Siglos sin saber de ti
Siglos sin saber de ti, es decir,
siglos sin saber de la vida. Esto mismo escribí hace siglos, cuando te sabía sin
conocerte y caminabas por mis sueños, ya me digo que es mi destino: pasar por la
vida sin saber de la vida. Nunca fui niño, nunca fui joven, y ahora que voy trastabillando
a la vejez, no sabré ser un viejo adulto, no sabré renunciar al paso de los
años, y así, desorientado, no veré lo que no vi, cómo el corazón se me cuarteó,
se me cayó a pedazos, las hienas destrozándose entre ellas con tal de una
lamida a un corazón aún con débiles latidos, recién caído del cuerpo, de los
sentidos. Siglos sin saber de ti, es decir, siglos sin saber de la vida. Y ya
sé que a la vida no le importa saber de mí, no sabe de pararse y esperar. Las
diosas vuelan por encima de los tejados de los dolores humanos, al menos por
encima de los dolores pobres, enflaquecidos. Por eso me asomo a lo más cercano
a lo que podría ser un horizonte, un palo de morera, horizontal, sostenido
entre dos piedras tiznadas de carbón, de ese palo cuelgan sueños boca abajo,
¡qué digo sueños!, cuelgan destinos ya matados, degollados, los mismos que yo
supe, vi, en el primer desmayo, en el primer susto, apenas aprendiendo a
caminar, a abandonar el suelo, la tierra, me asomo y el horizonte está caído entre
las piedras. Siglos sabiendo que la plaza festiva existía, que tu risa armada
de flechas envenenadas con el polen de la vida, existía, que tus manos de flores
blancas, existían. Siglos lejos, más allá del territorio de las plazas. Eternidades
de siglos que tardé en llegar, en atravesar mi propio desierto, siglos para al
final entrar en la plaza y leer en el tronco viejo del árbol «ya no te espero
más», siglos sin saber de ti, es decir, siglos sin saber de la vida
Quintín Alonso Méndez
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