Foto: Jorge García
De "El eco de las mareas calladas", novela
Nada nuevo. Bueno, sí. Acabo
de ver llorar a una gata. A ella, a la gata que lleva diez años conmigo. Lloro
con ella. Nos teníamos simpatía el gato negro
y yo. La gata lo sabe, pero no me mira. Es silencio y es mirada a ningún lado,
quizás es mirada a su maullido suave, tiernoso, al amanecer que le dice «hola»
a la gata. ¿Sabes cómo muere una gaviota?, ¿no?, pues se acurruca en su nido,
la pareja está ahí, a su lado, la acompaña, un parpadeo que le picotea, no
cierra los ojos, le agradece, y cierra los ojos y se muere. La pareja se queda
a su lado un día, dos, y luego levanta vuelo para no regresar al nido.
Amanece, y es un extraño
silencio en la casa. No es amanecer, ya lo sé. Es el resplandor de la muerte.
Es ceguera. Hoy, ahora mismo, aquí, si estuviera el pescador se sorprendería y
no me diría nada, porque hoy saltan versos por todos lados, ¡ay, si supiera
recogerlos! La gata me lo dice, con esa mirada tan suya, quieta, sabia, humedad
que me regala, «vamos a dejar que el mundo viva», le asiento con la cabeza.
«Vamos a dejar que el mundo viva», le respondo. Las nueve horas del día y el
gallo también le canta, desde lo alto de la peña. Jolgorio de pájaros. Será un
día de guardar silencio, quizás asome algún grito que se apagará en la hondura
de la nada, pero será lento el día, sin espacios.
No es nada fácil
permanecer en la sombra, adonde no llega ninguna palabra y de donde no sale
palabra alguna. Pero es la voluntad del destino y es cederle el paso a ese
camino que se abre, encendido. No se alivia un dolor dándole largas con
mentiras piadosas, al revés, se recrudece el dolor. Hay que ahondar más en la
tierra, cavar más profundo, adonde no pueda llegar ni una sola partícula de luz
de ese camino, llegar al mismo centro del fin del mundo. Un veintiuno de marzo.
Excavar profundo junto al árbol, bajo el tupido enrejado de su copa, no dejar
de excavar. Mezclar el lloro con el canto saltarín de los pájaros, azules,
amarillos los pájaros. Van a ser enterradas todas las ternuras. Caen los
últimos libros, los que ya no serán escritos. Reverdecidas las hojas en las
ramas. Si alzo la vista, le veo la magnitud al camino, su limpieza de trazo, sus
cunetas atestadas de flores de todos los colores y mariposas blancas. Amapolas
blancas y rojas. Le veo las risas que estallan y son estrellas que parpadean y
brillan en el aire azul del día. Ligera la brisa, ensoñada. Aquí la secura
ahoga. Bajo la vista. Veo cómo caen los últimos libros.
Hace tiempo, de cuando existían los compañeros, uno de ellos me dijo que el camino había que caminarlo solo. Me
daba ánimos. Ni siquiera lo he caminado. Pero lo he visto nacer, quizás
renacer, romperse en frutas abiertas. ¿Qué quiere la voz ahora? ¿Me ha oído, ha
oído el sonido sordo de mis manos excavando en la tierra? ¿Ha vuelto a “verme”
anoche? ¿Yo detengo su salto al camino, que se aferre a la mano tendida y eche
a andar? Es injusto. He de soltar las amarras de la distancia y que ésta caiga,
pesadamente, al abismo. Les digo a los pájaros que alboroten, que ella no oiga
ni vea cómo me voy a mi camino ciego, sordo, al año de la muerte.
Foto: Jorge García
Quintín Alonso Méndez
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