viernes, 22 de noviembre de 2013

                                                                 Foto: Jorge García

   Del libro de cuentos "Las casas de los cuentos"
del cuento "La casa habitada"

Está tranquila la tarde. Continúa el tiempo sur, pero se ha ido el viento molesto empapado de arena, que ahora reposa sobre las olas mansas. Esta luz azul me atrae, me retiene y me detiene. Quédate, espera a la noche, que se viene acercando con un susurro detenido. Quédate desnuda, que te vean mis manos. Es sólo retrasar un poco el movimiento indetenible de la soledad andante. Después no vuelvas, no regreses a este silencio vacío, a esta oquedad en los miembros. Quédate, deja que el alba se vaya diluyendo y difuminando en tu silueta ya invisible, impalpable.

            Quédate, deja que la tarde vuelva a su origen.

            Después ya no seremos más que un eterno olvido enterrado.

            El hastío en un monstruoso gusano que habita en las entrañas, en permanente estado de larva, como una enorme rata despellejada viva. Sube hasta la boca de la garganta cuando las tormentas airean y crispan los nervios, se desahoga arañando las cavidades más externas, luego baja y se cobija cerca del vientre, mordiendo con saña los costados, los órganos más débiles, restregándose y bañándose en la bilis, los ojos viscosos, goteando babas, sobresaliendo del rostro, echando llamaradas de luz negra. Nunca duerme, siempre alerta al sobresalto más diminuto, su alimento diario. No deja de ir creciendo ante nuestra indiferencia, hasta el día que revienta en mil partículas, dando paso a infinitos gusanitos babosos que se arrastran por nuestro cuerpo yerto, aterido por la quietud, y se van desperdigando por la tierra húmeda, por las raíces, desapareciendo hasta que asome un nuevo nacimiento, hasta que un incipiente furor los llame al ocaso, a la destrucción.

            La pena es un hijo menor, un gusano de seda.

            Huye, aléjate de los corazones vacíos, hambrientos. Búscate un rostro con la cara lavada, restregada en el azúcar, deja los pobres olores para los pobres de espíritu, para las fieras del bosque. Olvida la sensación mareante del origen, la primera sensación. Hazte una imagen para el día, una sonrisa para cada síntoma de sinsabor. La vida no tiene más vidas que huir del dolor sincero, sin placer.

           

Me voy al abismo con las alas libres, la luz vespertina en la cresta de los acantilados. Me posaré en el suelo como el roce instantáneo del cernícalo en las briznas de yerba; luego, el vértigo a las alturas, el desprendimiento de toda sustancia finita. Una inesperada y solitaria andadura por los témpanos de aire. Quizás no hay residencia en la claridad. Quizás no hay tibieza porque la soledad no deja de aletear libre en pos del abismo.

            Cuando leas los versos, de esos versos que te lleguen a la memoria y al roce, que te detengan y te irisen, ánclate, cógelos, sórbelos, mastícalos, y luego déjalos que prosigan errátiles en busca del latido, aunque tú no sepas nunca que lo palparon.

            Es una calma limpia la que habita la atmósfera.

            Persiste el rumor absorbente de la mar. Y va usurpando todos los sentidos, arrullando esta luz pálida que no es visible sino desde la nostalgia. Rumor que viene de otros labios. De otros latidos.

            Dentro del rumor, la luna en su cuarto menguante. Guiada por Venus y empujada por Júpiter, le da los ojos a la mancha azulada del espacio. La luz viva, esparcida en pinceladas naranjas violetas amarillas, deslizándose por nubes de algodón.

            Horizonte inquieto.

            Rumor.


            Afuera ya llega la noche silenciosa. Abierta la ventana etérea, la brisa leve, con sabor a frío

                                                                         Foto: Jorge García

                                                                    Quintín Alonso Méndez


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