jueves, 21 de noviembre de 2013

                                                                 Foto: Jorge García


      De "El eco de las mareas calladas", novela

Me voy al fracaso del relato, imposible escribir peor, y me refiero a lo de imposible escribir peor, es decir, a no decir nada y mal dicho. Porque ahora que me doy cuenta, mi vida ha sido nada. Lo que me quede no puede ser más que una continuación extenuándose de esa nada, no puede haber otra cosecha. Es posiblemente cierto que este relato eche anclas después de que estallen las doce campanadas como doce silencios. La gata tendrá a quien la cuide, la mime, pero la gata sorda, matado el sonido del pálpito por doce sablazos de frío mortal, conocedora de que el tiempo. ¡ay, también el tiempo!, anda desbocado hacia el abismo. Me habló de las tibiezas del «menos mal» de cuando se acaba la jornada laboral, y que aunque el trabajo siga bullendo en la mente, es otra cosa, está el frío, la soledad, la caña de cerveza, la risa, el olor a semen en el ambiente de la cama aún sin hacer, sin cambiar las sábanas, el olor a mar, a otra copa, otra humedad. Es verdad que el tiempo corre cuando queremos que se detenga, «¡madre mía, qué tarde se me ha hecho!», dijo, ya presta a volar por encima del suelo de aguas empantanadas. A veces una frase te despierta, o te mata, que para el caso es lo mismo. Cuando quise reaccionar, caí de bruces en el pantanal. Logré llegar a la calle en la madrugada. Bueno, esa parte mía a la que se le ha pegado la manía de querer morirse, ¡hala, así, a la intemperie, al descubierto bajo el sol abrasador de la noche!, porque sí, porque invita a la desnudez la noche. Estaba tan tranquila y silenciosa la noche, que me dije que era inventada, que formaba parte del ambiente de la historia. Pero escribo la noche desde aquí, sentado ante la ventana que se oscurece, mecida por la marea, y la noche ya es historia, ya tiene marcada una x en el almanaque, y era en medio de la noche que ella encendía o apagaba el flexo, faro que indicaba «ven, no vengas». Ahora, por ahora, el faro son fines de semanas, «voy, vienes, vienes, voy». A veces son más tristes las realidades que los sueños irrealizados. No puede haber frustración cuando los recuerdos están de vuelta, niños, ávidos de jugar de nuevo al «no me coges», brincando por la mesa, las sillas, el sofá, cayendo de bruces sobre la cama. ¿De qué hablo? Hablo de la historia de la historia. Cada historia es un árbol, y cada rama del árbol es otra historia.   
   Fui haciendo lunas de cada visita al bar. Ella es una mujer de luna que evita el sol, el daño del sol, porque allí estaba, posada en las alturas del taburete. Supe, cuando tenía que saberlo, que no me esperaba a mí. Sólo venía «a sentarse con la ausencia», eso me dijo, cuando ya debía de saberlo. Nunca supe en qué rama del árbol estaba. Del bar a la nada, de la nada al bar, era un camino demasiado simple, sin desvíos ni atajos. Las ausencias no podían ser tan rectas, tan obvias. Como siempre, vi tarde. Ni siquiera vi la caída. Cuando miré, la caída ya estaba en el suelo, vencida. Una rama más que no volvería al árbol. Pero era un trayecto que me gustaba, los dos trayectos, el de ida y el de vuelta, las mismas caras, las mismas paredes, pero vistas desde dos ángulos distintos, de dos puntos de luz distintos, más allá de la diferencia horaria entre un trayecto y el otro. El primero, ligero, el de ida, el otro, el de vuelta, derrumbado, demasiados pesados los vacíos después de haberlos desparramado y de haberlos recogido, uno por uno, de la barra del bar. Los que quedaran en el suelo, eran propinas para el cielo. Las paredes de las casas hablan, cada una a su estilo. No podía ser sino ella quien cambiara el trayecto de vuelta, me propuso el juego de brincar aceras, calles, de dar un paseo dando un rodeo, de alejarnos para ver si así nos encontrábamos. Ella se encontró porque nunca dejó de ser su mundo, nunca salió del todo de él, más triste en unas ocasiones, y vivo, palpitante, en las otras. Yo, no. No me encontré. Me costó encontrar el camino de vuelta, aparte de que me impresionan, como los bosques a oscuras, las calles desconocidas, interminables. Suelo regresar para esconderme y ella regresa para abrirse al mundo y seguir buceando en él. Mientras, durante el paseo, ella fue niña. Yo, un serio y viejo perdedor que no me cansaba de mirarla, de llenarme de sus gestos, de los frutos de su voz, de hacer acopio de su presencia para los largos inviernos que me vendrían. Fue niña metiendo los pies descalzos en la fuente, fue niña vestida con su risa rescatada de niña, fue niña su voz y su andar de mujer. Yo fui un viejo prematuro. Le pregunté a los apagaluces de las farolas «¿quién está lejos, quién está más cerca?», le pregunté al zaguán oscuro del número cuatro de la calle adónde se había ido mi niñez, le pregunté a ese vacío hondo que se tiende en las alturas cuando se hace la noche cómo se regresa a casa, cómo se hace para tener una casa. A la niña le pregunté si alguna vez había dejado de ser niña, «¡ufff!», exclamó, y buscó aire para sus pulmones, la puse triste, «la niña hace tiempo que se marchó». Me felicité por ser imbécil. Quise arreglarlo, pero por una vez supe callarme, «vámonos a beber», le dije, viéndola calzarse las sandalias, «vamos», dijo, tomándome del brazo, aceptando echarle más dolor a la pérdida ya remota de la niñez. Fue mujer en el bar que nos anidamos, en una de esas mesas que siempre parecen estar hechas y puestas ahí para nosotros. Fue mujer su mirada dulce al decirme que yo bien podría haber sido el señor de sus mares, fue mujer su gesto al retirarse el mechón de pelo que se empeñaba en buscarle las cosquillas a su boca. Fue mujer su voz, que se resistía a romperse. Yo fui un acopiador de vida para los largos inviernos que vendrían. Y fue hembra la escandalera de su cuerpo moviéndose en la luz azul de la noche. Nos fuimos. Se fue. Yo me fui a escribir esas páginas que esperan a ser escritas. Se fue, pero se había quedado, se quedó un rato, quizás para siempre, al decirme su mirada dulce que yo bien podría haber sido el señor de sus mares, su «caballero de fina estampa». No quise ni he querido pensar cuáles serán sus mares, por qué mares se deslizan sus dedos, se estremecen sus labios. Sé que al leerme, se confundirán, ella se creerá que eres tú y tú creerás que eres ella. Yo no sé quitarle la voz al silencio, ni la tristeza a la caricia. Pero quien lea la historia, sabrá.
Cada día debería de tener una luna. Y cada palabra ser un verso.

                                                       Foto: Jorge García

                                                 Quintín Alonso Méndez


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