domingo, 1 de diciembre de 2013



       Del libro de cuentos "Las casas de los cuentos"

de "La casa habitada"

Huidos con el fragor de la noche oscura. Espacios que hablaban solos, con las sombras siempre de agradecer, agradables, prestas al cobijo de la tierra húmeda. Espacios que la sangre llamaba territorios, impulsos que la mar no podía sostener, regiones de pájaros. Voló el futuro con los últimos aletazos del viento, alargadas las manos contra la casualidad, la espalda firme, apoyada en el silencio.

            Cabalgando sin montura sobre el miedo. Cuatro voces que no oí.

            Volviendo a la realidad, a donde no había temporal alguno que impidiese la marcha monótona de los días.

            El tiempo es una lámina blanca, espesa, caída sobre los hombros.

            Sin visión, sin manos que agarrar. Lloraría si tuviera unos labios jugosos mirándome, unas hebras de seda en la frente, recamadas de fuego También tocaría el cielo. El abuelo, tumbado en la hamaca, al cobijo de la palmera, me dice que no ha renunciado al amor, pero sí a enamorarse.

            El frío es un sentido que se suma a los otros sentidos.

            Yo no he renunciado a amar, sino a enamorarme, le oí decir al viejo en el filo del acantilado, mirando hacia la mar, solo, los ojos turbios, ¡tantos siglos de sed!, empañados por el salitre de los recuerdos, la botella de vino en las manos, la voz estropajosa. Pasé de largo sin detenerme, sin querer recibir el olor de su aliento, que tumbaba para atrás, la mugre que lo inundaba, ahogándolo en su propio sudor grasiento, anulando todo lo dulce que pudiera haber dentro de aquel cuerpo. Hablaba con el abismo, con el vacío que se abría ante sus ojos. Lo evité, dando un rodeo. No quise verme reflejado en aquella figura destartalada. Cuando me sienta algo más viejo, ya vendré a ocupar su sitio, a hacerle el relevo. Ahora no, aún no, aún tengo que proseguir andando el camino que no lleva a ninguna parte, la ruta ansiosa que me traerá ella sola al filo del abismo. Al puesto de vigía. La recompensa será el horizonte solitario, inalcanzable.

            Una niña desnuda lo mira con curiosidad amorosa desde la pequeñez, allá abajo, de la playa. Es el hombre del saco, le advierte una voz maternal, dulce, con un halo de rencor que le renace en cada atardecer, sacudiéndole los labios, y mirando y haciendo mirar a la niña hacia las olas, no queriendo alzar el grito, un mínimo gesto, al filo del acantilado, en donde dos alas rotas añoran el trasiego del vino joven, ligero, acariciante. Uva que enamoraba.

            Dos lágrimas secas que no llegarán al suelo, abatidas contra las rocas por la brisa, contra los cobijos de las pardelas, es el último sabor que se le cae al viejo desde el adentro más íntimo.

            Al camino por el que me pierdo, oscuridad silenciosa, no llega el rumor salvaje de los ojos de la mujer.

            Ni el verde humeante de sus pupilas que le baja del oro negro de su cabellera llena de nidos.



                                                            Quintín Alonso Méndez

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