martes, 31 de diciembre de 2013

                                                                 Foto: Jorge García

El último cuento

Escribir hoy se me hace singularmente extraño. Cruel. Para mi persona y para quienes me conozcan. Pero necesario. Estoy metido en el silencio más hondo, de tan profundo que puedo afirmar que éste es el sonido de la nada. Sí, la voz de este oscuro y hondo silencio es el sonido de la oscura y absoluta nada. A este punto se llega viniendo del vacío y entonces, a la vuelta de la esquina, toparte con el resplandor de la luz más ciega, la única luz que puede cegar. Quien la haya visto alguna vez sabe de qué luz hablo. A este punto que es de llegada pero que es de partida, se llega después de atravesar la plaza vestida de laureles y de falsas losetas de piedra, siete bancos de madera puestos en rincones exactos la protegen, formando un círculo que en las noches de luna llena resplandece mágico, arropando la hoguera de una gran estrella de cinco puntas. Esa hoguera produce el milagro de la brisa y escribe en el aire el nombre del amor con azulencas letras violáceas. Atravesada la plaza, siguiendo el dedo índice encendido de la punta de la estrella que señala el norte, empieza la vereda de grava, que los lentos pasos, vestidos de negro, de los vivos, hacen crujir bajo su peso. Es estrecha la vereda, custodiada, para que nadie se salga de ella, por dos hileras de flacos, oscuros, estilizados, orgullosos y silenciosos árboles, de los que nunca pude recordar su sentido ni su nombre. Al final de la vereda, larga pero corta, apenas si un vuelo sobre el chasquido de la grava, está la puerta abierta, una verja de hierro pintada de negro. Uno, dos peldaños, te elevan un poco sobre el vuelo horizontal para alcanzar la profunda boca oscura y por donde se adentran los vivos vestidos de negro. Apenas después de un fugaz instante de tiempo, el vuelo baja al suelo, ondeándose como si hubiera viento dentro de este vacío oscuro, deshabitado. Un sonido seco sobre una losa de cemento es la noticia del fin del vuelo. Los hombres vivos, vestidos de negro, susurran que es el fin del tiempo, pero yo sé que justo hoy, ahora, en el momento que escribo, es el principio del tiempo nuevo, luminoso, también me lo dice el chirrido de la verja de hierro al cerrarse. Todo se queda en oscuro silencio.

Afuera, en la plaza de laureles y falsas losetas de piedra, donde empieza el nuevo tiempo, los siete hombres vivos, vestidos de negro, están sentados en círculo, cada uno en un banco de madera, sonrientes, mirando encendidos la desnuda estrella que brilla, creando el futuro, el incendio 

                                                                    Foto: Jorge García

                                                     Quintín Alonso Méndez      

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