                                                             Quintín Alonso Méndez

No hay comentarios:

Publicar un comentario