miércoles, 13 de noviembre de 2013

     Del libro de cuentos "Palabras desnudas"
    del cuento "La noche azul"


            Entre ella y él la crearon, la forjaron, a golpes de caricias y deseos que necesitaban de un territorio propio. La midieron, a la noche, aquella noche en concreto, la noche, y le dieron la estatura de lo interminable.
            La edificaron, ternura a ternura, con una suavidad que daba temblores, que traía cántaros de miel.
            Caricias y deseos que sabrían aguardar a que esa noche los recibiera en sus brazos descarnados, en su seno agitado.
            La modularon, la fueron construyendo con el sexo de las palabras, de las palabras desnudas. Luego la dejaron ahí, al desamparo, a que se curtiera al sol de las serenadas, en el tiempo que ha de venir, que sólo el tiempo sabe medir los encuentros, las medidas de los encuentros, enlazarlos. Pero olvidadizo el tiempo. La tuvieron entre las manos. Una noche única, invencible, alargada hasta el amanecer. Todas las horas desmenuzadas, eternizado cada instante de cada hora, mimada hasta el mínimo y último detalle de los hilos colgando de los temblores, de la farola encendida en la distancia de más arriba, donde empiezan y se acaban las calles estrechas, solitarias, calles que son como olas, amordazadas en un susurro. Esa noche que debía de contener uno, dos, infinitos síes temblones, rumorosos, para que la pregunta, esa pregunta, se hiciera voz, se materializara, remontara vuelo.
            La acunaban a diario y a diario la regaban con la lluvia dulzona de las promesas. Para que poco a poco la noche se fuera haciendo a la forma de otra promesa, con el sabor y la presencia que tienen las promesas: no dejarán de tener alas, sólo la muerte las derrumbará y se las llevará con ella.
            Esa noche, que habría de tener un lecho de arena, protegida por las rocas negras de la brisca escarbadora del oriente. Un techo celeste, invadido de estrellas __ese parpadeo íntimo que te deja sin palabras__, bañada toda la noche por una luna llena que pasaba por allí, luna que se extendería sobre el vaivén pausado, lleno de escamas, de las aguas, lamiendo los sueños, las heridas que no importan porque importa sólo la belleza de los enamorados, muertos, inventando, descubriendo el lenguaje de los cuerpos, vivos aún los cuerpos. Una manta hecha de tiras de sol, para envolverlos según fuera llegando el temblor del amanecer, para que la luz pálida, gris, gris, anaranjada, roja, fuego, del alba, no les incendiara la piel, no los quemara el frío.
            Será nuestra noche, se prometieron, y se prometieron traerla al mundo, parirla. «Sólo entonces me harás la pregunta», le dice, le dijo ella, «para decirte que sí, para abrazarte fuerte, fuerte, fuerte, y no soltarte nunca, abrazarte hasta el desmayo, y morderte suavito», le dice, le dijo él, «y decirte y suplicarte y gritarte que sí», le está diciendo ella, «entonces una ola se desparramará a nuestros pies, nos cubrirá con su salitre, nos abrirá las puertas que llevan a dónde sólo se llega si tú y yo estamos juntos», se dice, repitiéndose las palabras que se dijeron con la mirada.
            Se está preguntando el por qué de la tormenta de esta noche, ¿de dónde viene, qué se propone?, ¿por qué estos nubarrones que no dejan ver más que la oscuridad más negra?, multitud de pájaros negros, chirriantes, llenos de viento, sepultando la noche, hundiéndola, ensartados por relámpagos de fuego blanco, parpadeos bruscos nacidos para cegar, ensordecer, destruir, amputar, ennegrecer. Él, en medio de las olas espesas, hinchadas de mar gruesa, en una barcaza a la deriva, dentro, adentrándose, de la boca abierta de la tormenta, que engulle, se lo traga todo. Nada más allá de la tormentazas mismas distancias, pero ahora difuminadas, agrietadas por todas partes. La barcaza zarandeada sin piedad, sin moverse, anclada, enredada en las raíces plomizas del océano. Desplomándose el océano negro, espeso, del cielo, en una lluvia intraspasable, que paraliza el tiempo, congelándolo, borrándolo del mundo. No habrá más noches después de ésta, se dice dentro del sueño, ensoñado, viendo la tragedia de la tormenta a través de la ventana, una mar gris de calles despobladas, hambrientas, cubriendo el horizonte. En alguna de estas calles, ella estará mirando a través de la tormenta, se dice, escribe en el aire agitado, ella como buscando, ¿cerrando los ojos para no perderse, para seguir tejiendo la noche, o para desterrarla, y dejarla ahí, a la deriva, en medio de esa noche infinita, sin destinos, que es el océano?, estará ahora al amparo de una chimenea, escribe, dedos que oyen con el viento, acurrucada en unos brazos cálidos, protectores, un ligero temblor que podía ser un roce de un recuerdo, una media sonrisa, un casi te nombro, un vamos a acostarnos, que ya es tarde, abrázame, abrázame, qué fría es la soledad cuando la tormenta te rodea, te aplasta contra ti mismo, se dice, apoyando el rostro en el frío del cristal, frío dulce, que detiene las lágrimas.
            Ella se está preguntando de dónde viene la quietud de esta noche, esta calma inaudita, ¿qué me está diciendo esta calma? Es tanta la quietud, que sólo oye moverse su propia respiración, un aleteo débil de dos palomas bajo la blusa, un moverse sinuoso de la carne, con un algo de calidez que no está, pero que late, como llamando, como viniendo, nunca llegando a posarse del todo, pero rozando la piel, erizándola, abriéndola en pétalos que gotean microscópicas gotas transparentes de sangre, cosquilleo de hormigas ruborizándole el cuello, los riachuelos del cuello, moviéndole lentas las manos, temblorosas, enjambres en las caderas, enjambres crepitando en la chimenea, debilidad que la hace mirar, mirar a través del ventanal de la terraza, no llueve, no hay luna, no se oye al silencio trepando por las paredes del aire quieto, no hay colores en esta noche quieta, quieta, como presintiendo el sonido de la muerte, se dice, escribe en su piel, arrastrando las uñas, o el sonido de un corazón roto, un escalofrío que la lleva a una noche distinta, invisible, aún cerrando los ojos, pero no ausente, ¿dónde está la respiración de la vida?, se dicen sus dedos gateando por el vientre, ¿por dónde andará la sonrisa desnuda que caminaba ligera por mi rostro, trayéndome sueños, palabras, palabras desnudas? Dónde está la voz que se levantaba en remolinos de luz, en sonidos de árboles arrullándose con la brisa, de olas nadando acunadas en los brazos de la orilla, dónde está la voz del mar, la voz de la ternura, ¿por qué tarda tanto el tiempo en echar a andar? Esto es sólo el silencio, se dice, que madura en los árboles de las nostalgias, que siempre ha estado por aquí, lo que pasa es que no me había detenido a oírlo, a mirarlo a los ojos, a rozarlo con mis dedos… latidos y sed del alma, de la piel… ojos tan tristes, tan apagados que no se le ven las pupilas veladas, anegadas de lágrimas. ¿De dónde viene esta quietud?, por qué duele la nada como un futuro, por qué no viene el sueño, el alumbramiento del sueño, tan fácil dormirse, arroparse en los olvidos, cubrirse la desnudez de sábanas hogareñas, cómodas, simples, una desnudez a solas de tiempo en tiempo… los dedos, pálidos, gateando en el vientre… como una pausa, como ahora, un respirar hondo, un quejido, un revoloteo nervioso del enjambre en la chimenea, un ronroneo de gatos dándose la vuelta, estirándose, enroscándose en el calor del aire que respira apacible, un suspiro que se tiende y se evapora en las brasas, el mar lejos, lejos, aquí dentro, lejos la resaca de la marea, lejos el rumor de la playa encallada en el vientre, pero por qué le viene la visión invisible, cayéndose, cayéndose, de una puesta de sol enmudecida, la humedad prendida a los dedos pálidos que gatean por el vientre…
         

                                                                      Quintín Alonso Méndez

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