viernes, 6 de diciembre de 2013

                                                                     Foto: May Naomi

               De la novela "Oyendo al silencio"

Hay días que me acerco a la ciudad vieja, cuando aún no ha amanecido, para no encontrarme con los fantasmas que viven y se pasean por ella, pero sí con los del pasado, aquellos sueños fantasmales, malas sombras, que nunca (nunca) dejaron de serlo. Camino y camino por los círculos de las calles húmedas, frías. Siempre termino en la plaza de los laureles, con los primeros rayos del sol; allí me siento, en la humedad del banco de piedra, oyendo el silencio de los pájaros.
            Me pruebo y paso por La Casualidad, pero no entro, no busco, temo encontrar y encontrarme, buscarme, verme allí, sentado en un rincón de la barra, oyendo los susurros y las risas de Elisa en una mesa, que me hablan de jadeos y caricias nocturnas con el alumno seductor que aspira a su cuerpo.
            Ya no van quedando cines, ni adoquines en las calles, ni farolas rotas y apagadas que disimulaban los charcos en las aceras, ni olores cálidos saliendo de los zaguanes. Nos están matando con la lentitud del olvido.
            Toco en el convento. La tía de Elisa hace años que ha muerto, pero me dejan entrar y me dejan solo en el patio de la luz. Empiezo a escribirte, yo, que ya no puedo dejar de escribirte. Sabiendo que existes pero sin saber que vas a tropezarte con mis torpezas.
            Te escribo un verso, «te encuentro en el adiós, en el adiós desnudo».
            Hoy siento las piernas cansadas, me voy a las sombras.

            Le digo a Teodoro que para qué tiene prisas, se protege en sus hijas: el tiempo se le está echando encima. Los picoteos de las mujeres lo tienen desorientado. Pero el vino nos trae la desnudez sin palabras. También nos trae la revolución pendiente, los claroscuros del pasado en forma de sueños (la mujer era un sueño: no son como eran, no eran como son). Teo me enseña las llagas en los dedos, se pasó toda la noche dándole a la guitarra y a la botella de whisky, «hacía siglos que no tocaba la guitarra», me dice, «tampoco el whisky»
            __Yo creía que ya no quedaba, después de la noche de los cuervos __le digo, y nos reímos. Aquella noche, el whisky se bebía por el gollete, una botella cada uno. El cuervo de cuarenta años y con más de un millón de muertos en su panza, había reventado. Un buche por cada trozo de vida que nos había quitado. El whisky se acabó antes que los nombres que nos había mutilado. Terminamos arrojando hasta la bilis sobre nosotros mismos. Echamos fuera todos los resquemores, quedándose dentro de nosotros la úlcera, la sensación de lo que nos había quitado sin remedio, sin arreglo posible. Lloramos de alegría, como niños. El cuervo había muerto.
            Yo apenas si había tomado tierra, aún convaleciente de las heridas de Venezuela.
           Pido otra botella de vino para no caerme débil en el recuerdo, paseando con Dolorita por las calles de Caracas, con Dolores en la cama, el café líquido de su piel abierta, las gotas de sudor en sus pechos, en el vientre. Siempre (siempre) la amé sintiendo que era la última vez que estaba en mis brazos. Siempre (siempre) fue la última vez (quizás por eso no recuerdo cómo fue la última vez, o no quiero recordarlo, la belleza de su cuerpo ondulándose en la calle, perdiéndose en el adiós). La primera vez ya fue la última, me digo.
            Esperanza la nombra en el momento preciso, cuando parece que voy a quedarme dormido en la apatía del atardecer, el sol ardiendo en los colores de la sed. Entonces vuelvo a ser débil y me siento solo, la soledad muerde y tiene la mirada triste. Esperanza me alcanza la botella de ron.

            __Siempre creí que Dolorita y tú… __me dice, haciendo que los pájaros vuelvan a alborotarse.

                                                                  Foto: Jorge García
                                                             Quintín Alonso Méndez  


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