De "Las casas de los cuentos", libro de cuentos
del cuento "La casa del jardín robado"
Me
dijo su nombre, como igual me pudo haber dicho «casa» o «pájaro», «Loli», me
dijo, echándose coqueta el pelo hacia atrás, mostrándome su cuello desnudo, sonriéndole
a la nebulosa de Venecia, al sabor dulce de la sal que se nos iba posando en
los rostros, y me dije que ella estaba en otra nebulosa, mientras caminábamos
pisando secretos y misterios, palabras que apenas si susurraban temblores
desnudos, deslizándose por la piedra húmeda de los callejones, senderos de
piedra oscura, silenciosa, que llevaban a alguna parte –en más de una incursión
oscura, me perdí por sus laberintos y siempre llegaba a algún sitio, a algún
canal donde alguien, era inevitable, te devolvía a los pies de los dos leones
de la plaza. Ella estaba paseando con su cicerone, con su Cristo moderno,
emprendedor, empresario, resuelto, conquistador, irresistible, joven, rico, «seductor»,
en suma, todo un mesías --tiempo después Loli me contaría que ella acababa de
venir de una religión donde los ramos de latigazos hay que ponerlos a remojar
por una larga temporada, «por eso mi Cristo se me escapó», me diría, encogiendo
los hombros, pero con unas chispas de fuego brillándole en los ojos. Los últimos
ramalazos, dulces, con sabores amargos pero dulces, de mi última incursión
oscura, hacía que me sintiera cómodo paseando con Loli por Venecia, llegando al
puente Rialto, «el puente de los enamorados», murmuré, casi con respeto, ella
no dijo nada, se quedó mirando el reflejo de las aguas oscuras, danzando suaves
bajo el arco de piedra, lo cruzamos en silencio, sintiendo bajo nuestros pies
el peso etéreo de todos los secretos y de todos los misterios.
Yo
le dije mi nombre, como igual le pude haber dicho «cansancio» o «camino» o
«gato», pero a ella mi nombre no le dijo nada, se limitó a sonreírme y a seguir
camino, estaba ligera como una pluma, parecía que flotaba por aquellos pasillos
de piedra que olían a mazmorras al aire libre, la neblina cada vez era más
espesa y eso hacía que el rostro bello de Loli resaltara aún más y fue cuando tuve
la visión, la vi desnuda en los brazos de su Cristo imposible, un cuerpo de
miel deslizándose por entre rocas oscuras y frías, temblores dulces, con el
sabor de la sal húmeda en sus pechos, en el vientre que palpitaba ondulándose
en la brisa, cerré los ojos pero los abrí para mirarla y verla junto a mí,
desnuda, palpitante, un secreto o un misterio que se había decidido a salir a
la luz. En Venecia. En la ciudad de los gatos. Sus pechos subían y bajaban
mecidos por sus pasos ligeros, de ave. Toda ella era el deseo.
Al
atardecer, la dejé en la puerta de su hotel, un beso, dos besos ligeros,
rozándole el rostro, hiriéndome una calidez dulce que me supo a sal. Casi la
deseé. La deseé.
Sé
que pasó el tiempo porque las manos se quedaron colgando del vacío hasta
secarse. Hubo alguna que otra incursión más, a cuál más oscura, más sin
referencias en el espacio, a cuál más torpe en sus itinerarios, en sus
búsquedas perdedoras. Llegué al pueblo un mediodía, y como de costumbre, me
costó cogerle el ritmo a este otro tiempo, nostálgico, lleno de pausas, que
camina siempre cuesta abajo, imperceptible, pero cuesta abajo siempre, como
hundiéndose o desvaneciéndose entre los dedos, camino de la costa. Poco a poco,
me fui haciendo de nuevo a los pasos lentos, a la mirada que se escabulle por
cualquier rendija, a la mirada que muchas veces se queda flotando en una rama,
en una hoja de palmera, en las hilachas de un nido abandonado. Conocidos con
los que me tropezaba cada vez más a menudo, y el regreso a mi trabajo, al
olvido de mi trabajo –no me gusta llamarlo trabajo--, fabricando formas sin
tocarlas, tejas rústicas, romanas, toscanas, cóncavas, convexas, pero sobre
todo las tejas de barro, pesadas como noches de insomnio, rugosas, ásperas y
cálidas, con el horno de leña –aliagas, enebros y leña baja-- y piedra, regalo
de mi abuelo, que me enseñó que «la buena teja, mejor cuando más vieja».
También me enseñó a escoger la tierra para hacer el barro, «que no sea ni floja
ni muy fuerte», y a usar dos clases de arcilla, una roja y otra blanca, y a
saber mezclarlas «para conseguir un buen temple, que aguante sin
resquebrajarse». Aún recuerdo con ternura cómo los chiquillos –yo era uno de
ellos— pisábamos y pisábamos descalzos la argamasa formada por las dos arcillas y
agua hasta que abuelo nos decía que ya estaba bien, que paráramos. Se había
acabado el juego y los chiquillos se dispersaban, defraudados. Yo me quedaba
con abuelo, embobado, viendo cómo amasaba con las manos aquella masa, de rato
en rato metiendo las manos en el balde de agua, «para que el barro resbale», me
decía. Recuerdo que las manos de abuelo eran de barro. Con un rasero iba
extendiendo la pasta en una gradilla y de otro balde cogía puñados de arena con
ceniza y espolvoreaba el galápago, para que la pasta no se pegase, así quedaban
las tejas, lisas por debajo y rugosas, por el restriegue de las manos, por
encima, para adaptarlas a la onda del molde. Luego, un día entero cociéndose en
el horno, para luego ser depositadas en el tejar, lleno de toberas, por donde
entraba el calor, que ascendía del fogón, donde la leña se hacía ceniza. Abuelo
también me enseñó a colocar las tejas en el tejar, inclinadas y apenas
rozándose entre ellas, luego, abuelo cerraba el ventanal con adobes, dejando
sólo un pequeño orificio en la parte alta, que hacía de chimenea. Pasadas las veinticuatro
horas, cuando el color del fuego se volvía blanquecino, era la buena señal: las
tejas ya estaban. Sigo haciendo las tejas de barro como me enseñó abuelo. Tejas
que me saludan cuando camino por calles y callejones, por caminos y veredas,
desde lejos, como palomas o gaviotas alongadas a los bordillos.
Loli
tiene mis tejas de barro instaladas en una pérgola que protege su jardín. Entre las tejas,
nidos de pájaros africanos.
Foto: Jorge García
Quintín Alonso Méndez
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