domingo, 17 de noviembre de 2013



                                       Del libro de poemas "Otoño"

Hoy un sueño
                          se colgó de los alambres
                                                                   de la luna.
Un racimo de uvas
                              cayó al suelo.
Mis labios supieron de la sed.
                                             Después de la sed

Estaba en la tarde, sintiendo la parálisis del tiempo, reverberando una luz en cada sombra. De repente el golpe, el escalofrío súbito en la espalda. Me estaba rozando la noche. La tarde me decía: se acabó, ahora todo es como si no hubiera ocurrido nada, y así es. Pero quédate aquí, que afuera el hambre es la disculpa del crimen, y no es el hambre, es la rabia por no conocer la sabiduría del hambre.
Si la tarde volviera, si dejara que mis manos recorrieran cada verso que trae, con el aire dibujado en las fronteras de las nubes. Si volvieran los suspiros que rodaban por las laderas manchadas de tierra. Si yo volviera, a sentarme en aquella piedra que me sigue esperando, ¿y quién borrará las derrotas?, ¿quién hace del olvido un principio de supervivencia?
Pero es sólo en la tarde donde el tiempo se detiene. Donde confluyen la niñez que no estuvo y la niñez que vendrá tarde. Donde se inicia lo que no tendrá continuación. Es en la tarde cuando se olvida la realidad, se alzan los brazos y la vida se embadurna en la alegría. La noche soy yo, que echo a andar y no miro. La noche soy yo, aquí, en el lugar preciso en el que los sueños no saben que afuera, muy lejos, el mundo existe, palpita. Qué importa que lo diga ahora. Lo que quise ya no está, y lo que quiero no viene, no vendrá. Quiero decir que nunca he estado. No fui y no iré. Es sencillo, se necesita nacer para morir, pero para morir no se necesita haber nacido: la muerte siempre estuvo ahí. La muerte es lo único cierto, lo único eterno. Y la vida me arrastra a la muerte. Seré inmortal si muero. Como la tarde. Vine a leerte las palabras que el viento enredó en tu pelo salvaje, arrancado a la raíz. Vine a sostener tu mirada en los brazos de la brisa, esa brisa del norte que sólo habla de ti y que me dice que en tu piel las frutas van dejando la ruta del sol. Vine a levantar tus manos y a sostenerlas así, bordeando las caricias de un atardecer. Vine para no estar. Vine para que supieras que estás tú. Tan malditamente perfecta. Tan hecha para ser vivida por quien sí está. Vine a saludarte desde los arcoiris del horizonte, a que te acostumbraras a buscar caracolas que te traigan la voz del mar en cada beso. Vine a enseñarte a gritar, a llamarme. Vine a decirte que no estoy no estuve estaré. Llevándote un verso, atándolo a tu cintura hija de la desnudez, a las enredaderas de tu vientre. Vine a llevarme una sonrisa tuya, para que en la muerte pueda tener un testigo, una prueba, de que no estuve pero quise venir. Amarte, aunque no aprendí
  



foto Jorge García

Quintín Alonso Méndez

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