Del libro de poemas "Otoño"
Hoy un sueño
se colgó de los alambres
de la luna.
Un racimo de uvas
cayó al suelo.
Mis labios supieron de la sed.
Después de la sed
Estaba en la tarde, sintiendo la parálisis
del tiempo, reverberando una luz en cada sombra. De repente el golpe, el
escalofrío súbito en la espalda. Me estaba rozando la noche. La tarde me decía:
se acabó, ahora todo es como si no hubiera ocurrido nada, y así es. Pero quédate
aquí, que afuera el hambre es la disculpa del crimen, y no es el hambre, es la
rabia por no conocer la sabiduría del hambre.
Si la tarde volviera, si dejara que
mis manos recorrieran cada verso que trae, con el aire dibujado en las
fronteras de las nubes. Si volvieran los suspiros que rodaban por las laderas
manchadas de tierra. Si yo volviera, a sentarme en aquella piedra que me sigue
esperando, ¿y quién borrará las derrotas?, ¿quién hace del olvido un principio
de supervivencia?
Pero es sólo en la tarde donde el
tiempo se detiene. Donde confluyen la niñez que no estuvo y la niñez que vendrá
tarde. Donde se inicia lo que no tendrá continuación. Es en la tarde cuando se
olvida la realidad, se alzan los brazos y la vida se embadurna en la alegría. La
noche soy yo, que echo a andar y no miro. La noche soy yo, aquí, en el lugar
preciso en el que los sueños no saben que afuera, muy lejos, el mundo existe,
palpita. Qué importa que lo diga ahora. Lo que quise ya no está, y lo que
quiero no viene, no vendrá. Quiero decir que nunca he estado. No fui y no iré.
Es sencillo, se necesita nacer para morir, pero para morir no se necesita haber
nacido: la muerte siempre estuvo ahí. La muerte es lo único cierto, lo único
eterno. Y la vida me arrastra a la muerte. Seré inmortal si muero. Como la
tarde. Vine a leerte las palabras que el viento enredó en tu pelo salvaje,
arrancado a la raíz. Vine a sostener tu mirada en los brazos de la brisa, esa
brisa del norte que sólo habla de ti y que me dice que en tu piel las frutas
van dejando la ruta del sol. Vine a levantar tus manos y a sostenerlas así,
bordeando las caricias de un atardecer. Vine para no estar. Vine para que
supieras que estás tú. Tan malditamente perfecta. Tan hecha para ser vivida por
quien sí está. Vine a saludarte desde los arcoiris del horizonte, a que te
acostumbraras a buscar caracolas que te traigan la voz del mar en cada beso. Vine
a enseñarte a gritar, a llamarme. Vine a decirte que no estoy no estuve estaré.
Llevándote un verso, atándolo a tu cintura hija de la desnudez, a las enredaderas
de tu vientre. Vine a llevarme una sonrisa tuya, para que en la muerte pueda
tener un testigo, una prueba, de que no estuve pero quise venir. Amarte, aunque
no aprendí
foto Jorge García
Quintín Alonso Méndez
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