De la novela "Oyendo al silencio"
Hay días que me acerco a la ciudad vieja, cuando aún no ha
amanecido, para no encontrarme con los fantasmas que viven y se pasean por ella,
pero sí con los del pasado, aquellos sueños fantasmales, malas sombras, que
nunca (nunca) dejaron de serlo. Camino y camino por los círculos de las calles
húmedas, frías. Siempre termino en la plaza de los laureles, con los primeros
rayos del sol; allí me siento, en la humedad del banco de piedra, oyendo el
silencio de los pájaros.
Me pruebo y
paso por La Casualidad, pero no entro, no busco, temo encontrar y encontrarme, buscarme,
verme allí, sentado en un rincón de la barra, oyendo los susurros y las risas
de Elisa en una mesa, que me hablan de jadeos y caricias nocturnas con el
alumno seductor que aspira a su cuerpo.
Ya no van
quedando cines, ni adoquines en las calles, ni farolas rotas y apagadas que
disimulaban los charcos en las aceras, ni olores cálidos saliendo de los
zaguanes. Nos están matando con la lentitud del olvido.
Toco en el
convento. La tía de Elisa hace años que ha muerto, pero me dejan entrar y me
dejan solo en el patio de la luz. Empiezo a escribirte, yo, que ya no puedo
dejar de escribirte. Sabiendo que existes pero sin saber que vas a tropezarte
con mis torpezas.
Te escribo
un verso, «te encuentro en el adiós, en el adiós desnudo».
Hoy siento
las piernas cansadas, me voy a las sombras.
Le digo a
Teodoro que para qué tiene prisas, se protege en sus hijas: el tiempo se le
está echando encima. Los picoteos de las mujeres lo tienen desorientado. Pero
el vino nos trae la desnudez sin palabras. También nos trae la revolución
pendiente, los claroscuros del pasado en forma de sueños (la mujer era un
sueño: no son como eran, no eran como son). Teo me enseña las llagas en los
dedos, se pasó toda la noche dándole a la guitarra y a la botella de whisky, «hacía
siglos que no tocaba la guitarra», me dice, «tampoco el whisky»
__Yo creía
que ya no quedaba, después de la noche de los cuervos __le digo, y nos reímos.
Aquella noche, el whisky se bebía por el gollete, una botella cada uno. El
cuervo de cuarenta años y con más de un millón de muertos en su panza, había
reventado. Un buche por cada trozo de vida que nos había quitado. El whisky se
acabó antes que los nombres que nos había mutilado. Terminamos arrojando hasta
la bilis sobre nosotros mismos. Echamos fuera todos los resquemores, quedándose
dentro de nosotros la úlcera, la sensación de lo que nos había quitado sin
remedio, sin arreglo posible. Lloramos de alegría, como niños. El cuervo había
muerto.
Yo apenas si
había tomado tierra, aún convaleciente de las heridas de Venezuela.
Pido otra
botella de vino para no caerme débil en el recuerdo, paseando con Dolorita por
las calles de Caracas, con Dolores en la cama, el café líquido de su piel
abierta, las gotas de sudor en sus pechos, en el vientre. Siempre (siempre) la
amé sintiendo que era la última vez que estaba en mis brazos. Siempre (siempre)
fue la última vez (quizás por eso no recuerdo cómo fue la última vez, o no
quiero recordarlo, la belleza de su cuerpo ondulándose en la calle, perdiéndose
en el adiós). La primera vez ya fue la última, me digo.
Esperanza la
nombra en el momento preciso, cuando parece que voy a quedarme dormido en la
apatía del atardecer, el sol ardiendo en los colores de la sed. Entonces vuelvo
a ser débil y me siento solo, la soledad muerde y tiene la mirada triste.
Esperanza me alcanza la botella de ron.
__Siempre
creí que Dolorita y tú… __me dice, haciendo que los pájaros vuelvan a
alborotarse.
Foto: Jorge García
Quintín Alonso Méndez
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