Del libro de cuentos "Palabras desnudas"
Así empieza el cuento "Hoy no estás"
«Hoy no
estás porque yo no estoy». Así empezaba la canción del enamorado, el hombre sin
pies que la cantaba con una voz llena de rasgaduras, sentado al pie de la
escalera, justo en el rincón al que le llegaba el único rayo de sol de la
ciudad. Una guitarra, un sombrero boca arriba entre sus piernas que no estaban,
con algunas monedas, algún billete arrugado, en el fondo, y su voz rota, llena
de calambres, de grietas.
Él lo estaba
oyendo desde más atrás, desde otro rincón, en la sombra, viéndole sólo el
perfil de su cara acartonada, las huellas del vino malo, de la vida mala. Lo
estaba oyendo desde la terraza de la cafetería. Una cerveza, un frío infernal,
un frío de esos que no se notan, más que al llegar al descampado de la
habitación. Nadie se detenía a escucharlo, y quien soltaba una moneda a los
pies que no estaban, no lo miraba, se limitaba a bajar los escalones,
precipitado, en busca de la estación de todos los días, de la huida diaria, que
lo llevaría a la nada de todos los días. Nadie lo miraba porque en la ciudad
estaban desapareciendo los espejos, a cada amanecer faltaba un espejo. La
memoria sólo daba para la frase estudiada y aprendida en la escuela callejera
de la supervivencia: «bastante tengo yo con mis problemas». La calle sólo era
un instrumento para ir de un sitio a otro, sin estar en ninguno.
Ese hombre
sin pies soy yo, se dice, sentado, cruzando los pies, apurando la cerveza,
apurando diez minutos de nada, en lo que las horas se van yendo detrás de los
cristales blindados, buscando camas que desahoguen, aunque luego ahoguen más,
aprieten, asfixien.
«¿Quién te
puede añorar más que yo, llamarte sin llamarte más que yo?», y es la voz
desgarrada del otro él que canta para hablar por él, que bucea desesperado
entre la masa anodina, recordándola, amándola. Inventando algún recuerdo para
que la saliva no atragante, o queriendo convencerse, a cada golpe de pasos de
tacones acercándose por la acera, de que los recuerdos no estuvieron nunca, que
siempre fueron recuerdos. Únicamente. Un deseo de tener deseos. Y así, mirarla
ahora, mientras cruza las piernas y deja escapar un aleteo de suspiros por
entre los labios entreabiertos, húmedos, y seguir el vuelo de sus dedos
posándose en la mano de al lado, como si estuviera diciendo «es mío, soy suya»,
reloj puntual de esta noche estaremos juntos, ya lo verás, el tiempo pasa volando,
cariño, un imperceptible asentimiento de párpados que rueda por las cuerdas de
la guitarra, las piernas bellas, deslizándose en busca de un roce suave, que
caliente, una sed que le trae la realidad de que la cerveza se acabó, el sol
dándole ahora fuerte en la cara, quemándola, ardiéndola, quemando cualquier
atisbo de hacer por levantarse y pedirle un sueño. «Sonríe, sonríe», le
pediría, pero ya ella está sumergida hasta el fondo en la mirada del hombre que
le promete, qué le promete, todas las promesas del mundo, mi amor. Se pone a
escuchar al hombre sin pies, al otro yo, «no me reconoces, no sabes
reconocerme», ¿de dónde vendrá?, se pregunta, ¿qué mares habrá atravesado hasta
llegar aquí?, y se lo imagina buscando, buscando, arrastrándose por el suelo,
como hacemos cuando se nos cae un beso perfecto, siguiendo las huellas que ella
le ha ido dejando, a propósito, huellas que el olfato de su instinto ha ido
persiguiendo, ¿pero llevan a puerto todas las aguas?
Como él, por
ejemplo, ¿qué rastro sigue él, o qué busca, alguna vez buscó algo?, escribe.
Quintín Alonso Méndez
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