miércoles, 25 de diciembre de 2013


                                                                  Foto: Jorge García

       De "El eco de las mareas calladas", novela      

Nada nuevo. Bueno, sí. Acabo de ver llorar a una gata. A ella, a la gata que lleva diez años conmigo. Lloro con ella.  Nos teníamos simpatía el gato negro y yo. La gata lo sabe, pero no me mira. Es silencio y es mirada a ningún lado, quizás es mirada a su maullido suave, tiernoso, al amanecer que le dice «hola» a la gata. ¿Sabes cómo muere una gaviota?, ¿no?, pues se acurruca en su nido, la pareja está ahí, a su lado, la acompaña, un parpadeo que le picotea, no cierra los ojos, le agradece, y cierra los ojos y se muere. La pareja se queda a su lado un día, dos, y luego levanta vuelo para no regresar al nido.
Amanece, y es un extraño silencio en la casa. No es amanecer, ya lo sé. Es el resplandor de la muerte. Es ceguera. Hoy, ahora mismo, aquí, si estuviera el pescador se sorprendería y no me diría nada, porque hoy saltan versos por todos lados, ¡ay, si supiera recogerlos! La gata me lo dice, con esa mirada tan suya, quieta, sabia, humedad que me regala, «vamos a dejar que el mundo viva», le asiento con la cabeza. «Vamos a dejar que el mundo viva», le respondo. Las nueve horas del día y el gallo también le canta, desde lo alto de la peña. Jolgorio de pájaros. Será un día de guardar silencio, quizás asome algún grito que se apagará en la hondura de la nada, pero será lento el día, sin espacios.  
No es nada fácil permanecer en la sombra, adonde no llega ninguna palabra y de donde no sale palabra alguna. Pero es la voluntad del destino y es cederle el paso a ese camino que se abre, encendido. No se alivia un dolor dándole largas con mentiras piadosas, al revés, se recrudece el dolor. Hay que ahondar más en la tierra, cavar más profundo, adonde no pueda llegar ni una sola partícula de luz de ese camino, llegar al mismo centro del fin del mundo. Un veintiuno de marzo. Excavar profundo junto al árbol, bajo el tupido enrejado de su copa, no dejar de excavar. Mezclar el lloro con el canto saltarín de los pájaros, azules, amarillos los pájaros. Van a ser enterradas todas las ternuras. Caen los últimos libros, los que ya no serán escritos. Reverdecidas las hojas en las ramas. Si alzo la vista, le veo la magnitud al camino, su limpieza de trazo, sus cunetas atestadas de flores de todos los colores y mariposas blancas. Amapolas blancas y rojas. Le veo las risas que estallan y son estrellas que parpadean y brillan en el aire azul del día. Ligera la brisa, ensoñada. Aquí la secura ahoga. Bajo la vista. Veo cómo caen los últimos libros.
Hace tiempo, de cuando existían los compañeros, uno de ellos me dijo que el camino había que caminarlo solo. Me daba ánimos. Ni siquiera lo he caminado. Pero lo he visto nacer, quizás renacer, romperse en frutas abiertas. ¿Qué quiere la voz ahora? ¿Me ha oído, ha oído el sonido sordo de mis manos excavando en la tierra? ¿Ha vuelto a “verme” anoche? ¿Yo detengo su salto al camino, que se aferre a la mano tendida y eche a andar? Es injusto. He de soltar las amarras de la distancia y que ésta caiga, pesadamente, al abismo. Les digo a los pájaros que alboroten, que ella no oiga ni vea cómo me voy a mi camino ciego, sordo, al año de la muerte.

                                                            Foto: Jorge García

                                             Quintín Alonso Méndez 

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