Del libro de cuentos "Las casas de los cuentos"
de "La casa habitada"
Huidos con el fragor de la noche oscura. Espacios que
hablaban solos, con las sombras siempre de agradecer, agradables, prestas al
cobijo de la tierra húmeda. Espacios que la sangre llamaba territorios,
impulsos que la mar no podía sostener, regiones de pájaros. Voló el futuro con
los últimos aletazos del viento, alargadas las manos contra la casualidad, la
espalda firme, apoyada en el silencio.
Cabalgando
sin montura sobre el miedo. Cuatro voces que no oí.
Volviendo a
la realidad, a donde no había temporal alguno que impidiese la marcha monótona
de los días.
El tiempo es
una lámina blanca, espesa, caída sobre los hombros.
Sin visión,
sin manos que agarrar. Lloraría si tuviera unos labios jugosos mirándome, unas
hebras de seda en la frente, recamadas de fuego También tocaría el cielo. El
abuelo, tumbado en la hamaca, al cobijo de la palmera, me dice que no ha
renunciado al amor, pero sí a enamorarse.
El frío es
un sentido que se suma a los otros sentidos.
Yo no he
renunciado a amar, sino a enamorarme, le oí decir al viejo en el filo del
acantilado, mirando hacia la mar, solo, los ojos turbios, ¡tantos siglos de
sed!, empañados por el salitre de los recuerdos, la botella de vino en las
manos, la voz estropajosa. Pasé de largo sin detenerme, sin querer recibir el
olor de su aliento, que tumbaba para atrás, la mugre que lo inundaba,
ahogándolo en su propio sudor grasiento, anulando todo lo dulce que pudiera
haber dentro de aquel cuerpo. Hablaba con el abismo, con el vacío que se abría
ante sus ojos. Lo evité, dando un rodeo. No quise verme reflejado en aquella
figura destartalada. Cuando me sienta algo más viejo, ya vendré a ocupar su
sitio, a hacerle el relevo. Ahora no, aún no, aún tengo que proseguir andando
el camino que no lleva a ninguna parte, la ruta ansiosa que me traerá ella sola
al filo del abismo. Al puesto de vigía. La recompensa será el horizonte
solitario, inalcanzable.
Una niña
desnuda lo mira con curiosidad amorosa desde la pequeñez, allá abajo, de la
playa. Es el hombre del saco, le advierte una voz maternal, dulce, con un halo
de rencor que le renace en cada atardecer, sacudiéndole los labios, y mirando y
haciendo mirar a la niña hacia las olas, no queriendo alzar el grito, un mínimo
gesto, al filo del acantilado, en donde dos alas rotas añoran el trasiego del
vino joven, ligero, acariciante. Uva que enamoraba.
Dos lágrimas
secas que no llegarán al suelo, abatidas contra las rocas por la brisa, contra
los cobijos de las pardelas, es el último sabor que se le cae al viejo desde el
adentro más íntimo.
Al camino
por el que me pierdo, oscuridad silenciosa, no llega el rumor salvaje de los
ojos de la mujer.
Ni el verde
humeante de sus pupilas que le baja del oro negro de su cabellera llena de nidos.
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