De la novela "La historia del zapatito"
La rendija es de madera.
La luna es de madera. ¿Hay locuras de madera, rostros vegetales, de madera,
tallados en la madera? Porque veo el rostro de Juan de madera, como él ha de
ver el mío, tallado en grietas, estáticas, tensas, de frío o de miedo, la
locura tallada en las paredes, no sé si son de madera las paredes, en las
puertas ocultas de madera o de piedra, tapiadas por vestiduras de cal o de yeso,
en esta puerta de madera que se ofrece ante nosotros, liberadora, mentirosa,
con su rendija de luna. La puerta que son tablones gruesos, ajustados entre
ellos por otros tablones, más delgados, horizontales, empotrados por grandes
punchas, que han abierto la madera en sajos, por ahí, por uno de esos sajos, se
mete la luna, en un sajo de madera desgarrada, por donde caben nuestros ojos de
locos, nuestros dedos de madera que no arañan la madera, sólo la rozan, le
dicen que se abra, Juan se lo dice, con su vara de hierro, que hinca la madera
y hace crujir las punchas inmóviles desde que están ahí, hace crujir la madera,
rechinar los tablones más delgados, los horizontales, tendidos como horizontes
a la espera de unas manos de locos, rabiosas, de madera, que blasfeman mientras
hincan la barra de hierro en la madera, ¿dónde estamos?, en lo hondo de un
barranco, el barranco que el mapa dice que es el de los santos, quizás porque
era adonde a los santos los bajaban a morirse, a los tontos santos que aún se
creían que podían tener sueños y echarlos a volar porque sí, porque la vida sin
sueños es un cúmulo de jaulas o de pájaros disecados en los árboles de hojalata.
Cabemos por la rendija, que ahora es un boquete en la luna, que mancha de luz
el suelo. ¿Los locos somos oscuros y es por eso que somos sombras negras en el
fondo del barranco? Nos deslizamos arañando la tierra, agarrándonos a las
raíces que nos cortan las manos, no miramos atrás, no sabemos o no queremos ver
cómo los fantasmas salen en bandada por la rendija de luna. Buscamos la primera
calle, la primera huella que nos diga que estamos en el mundo, pero Juan tiene
un destino de ahora mismo, lo sigo porque los locos son los únicos que saben
por dónde es la salida, asciende la calle porque va en busca de la iglesia de
la ascensión, entra con pasos sin ruidos, temeroso de dios, de los pecados del
mundo, lo sigo, y allí los ve, los niños en el coro, el padre, ese monstruo
vestido de cura, guiándolos, modelándolos, y un hueco, una rendija de luna,
entre los niños, la certeza de que el niño no está, que estuvo un tiempo,
quizás no hace mucho, pero la rendija de luna habla de lunas que hace que el
niño no está, su espacio sí, su espacio lo espera, hueco, cantor, canto de niño
que se cree que los sueños existen, que tienen derecho a existir, por eso las
cometas, por eso las risas caminando por las calles peatonales, cogido de la
mano de papá, de mamá, cada mano prendida de la mano de mamá, de papá, «estuvo
aquí», susurra Juan, y yo lo creo, loco, yo también veo la rendija de luna en
medio del coro, quiero decirle vamos, ya volveremos, vamos a buscarlo, a
traerlo, a devolverlo a su sitio, pero Juan ya hurga por las paredes de la
iglesia, tanteando la pureza de la piedra, su frialdad de estatua muerta, su
cara de loco, beatífica, hurgando todos los rincones, con las manos, la mirada,
con su mirada de loco, beatífica, una rendija de oscuridad lo llama, lo sigo,
una boca negra, vertical, estrecha, en un rincón, tras una gruesa columna de
estatua muerta, una cortina oscura, gruesa, de tela muerta, por donde Juan se
desliza, tanteando el suelo con los pies, un escalón, dos, diez escalones,
abajo el cuarto oscuro de los cuentos, con la forma cuadrada de los cuentos
cuadrados, con las esquinas bien marcadas, donde los castigados penan sus pecados
de desobediencia, de soberbia, una marca estrecha, vertical, una mancha fresca,
vestida de pared, donde hubo una puerta, una rendija de luna muerta para bajar
a las catacumbas, una puerta sellada después de que un niño sin zapatito
ascendiera a ella, en volandas, ascendiera desde el túnel que justo ahí debajo
desemboca en el barranco de los santos, de los tontos santos que se atrevieron
a decir que los sueños son cometas voladoras con sonrisa de niño.
Salimos a la calle y
reconozco que me impresiona, me sobrecoge, ver a un loco con cara de loco
llorando, con lágrimas de niño, muy cuerdo cuando me dice «no puedo volver a
casa», trato de convencerlo de que si no regresa, inmediatamente lo asociarán
con el profanador del túnel sagrado, «no me importa, pero no volveré a casa sin
mi hijo», compruebo que no se puede hacer cambiar de opinión a un loco con las
ideas fijas, ¿y qué harás?, ya lo tenía todo preparado, una casa terrera en las
afueras de la ciudad, arrendada con otro nombre, una persona –si digo el
nombre, lo condeno a muerte— que se ha prestado a alquilarla por él, todo en
orden, estará bien, «pero tú peligras», le digo que no se preocupe por mí, les
intereso completo, “libre”, además, le digo, soy indefenso, desarmado porque
Lunaazul está preñada, me dice cuál es la casa, le prometo que esta noche
estaré allí, «para seguir la búsqueda», para seguir la búsqueda, «sé lo que hay
que hacer, a dónde ir», barrunto sus pensamientos de loco, por dónde caminan
sus intenciones desbaratadas, «ahora es mejor que nos separemos, que a ti sí te
vean», sí, hace tiempo que no nos vemos, Jorge ha de saber que hace tiempo que
no nos vemos, le digo –no veo cómo aprieta los puños al oír el nombre de Jorge,
no veo que la mirada de la locura ha vuelto a adquirir el tono rojizo de la
sangre--, y le digo que se cuide y él me dice que no me preocupe, me hace
prometer, no sé cómo lo haré, que le haré llegar a su mujer que está bien, que
todo está bien, «dile que muy pronto estaremos juntos los tres, dile que he ido
a buscarlo», más leña a la locura, pienso, pero se lo prometo, a un condenado
se le promete cualquier cosa que pida, y más si es por parte de otro condenado,
«no conviene que nos vean juntos», y como un fantasma se pierde bajando la
calle –compruebo que los locos no hacen ruido al caminar.
Quintín Alonso Méndez
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