Del libro de cuentos "Las casas de los cuentos"
de "la casa habitada"
Sabes que eso no puede ser verdad, me dice nadie, desde el
fondo del pasillo encendido como un silencio incesante, silencioso hasta que lo
apague la luz del alba, la locura blanca del día. La otra locura, la que se
llena de voces extrañas y de palabras que huyen del sueño, de la hondura de la almohada.
El sinsabor de las mañanas.
Los pies
descalzos ya, a la caída de la tarde, triste la boca, el sabor, las manos
alborotadas.
Los pasos,
sin querer, estúpida manía de no aprender a reconocer mis debilidades, me han
vuelto a traer a la casa, al camino que lleva a la casa, los bardos
apoderándose de las cunetas resecas y ya desprendidas del croar de las ranas
aunque yo las siga oyendo. Permanecen las palmeras y los tarajales descuidados,
preñados de salitre y humedad. Me parece ver pasar el carro lleno de manojos de
yerba, las huellas indelebles de las ruedas renqueantes marcando el camino.
Ella se fue y no volvió, quizás yo tampoco. Aunque ella nunca estuvo, sólo en
mis sueños de perdedor.
La puerta
entreabierta, imposible de cerrar por la invasión de los matojos, la madera
roída por los años y los sentimientos que se quedaron aquí, a su suerte. Un
nombre escrito a golpe de piedra en la pared de piedra de cantera, rojiza,
desgastada por el viento y los recuerdos que se quedaron aquí, a su suerte. Los
lagartos que corren asustados, sorprendidos en su letargo, y los pájaros
huyendo a esconderse detrás de los arbustos, escapándose, revoloteando en
círculo, desprendiéndose del suelo salpicado por los dátiles maduros.
Me detengo.
No sigo adentrándome en donde nunca estuve.
La tarde
sofoca, tumba al cuerpo, y el cuerpo a todo lo demás, contra la pesadez de la
desgana. Moverse ya supone un milagro, y más que moverse es un arrastrarse
baboso, cansino, a no se sabe dónde, a donde la sombra regala una brisa
salvadora que libera. Echo de menos sumergirme en las aguas apacibles del
océano, despojarme de la sed de los poros, dejar que mi masa inerte flote, haciendo
el cristo, con los ojos cerrados, adormecidos por los rayos poderosos y
entonces sí, acariciantes. Pero estoy aquí, aplastado por esta plaga de átomos
sudorosos sin aire. Más alejado hoy que ayer del origen, aunque supongo que
también más próximo, camino de vuelta, subido a la vereda del destino. «Cuando
vuelvas, tráeme una sorpresa», me decías siempre que me apartaba un poco de tus
destinos. Y cuando volvía /siempre me creí que regresaría inevitable/, esperaba
callado y silencioso en un rincón semioculto a que me vieras y corrieras hinchada
de sorpresa hacia mí con la luz envolviéndote. Entonces yo te elevaba y te
introducía en la espiral de la alegría, del grito «¡tú!», el beso se ampliaba
al infinito, era cuando único tocábamos el horizonte con nuestros labios, a la
pausa que nos pedían los ojos para mirarnos hondamente, sexualmente. Mientras
tú no me veías, yo aprovechaba para disfrutar y volver a llenarme de tus
movimientos, de tus peleas contigo misma /la melena negra se te enredaba
delante del rostro, excitabas al deseo/, en la pausa se iniciaba el rito mágico
de las manos, de los jadeos. Y nos olvidábamos hasta después, hasta la derrota
momentánea y de pozo de después. Derrota como la de ahora, pero sin después,
esta derrota es eterna, amarga, sol que no respira; si acaso, más después la
noche, espesa, goteando los segundos, los segundos de los segundos, los
renglones en blanco del espacio, del techo de la habitación, agrietados.
Apretándome los dientes con rabia, chirriantes, porque nunca llegué a decirte
que me sorprendías cada vez más /iba a decírtelo mañana, hoy, antes/. A cada
encuentro te descubría un territorio virgen que explorar hasta la extenuación.
Hasta el adiós que venía con los primeros grises libertados del aura. Entonces
te dormías y yo me decía “quizás es la última vez, la última estancia”, la
vivía así, como la última vez. Un amanecer olvidé mirarte y besarte los
párpados cerrados, los labios entreabiertos, pubis enmarañado entre los dedos.
No volví a sentir nunca más posadas las alas en mi vientre.
Me venció la
claridad de la luz.
Foto: Jorge García
Quintín Alonso Méndez
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