martes, 19 de noviembre de 2013


                                                                   Foto: Jorge García

     De "El eco de las mareas calladas", novela  

Ahora, sí, la marea alta, espuma en la costa, se ha abierto paso la luz. Hay un error en todo esto que escribo: la ignorancia. Ignoro de qué está hecha la materia del amor. Ese error me lleva a la ceguera. A la peor ceguera de todas, la de no querer ver, «tu vida no me interesa», resuena en las entrañas de los sótanos, «déjame vivir, haz lo que te dé la gana», palabras que queman y a pesar de herir, abren los ojos, despiertan a lo que hay detrás de la oscuridad, la razón, «me agobias», y es un aguacero interminable de soledades cayendo de las copas de los árboles. Un día u otro, la vida tenía que acabarse y así otra vida nace. Espero que ahora, al abrirle los brazos al viernes que es hoy y será mañana, le estalle en la boca la expresión que la define y sobren los demás comentarios, «¡madre mía!».
«Esto se me hace demasiado grande», musita, y entonces ya sí, se recoge, mide fríamente la distancia, la desdeña, se da la vuelta, unas lágrimas, sólo unas pocas lágrimas, el hastío no da para más, y pronto muy pronto al encuentro de la voz que le pone flores a las palabras.   
Se cae la tarde y la mente es una piedra que aplasta, se le caen las manos al alma, duelen los huesos que sustentan las columnas de las palabras. Vendrá la noche y ya es viernes, he de salir a por el aire, la cerveza, que embriaguen, aturdan. La lucidez es fachada, escaparate, no la quiero. Un viernes que lleva haciendo el nido durante meses, quizás años desde el silencio, la rabia, la llaga que muerde y araña y muerde y horada sin cerrarse, sin matar. Ahora es cuestión de recuperar la pena y enterrarla, dentro de la llaga, y cerrar, cerrarle las nostalgias a lo que ha de ser alegría, al fin alegría, risa, quizás semilla, origen. Así se cierra una herida. «No te pido que me quites las espinas, sino que las aceptes». Una lágrima rompe porque sí, y se queda en la nada, nadie la conoce, nadie la ha visto deslizarse y rodar en busca de la mar. Tiene salitre el rasgueo de la guitarra, teclas con flores el piano. Pero la voz se suaviza, no quiere matar de golpe, «quiero que seas feliz», me dice. Lo que estoy escribiendo, que resultará banal, insulso, a los sentidos que lo lean, tumba, arrastra, me hunde en mi mundo real, el que no existe, el que vive en el aire y respira de letras, de papel, de cigarros y cervezas. Vivo en la otra cara de la vida.
Siempre he visto a los barcos alejarse, hacia el oriente o el poniente, pero alejarse. Pasan. Sólo el barco de la estela de la luna se acerca y llega hasta mí en la costa, una soledad metálica, fría, que se posa a mis pies, único barco que atraca en mi puerto astillado para traerme más soledad y encallar junto a los demás barcos de las otras lunas. Y a barcos astillados suena el temporal de viento seco contra los ventanales.  Piano tocado con dedos de palo. Pero dedos que aprietan y abren y sajan y enloquecen la carne. Las caderas de la guitarra se estremecen. Caderas de agua y fuego, ondulándose en la noche, en la playa, descalzas las caderas, a la luz insinuadora de las hogueras, «te llamo porque pienso en ti, te he visto en las sombras, mirándome, viéndome bailar, me desnudabas con la mirada, he temblado». Tiempos viejos, remotos, imaginados, sombras dentro de las sombras, la otra cara de la vida real, tiempos también astillados, también varados junto con los demás escombros de los tiempos viejos. Ahora la música es otra, no es de mar. Es música de arrastres. De limpiarle la piel a los paraísos que se quedaron amarrados a aquellas tardes, aquellos encuentros temblorosos, aquellos besos furtivos que sabían a regiones de labios. Un tablero de ajedrez donde compiten los muertos contra los vivos. No hay color. Ya no hay colores. Ahora comprendo que he esperado sentado, no a que llegara la vida, sino la muerte. Buscarme el dolor para que la espera tuviera sentido. ¿Entretenerme? ¡No!, tenderle la mano a la tristeza herida, rescatarla de los pozos oscuros de las pesadillas y dejarla sentada en la plaza, por donde, era cosa de las hadas, pasaría el regreso, el soplo secreto, agitador, de dónde está el lugar. Aquí hay una isla, naufrago en ella. Donde el sol no tiene horas. Tiene distancias que el tiempo camina.    
  


                                                 Foto: Jorge García

                                           Quintín Alonso Méndez

                                                           

No hay comentarios:

Publicar un comentario