Del libro de cuentos "Las casas de los cuentos"
del cuento "La casa habitada"
Está tranquila la tarde. Continúa el tiempo sur, pero se ha
ido el viento molesto empapado de arena, que ahora reposa sobre las olas
mansas. Esta luz azul me atrae, me retiene y me detiene. Quédate, espera a la
noche, que se viene acercando con un susurro detenido. Quédate desnuda, que te
vean mis manos. Es sólo retrasar un poco el movimiento indetenible de la
soledad andante. Después no vuelvas, no regreses a este silencio vacío, a esta
oquedad en los miembros. Quédate, deja que el alba se vaya diluyendo y
difuminando en tu silueta ya invisible, impalpable.
Quédate,
deja que la tarde vuelva a su origen.
Después ya
no seremos más que un eterno olvido enterrado.
El hastío en
un monstruoso gusano que habita en las entrañas, en permanente estado de larva,
como una enorme rata despellejada viva. Sube hasta la boca de la garganta
cuando las tormentas airean y crispan los nervios, se desahoga arañando las
cavidades más externas, luego baja y se cobija cerca del vientre, mordiendo con
saña los costados, los órganos más débiles, restregándose y bañándose en la bilis,
los ojos viscosos, goteando babas, sobresaliendo del rostro, echando llamaradas
de luz negra. Nunca duerme, siempre alerta al sobresalto más diminuto, su
alimento diario. No deja de ir creciendo ante nuestra indiferencia, hasta el
día que revienta en mil partículas, dando paso a infinitos gusanitos babosos
que se arrastran por nuestro cuerpo yerto, aterido por la quietud, y se van
desperdigando por la tierra húmeda, por las raíces, desapareciendo hasta que
asome un nuevo nacimiento, hasta que un incipiente furor los llame al ocaso, a
la destrucción.
La pena es
un hijo menor, un gusano de seda.
Huye,
aléjate de los corazones vacíos, hambrientos. Búscate un rostro con la cara
lavada, restregada en el azúcar, deja los pobres olores para los pobres de
espíritu, para las fieras del bosque. Olvida la sensación mareante del origen,
la primera sensación. Hazte una imagen para el día, una sonrisa para cada
síntoma de sinsabor. La vida no tiene más vidas que huir del dolor sincero, sin
placer.
Me voy al abismo con las alas libres, la
luz vespertina en la cresta de los acantilados. Me posaré en el suelo como el
roce instantáneo del cernícalo en las briznas de yerba; luego, el vértigo a las
alturas, el desprendimiento de toda sustancia finita. Una inesperada y solitaria
andadura por los témpanos de aire. Quizás no hay residencia en la claridad.
Quizás no hay tibieza porque la soledad no deja de aletear libre en pos del
abismo.
Cuando leas
los versos, de esos versos que te lleguen a la memoria y al roce, que te detengan y te irisen, ánclate,
cógelos, sórbelos, mastícalos, y luego déjalos que prosigan errátiles en busca
del latido, aunque tú no sepas nunca que lo palparon.
Es una calma
limpia la que habita la atmósfera.
Persiste el
rumor absorbente de la mar. Y va usurpando todos los sentidos, arrullando esta
luz pálida que no es visible sino desde la nostalgia. Rumor que viene de otros
labios. De otros latidos.
Dentro del
rumor, la luna en su cuarto menguante. Guiada por Venus y empujada por Júpiter,
le da los ojos a la mancha azulada del espacio. La luz viva, esparcida en
pinceladas naranjas violetas amarillas, deslizándose por nubes de algodón.
Horizonte
inquieto.
Rumor.
Foto: Jorge García
Quintín Alonso Méndez
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