martes, 3 de diciembre de 2013

                                                                    Foto: Jorge García


Del libro de cuentos "Las casas de los cuentos"

de "la casa habitada"

Sabes que eso no puede ser verdad, me dice nadie, desde el fondo del pasillo encendido como un silencio incesante, silencioso hasta que lo apague la luz del alba, la locura blanca del día. La otra locura, la que se llena de voces extrañas y de palabras que huyen del sueño, de la hondura de la almohada. El sinsabor de las mañanas.

            Los pies descalzos ya, a la caída de la tarde, triste la boca, el sabor, las manos alborotadas.

            Los pasos, sin querer, estúpida manía de no aprender a reconocer mis debilidades, me han vuelto a traer a la casa, al camino que lleva a la casa, los bardos apoderándose de las cunetas resecas y ya desprendidas del croar de las ranas aunque yo las siga oyendo. Permanecen las palmeras y los tarajales descuidados, preñados de salitre y humedad. Me parece ver pasar el carro lleno de manojos de yerba, las huellas indelebles de las ruedas renqueantes marcando el camino. Ella se fue y no volvió, quizás yo tampoco. Aunque ella nunca estuvo, sólo en mis sueños de perdedor.


            La puerta entreabierta, imposible de cerrar por la invasión de los matojos, la madera roída por los años y los sentimientos que se quedaron aquí, a su suerte. Un nombre escrito a golpe de piedra en la pared de piedra de cantera, rojiza, desgastada por el viento y los recuerdos que se quedaron aquí, a su suerte. Los lagartos que corren asustados, sorprendidos en su letargo, y los pájaros huyendo a esconderse detrás de los arbustos, escapándose, revoloteando en círculo, desprendiéndose del suelo salpicado por los dátiles maduros.

            Me detengo. No sigo adentrándome en donde nunca estuve.

            La tarde sofoca, tumba al cuerpo, y el cuerpo a todo lo demás, contra la pesadez de la desgana. Moverse ya supone un milagro, y más que moverse es un arrastrarse baboso, cansino, a no se sabe dónde, a donde la sombra regala una brisa salvadora que libera. Echo de menos sumergirme en las aguas apacibles del océano, despojarme de la sed de los poros, dejar que mi masa inerte flote, haciendo el cristo, con los ojos cerrados, adormecidos por los rayos poderosos y entonces sí, acariciantes. Pero estoy aquí, aplastado por esta plaga de átomos sudorosos sin aire. Más alejado hoy que ayer del origen, aunque supongo que también más próximo, camino de vuelta, subido a la vereda del destino. «Cuando vuelvas, tráeme una sorpresa», me decías siempre que me apartaba un poco de tus destinos. Y cuando volvía /siempre me creí que regresaría inevitable/, esperaba callado y silencioso en un rincón semioculto a que me vieras y corrieras hinchada de sorpresa hacia mí con la luz envolviéndote. Entonces yo te elevaba y te introducía en la espiral de la alegría, del grito «¡tú!», el beso se ampliaba al infinito, era cuando único tocábamos el horizonte con nuestros labios, a la pausa que nos pedían los ojos para mirarnos hondamente, sexualmente. Mientras tú no me veías, yo aprovechaba para disfrutar y volver a llenarme de tus movimientos, de tus peleas contigo misma /la melena negra se te enredaba delante del rostro, excitabas al deseo/, en la pausa se iniciaba el rito mágico de las manos, de los jadeos. Y nos olvidábamos hasta después, hasta la derrota momentánea y de pozo de después. Derrota como la de ahora, pero sin después, esta derrota es eterna, amarga, sol que no respira; si acaso, más después la noche, espesa, goteando los segundos, los segundos de los segundos, los renglones en blanco del espacio, del techo de la habitación, agrietados. Apretándome los dientes con rabia, chirriantes, porque nunca llegué a decirte que me sorprendías cada vez más /iba a decírtelo mañana, hoy, antes/. A cada encuentro te descubría un territorio virgen que explorar hasta la extenuación. Hasta el adiós que venía con los primeros grises libertados del aura. Entonces te dormías y yo me decía “quizás es la última vez, la última estancia”, la vivía así, como la última vez. Un amanecer olvidé mirarte y besarte los párpados cerrados, los labios entreabiertos, pubis enmarañado entre los dedos. No volví a sentir nunca más posadas las alas en mi vientre.

            Me venció la claridad de la luz.

                                                                       Foto: Jorge García

                                                                   Quintín Alonso Méndez


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