Del libro de cuentos "Palabras desnudas"
así empieza "El barranco de la sed"
El barranco de
la sed
Se asomó
tarde a la baranda del puente: ya las aguas habían pasado.
El barranco
estaba seco, hacía años que estaba seco, ¡siglos, vidas enteras sin haberlas
vivido! Pero la humedad se resistía a irse, abajo, en los bordes de la profundidad,
donde algunos matojos amarillentos sobrevivían y aún respiraban agónicos,
confiados a la mano de la diosa de la lluvia. Aunque era cuestión de tiempo (la
muerte no es otra cosa que una cuestión de tiempo), y los matojos terminarían
por desaparecer, achicharrados, convertidos en cenizas, en polvo, y si no, que
se lo preguntaran a él, que nada más recordaba que una vez quiso estar vivo por
y para la única razón de darse importancia a sí mismo y decirse vanidad vana
que alguna vez tuvo algo muy dentro: la verdad es que no recordaba nada de sí
mismo.
__Ya nos
veremos __le dijeron en una ocasión, ¿quién se lo dijo, cómo se lo dijo, dónde
se lo dijo, por qué se lo dijo, para qué se lo dijo?
No me lo ha
dicho nadie, se dice, sólo que necesito agarrarme a algo, a lo que sea, como
las raíces endémicas de los matojos a la tierra seca, todo con tal de no saltar
y decir adiós de una puta vez, pero adiós ¿a quién, a qué?
__Alguna
mujer, seguro.
__¿Cómo?
__se vuelve, sobresaltado, y se encuentra con un hombre extraño: es extraño
encontrarse con alguien cuando se piensa que nadie existe, ni siquiera él. Un
hombre con la barba mugrienta de no lavársela nunca, el pelo erizado, pajizo,
oscuro de suciedad, estirado de seco, de no conocer las corrientes amortiguadoras
y persuasivas del agua desde hacía mucho tiempo.
__No, nada,
que digo que alguna mujer, seguro. Sólo una mujer puede llevar a un hombre al
corazón mismo de la soledad.
Pero tiene
la voz limpia, líquida, se dice.
Se vuelve, a
mirar el fondo del barranco, ya un poco más árido, más inhóspito, más lleno de
nadas, un lagarto arrastrándose, herido de hambre, y entonces no le dice nada,
¿qué iba a decirle? No oye, no ve cómo el hombre extraño (piensa que la muerte
es extraña), a sus espaldas, se va alejando, neblina carbonizada adentro,
buscándose en su interior y no encontrando nada, ni una pizca de humedad que
llevarse al rostro, a los labios.
La boca es
un desierto, poblada de telarañas.
Se vira,
¿siempre estuvo tan solo, no había una voz habitándolo?, alzando la vista a
donde el cielo es un pedazo grisáceo de nubarrones de plomo y pólvora quemada.
Pero en el fondo no le extraña encontrarse igual de solo que cuando se asomó a
la baranda del puente, el barranco seco, más seco, nunca corrieron aguas de vida
por sus venas, ¿o alguna vez sí? Daba igual, mejor recordar que sí (los tiempos
mejores no vuelven), para que el camino de regreso a la taberna del invierno le
sirva para refrescarse, recordando memorias, sonrisas, mentiras, siluetas de
algas en los muslos de una mujer, ella, aquella mujer, ¿qué noche tuvo entre
los dedos, que se le escurrió como se escurrían las gotas de lluvia por las
mejillas?
Entonces
llovía, y el gris se manchaba de azul. Pero no llora, los barrancos de las
lágrimas también se han secado.
En la
taberna están los mismos de siempre: no hay nadie. Ni siquiera está el ventero.
A estas
horas nunca hay nadie, le dice el ventero a su presencia apagada, venido del
vacío, o de la nada, cuando regresa del interior de la misteriosa gruta que hay
detrás de la barra grasienta entullada de años, cubierta por una cortina
espesa, abundante de polvo y tiempos, las diez de la noche. Una cortina que ya
pesa demasiado, se dice, viendo el gesto pesado del ventero apartándola, ¿por
qué esos ojos cansados, muertos, mirándolo?
__Alguna
mujer, seguro.
__¿Cómo?
__No, que
digo que sólo una mujer puede hacer que un hombre se encuentre solo. Y más a
estas horas.
¿Y si era al
revés, si era que una mujer sólo puede encontrar a un hombre si sólo éste está
solo? ¿Dónde había leído eso? Cuando leía, se dice, y pide un poco más de lo de
siempre.
__Algo que
tenga alcohol __le aclara al ventero.
__¡Ah! __le
dice el ventero, dándole la espalda y cogiendo de la estantería de la que gotean
arañas, la botella más empapada de mugre de todas__, de eso siempre hay.
Se bebe
aquel brebaje oscuro de un solo trago (los malos tragos hay que apurarlos de
una sola vez) y le señala con un gesto de dedos, ¿poesía que no se escribe?,
que le vuelva a llenar la copa empañada, con babosas en los bordes.
__Alguna
mujer.
__¿Cómo?
__Que le
decía antes que alguna mujer, seguro __y el ventero se pone el paño arrugado,
tieso, húmedo de sudor, de grasa, sobre el hombro derecho, el izquierdo siempre
libre, dispuesto para recibir los golpes, los embates del temporal, las
palmadas, las esperanzas que nunca llegan (se las llevó la última riada), o que
llegaron tarde. O que alguna vez llegaron con melena y olor de mujer. Oliendo a
lo que no hay. A limpio. A frescura.
Quintín Alonso Méndez
No hay comentarios:
Publicar un comentario