Del libro de cuentos "Palabras desnudas"
así empieza el cuento "Como si mi vida tuviera importancia"
Como
si mi vida tuviera importancia
La vida se
me empezó a ir, escribo, justo cuando me encontré con la vida: cuando abrí los
ojos.
Me la
encontré como se encuentran esos objetos bellos, deslumbrantes: detrás de la cristalera,
a donde sólo llega la mirada, el roce de la nariz, los labios, en el cristal
(melancolía es el nombre que tienen las cerezas cuando la recuerdas así, tan
bella, tan prohibida). Ella, la vida, o la vida, ella, qué más da, la fruta es
la madre del árbol.
«Tan lejana»
son las dos palabras precisas, justas, medibles, «tan lejana» es un dolor que
crece (sólo crecen así los olvidos), y que acrecienta la lejanía. La diosa de
la distancia, medida día a día por el tiempo, con los ojos arrebolados, entonces
es necesario construir la distancia: para medirte y medirme. Es la gran prueba
que nos imponemos: para crear lo imposible (y aquí, entre nosotros, lo
imposible no existe).
La vida se
me empezó a ir, escribo, justo cuando me encontré con la vida: cuando abrí los
ojos y te miré, cristal transparente, tenías la mirada de la sonrisa, por eso
nos reconocimos.
«Hola»,
escribo que nos dijimos, sin mirarnos, para ir comprobando poco a poco que la
distancia se había evaporado: un susurro de labios nos dijo que cada uno estaba
dentro del otro, o casi, ¡ay, sueños que trae la madrugada con este frío que
araña y muerde! Salimos, a que la luz nos reconociera, pero fuimos nosotros
quienes nos reconocimos en la luz y la luz nos envidió, se abrió. Entonces nos
miramos. Éramos y veníamos de esperarnos. Han pasado cincuenta años, dijo el
tiempo. Cincuenta años llenos de racimos de lejanías: largas estancias en las
que tú te ausentabas (necesitabas tus uvas), pero volvías, siempre volvías.
Hasta hoy, hoy, que tanto echo de menos tus manos menudas, la ternura de tu
mirada, de tu voz, ¿en qué labios andará hoy posada tu voz, el cuerpo de tu
voz?, a ti toda, para decirte «me voy porque lo que me queda de cuerpo se va,
pero yo me quedo, contigo, como me quedé siempre, a partir de ahora búscame
sólo dentro, en los recuerdos, tantos recuerdos, o afuera, tantos espacios
vacíos que no supe ocupar».
Yo no quiero
irme, pero si me vieras, me comprenderías, este cuerpo ya no existe, sólo tiras
de piel descosidas, desarrimadas, recuérdame como era, mirándote así, apenas
mirándote para no herirte, para que no te envolviera el miedo, el pavor, el
«por favor, no me lo pidas». Me verás donde estuvimos, pero sobre todo, donde
quisimos estar y no nos dejaron nuestros miedos, pero sobre todo, tus amores,
tus bellos y encantadores amores. Cuánto me ha dolido siempre saberte. Y cuánto
me has dado, cuánta certeza de la plenitud desde que te supe, deslumbrante,
detrás de la cristalera.
¿Ves?, ni
siquiera ahora este pobre cuerpo mío, deshilachado, me permite escribirte unos
pocos renglones, como esas cartas mías que siempre esperabas, estuvieras donde
estuvieras, y no querías, no querías reconocerlo, y disimulabas y echabas un
vistazo al buzón por si algún pájaro azul despistado te había llevado algunos renglones
míos, poca cosa, pedirte por favor que te cuidaras mucho, que vivieras, que la
vida te pertenecía a ti, ¿te acuerdas?, supongo que no, «me gusta leer lo que
me escribes, me gusta tu letra», ¿me lo dijiste?, sí, me lo dijiste, me habría
gustado que me lo hubieras dicho (mi vanidad enana), pero me lo dijiste, ahora
ya no importa que me crea algunos recuerdos que quise tener siempre conmigo
como recuerdos, como parte de mi materia, perdona, es que últimamente no hago
más que mezclar lo que soñé con lo que quise soñar, y me embarullo con estas
prisas, me apuro, maldito tiempo agónico, se le está acabando el aire (hace un
día hermoso, lloviendo, gris que envuelve las nostalgias, no dejándolas gritar,
desbandarse), maldito tiempo agónico que se está yendo para no regresar,
¿desvarío?, claro, no puedo negarte que tengo un poco de miedo, todo el miedo
(duele no haber vivido habiendo estado aquí) y ya tú sabes que el miedo te trae
a los labios suspiros que se ahogan, esos suspiros que siempre quise que te llegaran
a la piel y te temblaran (mi niñez pidiendo un algo de atención, una palabra
que adulara un poco). Un mimo. Ser por un segundo uno de tus bellos y
encantadores amores (¿ves como desvarío?).
Quintín Alonso Méndez
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