De "El eco de las mareas calladas", novela
El frío enquistado en la
madrugada, como delgadas estalactitas de frío cristal incrustadas en los poros,
hasta llegar al dolor de los huesos. Noche cubierta por un manto que no
adivino, que oscurece aún más la oscuridad, sólo el batear de las olas impide
el absoluto silencio. Nunca habrá una madrugada distinta, aunque le quiten el
manto de la cabeza a la noche. Habrá estrellas. Pero el frío seguirá con sus
serenadas. Habrá horizontes despejados, pero serán surcados por barcos
errantes. Ningún día será distinto. En la madrugada ella me vio, no sé qué
malas rachas de vientos me llevaron a su sueño. Le dolió, me dijo el viento de
vuelta, mi dolor. Fue un sueño, un mal sueño, le dije al viento que le llevara
mis palabras, que lo supiera. Aquí reina la calma. Estoy ahora mismo sentado en
la más completa calma. Se azulea la ventana. Hoy ella está en un día negro y mi
silencio, alejándome, la ayudará a pasarlo. Y yo sé que ya le quedarán pocos
días negros, muy pocos. ¿Por qué lo digo? Leo los mensajes que llegan a la
costa, o leo en las botellas vacías, rotas, sin mensajes. Impotencia desde
aquí, cómo evitar que se desangre, aparte de ser un poco más silencio, «cuando
te tenga delante, te diré por qué me desangro», me traen sus palabras malas pero
bien avenidas, las rachas de viento. Aquí he de guardar más silencio. En cierta
ocasión, yo perdido en no recuerdo qué ciudad, caminando a ciegas su noche, una
mujer gastada por la vida, se me acercó y me preguntó «¿qué buscas?», «una
mentira, ya que las verdades no existen», le dije, la mujer dio un paso atrás,
se me quedó mirando fijamente, y me dijo «hijo, existe una y la encontrarás,
pero vete de aquí», se dio la vuelta y se perdió en la maloliente y oscura
noche. Aquella misma noche me fui de la ciudad. No me preguntes por qué te
cuento esto. Y las malas rachas de viento te traen cestos llenos de tus ternuras,
una frase, una leve sonrisa, «no me beses así delante de la niña», los hombros
que se encogen, ¿dónde está el abrazo? Me las he ido apañando para vivir del
cuento, pero los cuentos se acaban. Dicen que hoy, en tu mediodía, entra la
primavera. Te llenará de mariposas y libélulas. Tengo la promesa de tu actitud
para la sonrisa. «¡Yo no quiero volar!», dices. «Volar es caminar firme», te
digo. Y «alzarás el vuelo» es «correrás a sus brazos». Y que tus días sean
bellos es que tus días sean bellos. Sin más. Vendrán días peores. La edad va
cumpliendo etapas. Aquí estaré.
Hay días que no están. Son
tristes, pero se deslizan débiles, sin molestar. Nadie los ve llegar y nadie
los ve al irse. A mí tampoco me ven. Desde otras latitudes me dicen que los
días sí están, bullen. Días que van cogiendo el color azul del tiempo que
navega, lento pero dulce, hacia el verano. Hoy el día no está. No preguntes por
mí: tampoco estoy. Aún así, tocan a la puerta. Otro robot uniformado. Firmo la
entrega: una citación del Juzgado número no sé cuánto. No, no me había olvidado
todo el mundo. Alguien me recuerda cariñosamente. No soy lo bastante
inteligente como para advertir las amenazas veladas, lo digo porque me quedo
igual que estaba antes de abrir la puerta: no estoy. Ya leeré esa citación, si
me acuerdo dónde la he dejado. De todas formas, no me preocupa. No tengo dónde
esconderme. Tengo agotadas las reservas de tabaco y cerveza, tendré que bajar,
también es una manera de acercarme a la costa. Es raro el día que no me
encuentro un verso descuartizado entre los cayados, o colgando sus restos de
alguna piedra, de los que tira un cangrejo. El pescador ni se inmuta, ya no se
sorprende de verme de cuatro patas por las piedras, cogiendo «lo que ya no
quiere nadie», cuando me acerco a ver en el balde, entre el musgo, lo que ha
pescado, es él quien me dice, creo que burlón, «¿ha habido buena pesca hoy?»,
le digo, antes de marcharme, lo que le digo siempre, «no son buenos tiempos,
no». Pero en mi bolsillo de la chaqueta siento cómo laten aún pequeños y
maltrechos restos de versos perdidos. Ésa es mi pesca del día, y luego en casa,
con el tabaco y la cerveza a mano, intentaré reconstruirlos, después de
haberlos tendido al sol. Apenas consigo salvar una palabra o dos, pero algún
día, me digo, algún día, rescataré ese verso único. Para ti. En el bar que bien
llaman “el bar de los bien encontrados”, me encuentro con quien no quería
encontrarme, un abejón que no deja de zanganear, con la manía insoportable que
tiene de aguar la fiesta, «hoy barrunta lluvia», comenta, sin mirarme, cuando
paso a su lado. Pero es de los abejones más pacíficos. Me quedo un rato con una
cerveza, sentado a una mesa, mirando cómo se mueve el horizonte, alejándose. Los
abejones forman corro, con un primer y único tema siempre, las abejas. Mientras
subo a casa, crece la tristeza. Siempre es así, como si me dijera «hoy tampoco
ha llegado ningún barco, y sin noticias de que venga». Es la sensación de
estarme despidiendo de algo más que de un día. Pero he de bajar porque se me
agotaron las provisiones. Me llega tu voz. He de decirte que sí, hace sol. En
el camino, todo lo que voy viendo, sintiendo, lo asocio a ti, recojo su olor y
su luz: así no me perderé a la vuelta.
Quintín Alonso Méndez
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