domingo, 5 de enero de 2014



La última novela

Ella tuvo toda la paciencia hasta que el dolor se lo permitió. Entonces, rota en llantos, cogió las tijeras y cortó por la base, la sangre salpicándole el rostro. Luego cubrió la tierra con sal: ninguna raíz volvería a crecer, ni siquiera a nacer.

En la plaza, inundada de luz, anidaban los pájaros, y ahí el laurel permanece.

De él no se supo más. Hay quien dice que lo vieron alejarse, hundido, arrastrando los pies, y hay quien dice que de vez en cuando, cuando la plaza está inundada de luz, ven su espíritu envejecido vagando, y lo ven, con las uñas rotas, estriadas y manchadas de sangre, arañar en la lisa y dura madera del laurel.


Nadie sabe ver las ventanas abiertas que tiene el camino, esa lágrima que como una vela no deja no brillar y parpadear. Nadie sabe ver el banco de madera donde ella y él están sentados, reconociéndose. Ahí se encontrarán



                                                        Quintín Alonso Méndez

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