jueves, 26 de diciembre de 2013

                                                                       Foto: Jorge García

          De "El eco de las mareas calladas", novela

Yo, no, pero la literatura seguirá caminando su camino solitario. Es fácil de adivinar que se perderá y se hundirá en la penumbra de parajes deshabitados. Dejará de recibir noticias. Pero seguirá adentrándose en la espesura de la nada. Esta literatura que no sabe si llegará a dar alguna gota de agua para la sed, alguna de miel para los labios. Nadie sabrá cuán de largo o de corto será el camino. Ni siquiera si habrá camino. Pero todo se andará. Es melodía, es baile, la música del sábado, sonrisas que brillan dentro del encuentro. Es fiesta en los cuerpos.               
Nunca estaré en tu mundo real. Esa es tu propuesta y tu decisión. Eres la historia y yo sólo la leo. El pescador está enfurruñado, no deja de menear la cabeza a los lados, como hace un perro con el rabo, nunca estaba muy católico que digamos. Ésa era su expresión cuando se le preguntaba, no hablaba de otra cosa que de su salud, y siempre mala, «hoy no me encuentro muy católico», le decía a cada día. Yo nunca le preguntaba, era mudo para él, me acercaba al balde, miraba qué había pescado hasta ese momento, él se burlaba, creo que era la única vez del día que se atrevía al menos a exponerle una mueca a su boca avinagrada, «¡qué, ¿cómo va hoy, algo de valor?!», «¡pues sí!», podía haberle dicho, «¡un verso!», pero callaba y me iba, también era el tonto del pueblo para él.  Le doy unas bofetadas al silencio, para que se calle y no hable. El dolor es mío, nadie tiene por qué conocerlo, y mucho menos    compartirlo. Que siga callado el silencio. Algún día hablará, cuando yo no esté. Entonces que hable, pobre silencio, huérfano. A lo largo de toda esta historia no te había dicho que te quiero. No te lo diré, ya habrá y hay quien te lo diga. ¿Existen los domingos, esos domingos que se vestían de placideces y letargos, aún existen, los llevas contigo, te desnudan sus brazos repletos de deseos y ternuras? Aquí no existen, son sólo restos de árboles viejos, puedes llamarlos tristezas, con sabores difuminados que vienen de lejos y de viejos tiempos. No tienen importancia las fechas de hoy, mañana, pasado, ya sabes, es la misma horizontalidad, la misma soledad en el vacío de las manos, el mismo vacío en la soledad de la casa. Si le pusiera fecha a los días, día del mes, con su hora, bien señalados en su casilla, si los fijara como se fija un calendario en la pared, entonces se caerían a plomo, como pesadas lágrimas, se romperían en mil pedazos al chocar contra el suelo, los dejo así, sin nombre y sin sitio, a la deriva, sin velas y sin remos, llevados por los impulsos de los distintos vientos. Abril toca a la puerta.           


Llegué  a decirte que «caminar juntos el camino es un beso sin fin». Qué no llegué a decirte, desde lo más oscuro al intento del pájaro por atravesar el abanico de luz que hería el árbol. ¿Estoy a punto de decirle que aunque no vaya a venir, no venga? Creo que sí. Me insistes en que no insista, que ella, «y lo sabes muy bien», nunca vino. Lo sé. Pero lo que leo está borroso, aun abril es un lento y desanimado proyecto, una aventura sin movimiento, inexistente. Las aguas se ondean en otra parte, insisten, llaman y atraen a la barca. Sueñas, sé que sueñas, eres fuerte como la ternura del bambú. Colocas en el puzle las piezas en su sitio. Están todas. Sonríes, has de sonreír para que las voluntades cojan forma. ¿Recuerdas aquella tarde en el Museo? Te quedaste allí quieta durante horas, ante aquella ventana que daba al mar, a tu mar. Ahora veo tu mar. Cuando salimos, siguieron horas de silencio a tu lado, yo no quise mirarte demasiado, porque aparte de que estabas más seductora que nunca, también estabas más lejana, más en tu universo de soledad, pero estabas, en tu mar. Y no estabas sola. El dolor es ahora, en aquellas horas fue la tristeza. En un bar humedecido por las nostalgias y los dolores que se me anunciaban, nos tomamos un par de vinos blancos bien fríos tú, un par de cervezas yo, «¡vaya!», fue todo lo que dijiste, con cara de sorprendida, aleteando las manos y tu melena de fuego: había sido la primera vez que bebíamos distinto. Me encogí de hombros, «tengo sed», te dije. «Ya», dijiste. Eso fue todo. No hacían falta más palabras. No hubo ningún beso en la despedida. Recuerdo que el gris de la esquina era de un azul ceniza, ensalitrado, hasta allí llegaban las zarpas de tu mar. Para ella era otro adiós y para mí, el adiós. Leo que era en abril. Y leo que abril no está escrito. Esa es mi tarea. «Desnúdate», te dice el susurro caliente de la voz que clama, te pide, te exige, que de una vez por todas te liberes, te deshagas de tus corazas, de tu frío falso, destierres definitivas las dudas, dejes salir toda tu luz, toda tu dulzura. Así empieza abril. Será un mar inmenso para ti, que se irá más allá del mes y del año, lo navegarás durante decenas de años. ¿Aquí? Aquí se entierran otros silencios, otros sueños. Los cadáveres tirados por todas partes, y pasan inadvertidos, forman parte del paisaje local. Puedes ver un cadáver a la sombra de una palmera o en medio de una acera. Puedes ver cientos de cadáveres en mis ojos, o colgándome de los labios, de las manos. No hay cementerio. Tu silencio siempre me habló, es en esos momentos cuando yo más callo. Callo ahora, otro lunes con espinos en los ojos, con los pies descalzos. 


Será una cama bajo la lluvia, el sábado.  Aquí, la noche trajo, con la serenada, una lluvia fina, que agitó, humedeciéndola, la tierra que ya se secaba, dura y seca. Tus ausencias son largas mareas calladas. Pero duelen más las noticias que me traen voces desconocidas que tus silencios. Ya sabía que el camino sería largo, y como todo camino, atestado de trampas. Será largo y lento. No tendrás sombras ni refugios para las frías noches. Cada día que pasa, veo más empequeñecida, alejándose, la silueta del pescador. Me alejo yo, sin moverme de este lugar. Y ya echando de menos sus burlas diarias, como un ritual. «La poesía es mirarla, no se trata de leer», me decía sin saberlo cada día el pescador con su aspecto huraño, perdedor, tampoco sabía que no hace falta saber mirar sino simplemente mirar. Esto ahora viene a cuento porque estaba mirando una fotografía, azul, sólo azul. Aprendí de la quietud observando los movimientos, casi exactos, del pescador, día tras día, sus movimientos de fotografía, tan lentos que podían verse las distintas partes de cada movimiento en el mismo instante, el vuelo de pluma de la caña, rasgando la brisa, la boya balanceándose en la cuna de la marea. Esa es la poesía de los días aquí. Dejar la mirada abierta, que entre cada poro de luz, tenga la hora que tenga, lleve la vestimenta que lleve. Incontables las veces que me lo dijo, «iré». No dejo de oír su voz. Voz que se ancla en otra voz, que vuelve a la otra voz, que se hará cuerpo, manos, labios, desbordamiento de la sed. Duele. Será una cama bajo la lluvia y serán días sin sábanas, descubiertos. Ella no ha de saber de mis pesadumbres, de por qué me voy a los silencios como ella se va a los susurros de los atardeceres y las noches. Ahora sonríe: veo cómo se mueven las cortinas del aire, el aleteo más vivo de la gaviota, las sonrisas apacibles de los dos viejos sentados en el banco de la plaza. Sonríe envuelta en la sonrisa que la espera, esa impaciencia que se hunde y emerge con fuerzas renovadas. Admiro el trabajo de la voluntad, del corazón que golpea el pecho queriendo romperlo, abrirlo. Aquí el trabajo molesta al día, lo saca de sus casillas, de sus costumbres, de sus pausas largas como las mareas.  Aquí no viene al caso, innecesario el trabajo, esa rutina que mata, ya sabes que en este paisaje la materia es lo que no existe, no necesita de burdas demostraciones. El trabajo, por estas tierras, se forja con los sueños y se mastica con los sueños. Es un desangre. Es el paso lento pero indetenible de las horas. Aquí el trabajo es ir viendo cómo los sentimientos amasan las palabras y las extienden en paños de tela, tejidas por las manos fanáticas de la escritura. Escribo que anoche la noche vino con otras vestiduras, de tan cercana que sentí tu voz, ¿tan cerca estás?, ¿qué remolino ha hecho girar las veletas de los caminos y marcar este rumbo? Tan cercana tu voz, tan de cristal, que temí que de un momento a otro se te fuera a romper, a estallar entre tus dientes, pero era agua de mar toda tu boca, sentí nadar tus palabras, chapotear en la espuma, tan cerca tu boca, la sonrisa que tenía prendida en los labios, tan cerca que no sé si he despertado, rumorea la mar, aire fresco desabrigado, ventosa la mar, con su azul oscuro picoteado por infinitas y menudas olas blancas, como un avance hasta la costa de incontables pasiones, queriendo invadirla, desparramarse en ella, aúlla el viento que quiere entrar, agitando la ventana, no sé si he despertado. El rumor de la mar es un chorro de lava líquida cayendo desde lo más alto de la frente, es un clamor, bramidos de sed que crujen en la madera de la playa. 



                                                         Quintín Alonso Méndez

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