De "La historia del zapatito", novela
(“Querida Lunaazul: las
alas nocturnas del jueves me han traído de vuelta a casa, y aquí me tienes,
esperándote –ya he regado los rosales--, un jueves que ya es viernes, pero que
no será viernes hasta que amanezca, resacoso y cabrón, con pies y cabeza de
plomo.
“Estas alas que al llegar
a casa, aletean por las habitaciones y no me dejan dormir –los rosales han
sentido su paso, agitándose sus ramas ya demasiado largas--, por eso me pongo a
dibujar palabras, en lo que el cansancio me venza. Multitud de cometas cubren
el cielo, alumbradas desde las calles, balcones y azoteas palpitan por el soplo
encendido de antorchas de tea, parecen murciélagos volando la noche. Lunaazul,
tengo la impresión de que hoy es el primer día de no sé qué días”).
Pronto, maltratador, se ha despertado el
viernes y me resisto a repetirme «culpable, lo sabía, lo sabía». Dolor
incorregible de cabeza, pero una “orden” persistente me lleva horas
martilleando las sienes, localizar lo antes posible a Luis Piconero, advertirle
de que no nos llamemos por teléfono bajo ningún concepto, decirle la nueva
forma de ponernos en contacto. Hoy viernes será fácil encontrarlo, es día de
cobro.
Me arrastro hasta el
Ayuntamiento y me pongo a olisquear por los bares de alrededor, donde todos van
de uniforme, vistan como vistan. No tardo en verlo aparecer, cruzando la plaza
Consistorial. Unas palabras cortas, un café rápido y nos despedimos en medio de
la plaza, a la vista de “nuestros ojeadores”: los dos tenemos prisas, él por
cobrar, yo por regresar a casa y meterme bajo el agua bendita hasta que se
disipen los malos humores.
Mi mujer ha venido para
decirme que se va, pronto, «el lunes», pero ha venido a estar conmigo «tres enanos
días infinitos». Después de dejarla que tome tierra, se ponga cómoda, abra la
maleta y me entregue una bolsa repleta de libros, abrimos dos cervezas y nos
sentamos: hora de relajarnos y es buena hora para ella, pasado el mediodía, y
es buena hora para mí, lo mejor para la resaca –la carta me mira muda, invisible,
desde lo alto del mueble. «Cuéntame», me dice. Estiro la mano, y la carta se
desliza por el aire, planeando, la recibo con las manos abiertas y la deposito en
las manos de mi mujer, que tiene ojos de águila y de sólo pasear la vista por
la hoja, ya la ha leído. La guarda, la esconde en el bolso, se levanta y me da
un beso, «cuéntame».
Cuando bajamos la colina
azul –esta tarde todo es azul, la luna es azul--, a media tarde, mi mujer cree
ver sombras moviéndose por entre los árboles, automóviles aparcados a los lados
de la carretera, sin ocupantes, pero cuyos faros no dejan de mirarnos, ojos
ocultos en cualquier escondrijo, detrás de unos matorrales, siguiendo nuestros
pasos, pero me dice «tengo que enseñarte los dibujos que he hecho», y se abraza
a mi brazo.
No hay cometas en sus
nuevos dibujos, no hay nada. O son sólo matorrales, nubes, lomas, con los
colores de la hora que delata, diurnos, vespertinos, solares, lunares. La miro
sin mirarla para que piense que no la miro, y ya me veo amontonando mis cosas,
sacándolas de su territorio, yéndome –me gusta pensar que nunca he estado. No
hay cometas, no hay zapatitos, estás en otra parte, le digo, «cállate», me
dice, la voz rabiosa. Está desnuda, y su desnudez es un vestido de telas burdas
de saco, que apenas si dan para cubrir los silencios, sus pudorosos silencios. Tardaré
en entender sus palabras, lo sé, «eres una mentira que vive de mentiras, en las
mentiras, construyes mentiras y pretendes que sean reales, mentiras, pero
reales. No, no llegas a tanto, son simplemente mentiras, inventos. No hay nada
real en ti. Inútil», me escupe. No hablo más esta noche, ni siquiera conmigo
mismo, me doy igual. No salgo al patio a ver los rosales: son sus rosales. No
intento acercarme a ella, a su territorio: es su territorio, ¿qué hace un barco
aquí, ahora, sesgando el horizonte?
Foto: Jorge Garcia
Quintín Alonso Méndez
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