domingo, 3 de noviembre de 2013



        Del libro de cuentos "Palabras desnudas"

   Así empieza el cuento "Hoy no estás" 

            «Hoy no estás porque yo no estoy». Así empezaba la canción del enamorado, el hombre sin pies que la cantaba con una voz llena de rasgaduras, sentado al pie de la escalera, justo en el rincón al que le llegaba el único rayo de sol de la ciudad. Una guitarra, un sombrero boca arriba entre sus piernas que no estaban, con algunas monedas, algún billete arrugado, en el fondo, y su voz rota, llena de calambres, de grietas.
            Él lo estaba oyendo desde más atrás, desde otro rincón, en la sombra, viéndole sólo el perfil de su cara acartonada, las huellas del vino malo, de la vida mala. Lo estaba oyendo desde la terraza de la cafetería. Una cerveza, un frío infernal, un frío de esos que no se notan, más que al llegar al descampado de la habitación. Nadie se detenía a escucharlo, y quien soltaba una moneda a los pies que no estaban, no lo miraba, se limitaba a bajar los escalones, precipitado, en busca de la estación de todos los días, de la huida diaria, que lo llevaría a la nada de todos los días. Nadie lo miraba porque en la ciudad estaban desapareciendo los espejos, a cada amanecer faltaba un espejo. La memoria sólo daba para la frase estudiada y aprendida en la escuela callejera de la supervivencia: «bastante tengo yo con mis problemas». La calle sólo era un instrumento para ir de un sitio a otro, sin estar en ninguno.
            Ese hombre sin pies soy yo, se dice, sentado, cruzando los pies, apurando la cerveza, apurando diez minutos de nada, en lo que las horas se van yendo detrás de los cristales blindados, buscando camas que desahoguen, aunque luego ahoguen más, aprieten, asfixien.
            «¿Quién te puede añorar más que yo, llamarte sin llamarte más que yo?», y es la voz desgarrada del otro él que canta para hablar por él, que bucea desesperado entre la masa anodina, recordándola, amándola. Inventando algún recuerdo para que la saliva no atragante, o queriendo convencerse, a cada golpe de pasos de tacones acercándose por la acera, de que los recuerdos no estuvieron nunca, que siempre fueron recuerdos. Únicamente. Un deseo de tener deseos. Y así, mirarla ahora, mientras cruza las piernas y deja escapar un aleteo de suspiros por entre los labios entreabiertos, húmedos, y seguir el vuelo de sus dedos posándose en la mano de al lado, como si estuviera diciendo «es mío, soy suya», reloj puntual de esta noche estaremos juntos, ya lo verás, el tiempo pasa volando, cariño, un imperceptible asentimiento de párpados que rueda por las cuerdas de la guitarra, las piernas bellas, deslizándose en busca de un roce suave, que caliente, una sed que le trae la realidad de que la cerveza se acabó, el sol dándole ahora fuerte en la cara, quemándola, ardiéndola, quemando cualquier atisbo de hacer por levantarse y pedirle un sueño. «Sonríe, sonríe», le pediría, pero ya ella está sumergida hasta el fondo en la mirada del hombre que le promete, qué le promete, todas las promesas del mundo, mi amor. Se pone a escuchar al hombre sin pies, al otro yo, «no me reconoces, no sabes reconocerme», ¿de dónde vendrá?, se pregunta, ¿qué mares habrá atravesado hasta llegar aquí?, y se lo imagina buscando, buscando, arrastrándose por el suelo, como hacemos cuando se nos cae un beso perfecto, siguiendo las huellas que ella le ha ido dejando, a propósito, huellas que el olfato de su instinto ha ido persiguiendo, ¿pero llevan a puerto todas las aguas?
            Como él, por ejemplo, ¿qué rastro sigue él, o qué busca, alguna vez buscó algo?, escribe.
          

                                                           Quintín Alonso Méndez

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