De "La historia del zapatito", novela
(Fue en un mediodía
cuando vi por primera vez a la que hoy es mi mujer. Se acercó a mi mesa, en
otra ciudad, en unos territorios por los que yo me sentía extraño, jolgorios en
los bares y jolgorios en las calles, miradas, gestos y comentarios primarios,
«¿me darías fuego?», luego, más tarde, me sonrió desde su mesa y asentí comprendiendo,
me levanté y le alcancé fuego de nuevo, entonces caí, caí a su lado, en la
silla extrañamente vacía, caí en su mirada, en su sonrisa de bruja.
Se lo dije, se rió.
Esta silla está extrañamente vacía, le dije.
«Quizás te esperaba».
No creo, le dije. Ella
rió más aún. Pero caí en ella, en la silla, y luego caí en sus gestos resueltos
de mujer resuelta.
Caí en el limbo.
Cuando ella alzó la
mirada y se puso a mirar a lo alto, ya atardecía, se acarició los brazos,
frotándoselos, y se puso la chaqueta marrón que colgaba de la silla, se
arrebujó en ella.
«Soy una friolera», me
explicó. A mí, el frescor de los atardeceres siempre me gustó. Se lo dije.
No hace frío, le dije.
«Para mí, sí», y se
arrebujó más aún en la chaqueta del color de las castañas.
Fue así que buscamos un
lugar acogedor, bajo un techo sin paredes, en donde disfrutar del aire abierto,
de la luz, del vino y de dos samas roqueras a la espalda, «con mucho ajo, por
favor», insistió ella, y fue ella quien buscó y eligió el lugar. Conocía a todo
el mundo, quizás por eso me lo dijo.
«Me das la impresión de que
te conozco de toda la vida».
Regamos la entrada de la
noche con dos botellas de vino.
Luego ella habló con
alguien, se levantó, se sentó, se levantó. Se perdió en la noche).
Luis Piconero pisa sobre
picón, me saca de aquella noche bruja, me trae de vuelta a este mediodía de sol
picón, «porque va a llover», me dice, después de decirme que en un par de días
tendré «dos árboles genealógicos, por llamarlos de alguna manera», se empina
otro whisky, «el de Juan y el de los muchachos», se ríe, le hace gracia su
propio comentario, «¡ay, esos muchachos descarriados!, ¡lo que lograron los
colegios de curas, ¿eh?!», las doctrinas de la ciudad, le digo, pero estoy en
el fresco, al fresco, de aquella noche.
(Se perdió en la noche).
«La tristeza es así», ¿él
también ha percibido la nostalgia de una noche?, y Luis Piconero se atreve a
mirar de frente a la nada, dibujando en el aire una especie de pájaro con la
mano que sostiene el vaso de whisky, «una gaviota», habría dicho ella ante
aquel atardecer con pinceladas de nubes, pero creo que dijo «me asusta el mar».
«¡Cómo se han ido pasando al enemigo!», sí, le digo, y lo miro, ¿dónde está él,
de qué lado?, me lee la pregunta, «para sobrevivir conviene aparentar que se
está en los dos bandos, según dónde se esté, las dudas son buenas, te ayudan a
saltarte las trampas», vuelvo a acordarme de los que se quedan apostados en su
puesto de caza toda la vida, y se dedican, desde sus posiciones yertas pero
enclenques, a dispararle a todo lo que se mueva. Lo miro. Sí, ¿pero dónde está
él?
(Deseos de escribir
renglones con zancos, que caminen como garzas sobre la tierra encharcada. Aquella
noche, en un momento determinado, ella me dijo «ahora vuelvo». Volvió tres días
después, pero aquella noche la vi alejarse caminando con zancos sobre las aguas
que apenas si cubrían el piso y que le daban un brillo fantasmal de abismo, era
una noche de serenada bajo el cielo sin nubes bajo la luna llena bajo estrellas
que titilaban y anunciaban distancias, murmullos lejanos, bajo una cierta
tristeza. Nubeblanca soltaría la carcajada si supiera que desde aquella noche
la que ahora es mi mujer pasó a llamarse Lunaazul. Deseos de escribir renglones
que brillen y sepan caminar solos, como ahora lo estarán haciendo los pedazos de
palabras que me he ido dejando por las ciudades por las que he pasado. Deseos
de escribir con zancos, para que no me lleguen a atrapar las enredaderas
musgosas, pálidas de luz, de los versos que no dejan de caérseme al suelo. Lunaazul,
cuando volvió a aparecer, tres días después, llevaba palomas en las manos, eso
me pareció, pero eran dibujos a la acuarela de nubes deshilachadas).
Quintín Alonso Méndez
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