lunes, 9 de diciembre de 2013



       Del libro de cuentos "Palabras desnudas"
así empieza "El barranco de la sed"

El barranco  de  la  sed

            Se asomó tarde a la baranda del puente: ya las aguas habían pasado.
            El barranco estaba seco, hacía años que estaba seco, ¡siglos, vidas enteras sin haberlas vivido! Pero la humedad se resistía a irse, abajo, en los bordes de la profundidad, donde algunos matojos amarillentos sobrevivían y aún respiraban agónicos, confiados a la mano de la diosa de la lluvia. Aunque era cuestión de tiempo (la muerte no es otra cosa que una cuestión de tiempo), y los matojos terminarían por desaparecer, achicharrados, convertidos en cenizas, en polvo, y si no, que se lo preguntaran a él, que nada más recordaba que una vez quiso estar vivo por y para la única razón de darse importancia a sí mismo y decirse vanidad vana que alguna vez tuvo algo muy dentro: la verdad es que no recordaba nada de sí mismo.
            __Ya nos veremos __le dijeron en una ocasión, ¿quién se lo dijo, cómo se lo dijo, dónde se lo dijo, por qué se lo dijo, para qué se lo dijo?
            No me lo ha dicho nadie, se dice, sólo que necesito agarrarme a algo, a lo que sea, como las raíces endémicas de los matojos a la tierra seca, todo con tal de no saltar y decir adiós de una puta vez, pero adiós ¿a quién, a qué?
            __Alguna mujer, seguro.
            __¿Cómo? __se vuelve, sobresaltado, y se encuentra con un hombre extraño: es extraño encontrarse con alguien cuando se piensa que nadie existe, ni siquiera él. Un hombre con la barba mugrienta de no lavársela nunca, el pelo erizado, pajizo, oscuro de suciedad, estirado de seco, de no conocer las corrientes amortiguadoras y persuasivas del agua desde hacía mucho tiempo.
            __No, nada, que digo que alguna mujer, seguro. Sólo una mujer puede llevar a un hombre al corazón mismo de la soledad.
            Pero tiene la voz limpia, líquida, se dice.
            Se vuelve, a mirar el fondo del barranco, ya un poco más árido, más inhóspito, más lleno de nadas, un lagarto arrastrándose, herido de hambre, y entonces no le dice nada, ¿qué iba a decirle? No oye, no ve cómo el hombre extraño (piensa que la muerte es extraña), a sus espaldas, se va alejando, neblina carbonizada adentro, buscándose en su interior y no encontrando nada, ni una pizca de humedad que llevarse al rostro, a los labios.
            La boca es un desierto, poblada de telarañas.
            Se vira, ¿siempre estuvo tan solo, no había una voz habitándolo?, alzando la vista a donde el cielo es un pedazo grisáceo de nubarrones de plomo y pólvora quemada. Pero en el fondo no le extraña encontrarse igual de solo que cuando se asomó a la baranda del puente, el barranco seco, más seco, nunca corrieron aguas de vida por sus venas, ¿o alguna vez sí? Daba igual, mejor recordar que sí (los tiempos mejores no vuelven), para que el camino de regreso a la taberna del invierno le sirva para refrescarse, recordando memorias, sonrisas, mentiras, siluetas de algas en los muslos de una mujer, ella, aquella mujer, ¿qué noche tuvo entre los dedos, que se le escurrió como se escurrían las gotas de lluvia por las mejillas?
            Entonces llovía, y el gris se manchaba de azul. Pero no llora, los barrancos de las lágrimas también se han secado.
            En la taberna están los mismos de siempre: no hay nadie. Ni siquiera está el ventero.
            A estas horas nunca hay nadie, le dice el ventero a su presencia apagada, venido del vacío, o de la nada, cuando regresa del interior de la misteriosa gruta que hay detrás de la barra grasienta entullada de años, cubierta por una cortina espesa, abundante de polvo y tiempos, las diez de la noche. Una cortina que ya pesa demasiado, se dice, viendo el gesto pesado del ventero apartándola, ¿por qué esos ojos cansados, muertos, mirándolo?
            __Alguna mujer, seguro.
            __¿Cómo?
            __No, que digo que sólo una mujer puede hacer que un hombre se encuentre solo. Y más a estas horas.
            ¿Y si era al revés, si era que una mujer sólo puede encontrar a un hombre si sólo éste está solo? ¿Dónde había leído eso? Cuando leía, se dice, y pide un poco más de lo de siempre.
            __Algo que tenga alcohol __le aclara al ventero.
            __¡Ah! __le dice el ventero, dándole la espalda y cogiendo de la estantería de la que gotean arañas, la botella más empapada de mugre  de todas__, de eso siempre hay.
            Se bebe aquel brebaje oscuro de un solo trago (los malos tragos hay que apurarlos de una sola vez) y le señala con un gesto de dedos, ¿poesía que no se escribe?, que le vuelva a llenar la copa empañada, con babosas en los bordes.
            __Alguna mujer.
            __¿Cómo?
            __Que le decía antes que alguna mujer, seguro __y el ventero se pone el paño arrugado, tieso, húmedo de sudor, de grasa, sobre el hombro derecho, el izquierdo siempre libre, dispuesto para recibir los golpes, los embates del temporal, las palmadas, las esperanzas que nunca llegan (se las llevó la última riada), o que llegaron tarde. O que alguna vez llegaron con melena y olor de mujer. Oliendo a lo que no hay. A limpio. A frescura.
          


                                                         Quintín Alonso Méndez

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