La última novela
Ella tuvo toda la paciencia hasta que el dolor se lo permitió.
Entonces, rota en llantos, cogió las tijeras y cortó por la base, la sangre
salpicándole el rostro. Luego cubrió la tierra con sal: ninguna raíz volvería a
crecer, ni siquiera a nacer.
En la plaza, inundada de luz, anidaban los pájaros, y ahí el
laurel permanece.
De él no se supo más. Hay quien dice que lo vieron alejarse,
hundido, arrastrando los pies, y hay quien dice que de vez en cuando, cuando la
plaza está inundada de luz, ven su espíritu envejecido vagando, y lo ven, con las
uñas rotas, estriadas y manchadas de sangre, arañar en la lisa y dura madera del
laurel.
Nadie sabe ver las ventanas abiertas que tiene el camino, esa
lágrima que como una vela no deja no brillar y parpadear. Nadie sabe ver el banco
de madera donde ella y él están sentados, reconociéndose. Ahí se encontrarán
Quintín Alonso Méndez
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