martes, 24 de diciembre de 2013




             De "El eco de las mareas calladas", novela

El frío enquistado en la madrugada, como delgadas estalactitas de frío cristal incrustadas en los poros, hasta llegar al dolor de los huesos. Noche cubierta por un manto que no adivino, que oscurece aún más la oscuridad, sólo el batear de las olas impide el absoluto silencio. Nunca habrá una madrugada distinta, aunque le quiten el manto de la cabeza a la noche. Habrá estrellas. Pero el frío seguirá con sus serenadas. Habrá horizontes despejados, pero serán surcados por barcos errantes. Ningún día será distinto. En la madrugada ella me vio, no sé qué malas rachas de vientos me llevaron a su sueño. Le dolió, me dijo el viento de vuelta, mi dolor. Fue un sueño, un mal sueño, le dije al viento que le llevara mis palabras, que lo supiera. Aquí reina la calma. Estoy ahora mismo sentado en la más completa calma. Se azulea la ventana. Hoy ella está en un día negro y mi silencio, alejándome, la ayudará a pasarlo. Y yo sé que ya le quedarán pocos días negros, muy pocos. ¿Por qué lo digo? Leo los mensajes que llegan a la costa, o leo en las botellas vacías, rotas, sin mensajes. Impotencia desde aquí, cómo evitar que se desangre, aparte de ser un poco más silencio, «cuando te tenga delante, te diré por qué me desangro», me traen sus palabras malas pero bien avenidas, las rachas de viento. Aquí he de guardar más silencio. En cierta ocasión, yo perdido en no recuerdo qué ciudad, caminando a ciegas su noche, una mujer gastada por la vida, se me acercó y me preguntó «¿qué buscas?», «una mentira, ya que las verdades no existen», le dije, la mujer dio un paso atrás, se me quedó mirando fijamente, y me dijo «hijo, existe una y la encontrarás, pero vete de aquí», se dio la vuelta y se perdió en la maloliente y oscura noche. Aquella misma noche me fui de la ciudad. No me preguntes por qué te cuento esto. Y las malas rachas de viento te traen cestos llenos de tus ternuras, una frase, una leve sonrisa, «no me beses así delante de la niña», los hombros que se encogen, ¿dónde está el abrazo? Me las he ido apañando para vivir del cuento, pero los cuentos se acaban. Dicen que hoy, en tu mediodía, entra la primavera. Te llenará de mariposas y libélulas. Tengo la promesa de tu actitud para la sonrisa. «¡Yo no quiero volar!», dices. «Volar es caminar firme», te digo. Y «alzarás el vuelo» es «correrás a sus brazos». Y que tus días sean bellos es que tus días sean bellos. Sin más. Vendrán días peores. La edad va cumpliendo etapas. Aquí estaré.
Hay días que no están. Son tristes, pero se deslizan débiles, sin molestar. Nadie los ve llegar y nadie los ve al irse. A mí tampoco me ven. Desde otras latitudes me dicen que los días sí están, bullen. Días que van cogiendo el color azul del tiempo que navega, lento pero dulce, hacia el verano. Hoy el día no está. No preguntes por mí: tampoco estoy. Aún así, tocan a la puerta. Otro robot uniformado. Firmo la entrega: una citación del Juzgado número no sé cuánto. No, no me había olvidado todo el mundo. Alguien me recuerda cariñosamente. No soy lo bastante inteligente como para advertir las amenazas veladas, lo digo porque me quedo igual que estaba antes de abrir la puerta: no estoy. Ya leeré esa citación, si me acuerdo dónde la he dejado. De todas formas, no me preocupa. No tengo dónde esconderme. Tengo agotadas las reservas de tabaco y cerveza, tendré que bajar, también es una manera de acercarme a la costa. Es raro el día que no me encuentro un verso descuartizado entre los cayados, o colgando sus restos de alguna piedra, de los que tira un cangrejo. El pescador ni se inmuta, ya no se sorprende de verme de cuatro patas por las piedras, cogiendo «lo que ya no quiere nadie», cuando me acerco a ver en el balde, entre el musgo, lo que ha pescado, es él quien me dice, creo que burlón, «¿ha habido buena pesca hoy?», le digo, antes de marcharme, lo que le digo siempre, «no son buenos tiempos, no». Pero en mi bolsillo de la chaqueta siento cómo laten aún pequeños y maltrechos restos de versos perdidos. Ésa es mi pesca del día, y luego en casa, con el tabaco y la cerveza a mano, intentaré reconstruirlos, después de haberlos tendido al sol. Apenas consigo salvar una palabra o dos, pero algún día, me digo, algún día, rescataré ese verso único. Para ti. En el bar que bien llaman “el bar de los bien encontrados”, me encuentro con quien no quería encontrarme, un abejón que no deja de zanganear, con la manía insoportable que tiene de aguar la fiesta, «hoy barrunta lluvia», comenta, sin mirarme, cuando paso a su lado. Pero es de los abejones más pacíficos. Me quedo un rato con una cerveza, sentado a una mesa, mirando cómo se mueve el horizonte, alejándose. Los abejones forman corro, con un primer y único tema siempre, las abejas. Mientras subo a casa, crece la tristeza. Siempre es así, como si me dijera «hoy tampoco ha llegado ningún barco, y sin noticias de que venga». Es la sensación de estarme despidiendo de algo más que de un día. Pero he de bajar porque se me agotaron las provisiones. Me llega tu voz. He de decirte que sí, hace sol. En el camino, todo lo que voy viendo, sintiendo, lo asocio a ti, recojo su olor y su luz: así no me perderé a la vuelta.



                                                       Quintín Alonso Méndez


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