lunes, 11 de noviembre de 2013




    Del libro de cuentos "Palabras desnudas"
  del cuento "ayer te sigue esperando"

Pero cuando tuvo su primer tropiezo serio fue al mirarla, así, ella tan delicada, haciendo equilibrios por el pretil de la acera, sus dos brazos eran dos alas planeando. Ella no lo miró.
            Tropezó, se cayó al charco del vacío. Lloró, lloró (ella estaba llorando).
            __¿Por qué lloras?
            __Por él __le dijo__, por él.
            Aún tendrían que pasar vidas antes de que él supiera aceptar que ella siempre lloraría por él, por él. Aún tendrían que pasar vidas antes de mirarse y comprender que él nunca, nunca, sería él.
           Sólo podía estirar las manos, hablarle sin levantar la brisa, y decirle no te preocupes, él volverá, él está contigo.
            __¿Cómo lo sabes? __su mirada incrédula, desconfiada.
            Encogerse de hombros en la tarde fría.
            __Lo sé.
             Volverse de espaldas en la tarde fría. Para que no lo vea llorar. Para no oírla, «gracias, gracias». Perderse en las negruras de las esquinas, a donde no llegan ni las caricias ni los besos ni ayer.
            La vida es mirar y no tocar, y nunca lo aprenderá. Tiene la materia del alma llena de debilidades y se le escapan palabras, quizás resentimientos, intentos de encuentros de vez en cuando (cuando la luna se ausenta embrumada en el techo gris, triste, de la ciudad). La vida es mirar y no darle tiempo al tiempo a que te mire. Él anda por ahí, volverá, y ella lo sabe, ella lo espera, lo espera así, abierta a las brisas de las esquinas.
            En ayer, el tiempo se detenía en las fronteras de las charcas, con los patos, las garcetas, el sol brillando manso en las aguas, inventando océanos; en la ciudad, el tiempo iba creciendo, envejeciéndose, colores pálidos trepando por las paredes.
            Así serán los amores, escribe, palideces paseando por las plazas de la ciudad. Paseando a solas. Así son. Hermoso el resplandor de las horas de la mañana despertándose. Hermoso verla pasar, oírle la risa, cómo se le ahoga en la boca de él, volvió. Los bares están hechos para detener el insomnio, olvidarlo por un rato. No importa, quizás soñar no tenga importancia: no hay espacios en el aire donde los sueños puedan volar. Soñar es algo así como no estar en ninguna parte.  
            __Cuando no sueñas, ¿qué haces?
            __Buscar sueños.
            O inventarlos o adivinarlos o mirarlos, allá, a lo lejos, verlos perderse por donde se divisa como un horizonte de amapolas.
            Paseando a solas, asoman pronto palideces. Reconoce que nunca supo cogerle el tranquillo a los entresijos de la ciudad, cogerle ese gusto que tienen las cosas cotidianas. Pero es que nunca estuvo del todo en ninguna parte, había un cúmulo de corrientes internas que lo sacudían y lo llevaban de un silencio a otro. Se alejaba de cualquier alboroto que le recordara la risa: le dolía la risa tan cercana, tan lejos de sus labios. La sed, natural, formaba ya parte de su ser, como una presencia más, y en el fondo quizás fuera un estímulo, una búsqueda, pero intuía que sólo le quedaban calles como caminos, y puertas oscuras, cerradas, pesadas como montañas, como secretos que nadie descubriría ni indagaría jamás. Quizás nunca tuvo tiempo de ser un niño. Quizás había nacido para destruir la vida, por eso se aplaudía la debilidad de alejarse y se reprochaba su fortaleza mediocre de intentar acercarse.
            Salir de la ciudad o entrar en ella era únicamente cuestión de pisar la calle o no. Así de sencillo. «¿Dónde andabas metido?», pregunta estúpida. Entre las cuatro paredes que le han destinado, qué importaba la ubicación, la escuela, la cárcel, la iglesia, el cuartel, el manicomio, el monasterio, el hospital, sólo son cuatro paredes, una frialdad mortal dentro de ellas: nunca les daba el sol. «¿Y a dónde vas ahora?», para esa pregunta se había apropiado de una respuesta vaga, curiosa, repetida: «tengo que hacer».
            Era verdad, tenía que hacer, meterse en el silencio, cerrar los ojos y buscar, buscar y buscar en algún rincón de los recuerdos un sueño que aún latiera, agarrarse a él, hincharse un poquito más de mundos que no vivió y que no iba a vivir, pero así, con los ojos cerrados, los tenía tan cerca… creía rozarlos, hasta creía olerlos, mundos de pan recién hecho, una ligera brisa que le venía de ayer, trayéndole el rumor del agua rodando por entre las piedras, el croar de las ranas al atardecer, el murmullo de la mar adormeciéndolo… era la única manera para que así quizás le pudiera venir el sueño, y entonces las palomas de las fantasías poblaban las plazas, plantaban árboles, rozaban roces…
            Descubrió tarde que a cada momento, en la ciudad debía de haber un sitio a donde ir para que fueran importantes los recorridos arriba y los recorridos abajo por las calles. En ayer simplemente se estaba.
            En ayer se dejó todo lo que iba a vivir.
            En la ciudad busca entre la basura, con las ratas, un resquicio por donde huir, o donde estar, un pedazo de tiempo que le traiga tiempos detenidos, amanecer con una calidez al lado que te recuerde al sol, a la alegría del sol, bañando la yerba de luz, de lágrimas dulces.
            Pero hace tiempo que ya no busca: sabe que las condenas son horizontes, paralelas al correr del tiempo. Es una orilla sin isla y sabe que debe dejar al curso de la vida en su quehacer diario, no debe y ya no quiere inmiscuirse en los avatares del mundo, porque el mundo tiene sus propias normas, sus amores escogidos de antemano: él entonces no estaba y no iba a estar ahora. Alguna disculpa atolondrada no le traía más que más daños, más quejidos al mundo. Sólo tenía derecho a ser cruel consigo mismo: ya estaba entendiendo que los demás eran felices a su manera, con sus códigos ocultos, y él no sobraba por la sencilla razón de que no estaba.
            __Él volverá, te lo prometo __pero se lo dice apartando los ojos, heridos, doliéndole aquella mirada húmeda, bella: la humedad le trae recuerdos de lo que no existe para él, de lo que ya no existe: ayer.
            Se vuelve a la plaza encantada, la llama así porque es en la ternura quieta de la plaza a estas horas trémulas que atardecen donde le parece encontrarse en un ayer que aún no ha venido, que vendrá para alguien, para que las risas estallen de nuevo en las frutas de los árboles. Aquí las lágrimas no son vistas, escribe, no implican a nadie.
            Entonces la ve. Abrazada a él, se dice. Una risa cantarina que le trae de vuelta los sonidos de la marea, de los pájaros libres en la primavera, de la lluvia empapando la tierra. Y él la besa, la atrae hacia sí, la abraza como sólo se puede abrazar lo que se ama: con miedo de que se rompa. Las lágrimas le traen un dolor que lo acarician.
            Entonces ella lo ve, se le acerca arrastrando consigo a su amor infinito: no recordaba que nadie en la vida se le acercara con la vida brillándole en los ojos, ofreciéndola.
            __Hola, tenías razón __y la voz de ella son heridas que se le van abriendo, gotas líquidas salpicando de palomas el suelo de la plaza__, ¿sabes?, vengo de ayer __y mira con la sonrisa más dulce a su amor infinito.
            __Hola __pero no sabe sonreírle, se levanta y se adentra en el suelo salpicado de luz, de palomas, empezando a irse.
            __¿Sabes? __le llega la melodía de la voz de ella__, ayer te sigue esperando.
            No mira hacia atrás, no quiere comprobar el dolor dulces, viéndolos abrazados, unidos, construyendo nidos.
            «Ayer te sigue esperando», le repite ella, un grito de vida que sacude las palomas, la luz, elevándolas al cielo descubierto, azul, libre, «ayer te sigue esperando».

            A morir del todo, escribe


                              Quintín Alonso Méndez


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