domingo, 15 de diciembre de 2013

                                                               Foto: Jorge García

                      De "La historia del zapatito", novela 
(“Querida Lunaazul: las alas nocturnas del jueves me han traído de vuelta a casa, y aquí me tienes, esperándote –ya he regado los rosales--, un jueves que ya es viernes, pero que no será viernes hasta que amanezca, resacoso y cabrón, con pies y cabeza de plomo.
“Estas alas que al llegar a casa, aletean por las habitaciones y no me dejan dormir –los rosales han sentido su paso, agitándose sus ramas ya demasiado largas--, por eso me pongo a dibujar palabras, en lo que el cansancio me venza. Multitud de cometas cubren el cielo, alumbradas desde las calles, balcones y azoteas palpitan por el soplo encendido de antorchas de tea, parecen murciélagos volando la noche. Lunaazul, tengo la impresión de que hoy es el primer día de no sé qué días”).
 Pronto, maltratador, se ha despertado el viernes y me resisto a repetirme «culpable, lo sabía, lo sabía». Dolor incorregible de cabeza, pero una “orden” persistente me lleva horas martilleando las sienes, localizar lo antes posible a Luis Piconero, advertirle de que no nos llamemos por teléfono bajo ningún concepto, decirle la nueva forma de ponernos en contacto. Hoy viernes será fácil encontrarlo, es día de cobro.
Me arrastro hasta el Ayuntamiento y me pongo a olisquear por los bares de alrededor, donde todos van de uniforme, vistan como vistan. No tardo en verlo aparecer, cruzando la plaza Consistorial. Unas palabras cortas, un café rápido y nos despedimos en medio de la plaza, a la vista de “nuestros ojeadores”: los dos tenemos prisas, él por cobrar, yo por regresar a casa y meterme bajo el agua bendita hasta que se disipen los malos humores.
Mi mujer ha venido para decirme que se va, pronto, «el lunes», pero ha venido a estar conmigo «tres enanos días infinitos». Después de dejarla que tome tierra, se ponga cómoda, abra la maleta y me entregue una bolsa repleta de libros, abrimos dos cervezas y nos sentamos: hora de relajarnos y es buena hora para ella, pasado el mediodía, y es buena hora para mí, lo mejor para la resaca –la carta me mira muda, invisible, desde lo alto del mueble. «Cuéntame», me dice. Estiro la mano, y la carta se desliza por el aire, planeando, la recibo con las manos abiertas y la deposito en las manos de mi mujer, que tiene ojos de águila y de sólo pasear la vista por la hoja, ya la ha leído. La guarda, la esconde en el bolso, se levanta y me da un beso, «cuéntame».
Cuando bajamos la colina azul –esta tarde todo es azul, la luna es azul--, a media tarde, mi mujer cree ver sombras moviéndose por entre los árboles, automóviles aparcados a los lados de la carretera, sin ocupantes, pero cuyos faros no dejan de mirarnos, ojos ocultos en cualquier escondrijo, detrás de unos matorrales, siguiendo nuestros pasos, pero me dice «tengo que enseñarte los dibujos que he hecho», y se abraza a mi brazo.
No hay cometas en sus nuevos dibujos, no hay nada. O son sólo matorrales, nubes, lomas, con los colores de la hora que delata, diurnos, vespertinos, solares, lunares. La miro sin mirarla para que piense que no la miro, y ya me veo amontonando mis cosas, sacándolas de su territorio, yéndome –me gusta pensar que nunca he estado. No hay cometas, no hay zapatitos, estás en otra parte, le digo, «cállate», me dice, la voz rabiosa. Está desnuda, y su desnudez es un vestido de telas burdas de saco, que apenas si dan para cubrir los silencios, sus pudorosos silencios. Tardaré en entender sus palabras, lo sé, «eres una mentira que vive de mentiras, en las mentiras, construyes mentiras y pretendes que sean reales, mentiras, pero reales. No, no llegas a tanto, son simplemente mentiras, inventos. No hay nada real en ti. Inútil», me escupe. No hablo más esta noche, ni siquiera conmigo mismo, me doy igual. No salgo al patio a ver los rosales: son sus rosales. No intento acercarme a ella, a su territorio: es su territorio, ¿qué hace un barco aquí, ahora, sesgando el horizonte?  

                                                                   Foto: Jorge Garcia


                                                    Quintín Alonso Méndez

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