lunes, 22 de febrero de 2016

                     
                                  El último sueño de un viejo

¿Qué le pasa a la luna?, ¿no la miras, no te has fijado?, ¿quién le quita trozos del alma? Son mordiscos. ¿Quién muerde a la luna?, zarpazos quizás de un tibicena de la noche más oscura. Instante de inviernos sin invierno, fantasmales y huidizas las nubes, aún en el más frío incendio, en la más encendida frialdad del destino, da pena lo que no nos importa, lo que en el fondo nos cubre de indiferencia, y causa dolor lo que se percibe acercándose mientras más se aleja, o creo que es en la dirección contraria, lo que más se acerca alejándose, pero no importa, la causa y el efecto no cambian, no puede hacerse una revolución sin el permiso de los sinvergüenzas, vividores de las ideas y los sueños, alimentadores de las ilusiones, de las que se alimentan, juegan con la ventaja de que, más pronto que tarde, la muerte existe, nada cambia, ¡ah, el temor a la soledad sabe venderse muy bien, muy poética y muy culta y muy cómoda la comodidad! La parte femenina del mundo se desvive por la seguridad, pero la parte masculina no sabe, nunca supo vivir, esconde su gran verdad: nace muerta, vencida, vencidamente muerta, aquí, en la escritura, la sonrisa anciana de la vejez dice en voz muy baja «mortalmente vencida…», apropiándose de tus puntos suspensivos, de tu escoba, de tu alfombra voladora, de tu tristeza y voluntariosa desprendida voluntad de bruja. Hablando de la carne, de la hermosura de la carne, tu abundancia de frutas no puede pertenecerme, hay que hacer méritos, ascender hacia arriba, sin freno, superando las fatigas, son perdedoras las escaleras horizontales, absurdas, de planos escalones interminables, y te ríes cuando te digo «bajo para abajo o subo para arriba», y cómo te digo que siempre se ha hecho y se ha dicho así durante milenios, por eso aquí sí llueve hacia arriba, lluvia ascendente, vaporosa, liviana, desprendida de los minerales, pura, transparente, para luego llover hacia abajo, caer desplomada, débil o salvajemente, desmayándose, como cuando tú y yo hacemos el amor dentro de este instante, cuando la torpeza hace daño y el amor se esconde, entre asustado y enaltecido, tan suavemente y tan animalmente, tan primitivo, cuando se olvida de la cultura, y cuando se la recuerda, torpeza asustadiza, ¡ah, lluvia en la boca!, en el beso más íntimo, más amoroso, más impúdico, más tierno de niñez, de infancia asesinada. Te quito un pelo de mi pubis de los labios, con la suavidad  amor delicadeza con que el pájaro quita una espina del nido, sonríes tan tierna que entonces entiendo el origen del mundo, el destino del mundo, la hondura de amarte y de alguna manera sentirme amado, escritura tan débil que cuando llora palabras dice que está lloviendo. ¡Cómo se tiende, de satisfecha y gozosa, la horizontal y abismal poesía de la nada!, la horizontal abismal nada, poesía perfecta, en blanco, sin palabras. ¡Cómo se extiende, inadvertida, tímida, la más dulce caricia de un sentimiento que se queda callado y quieto, anclado en las palabras escritas, mirándote! Repito las palabras, el desorden de las mismas palabras, porque este caos es cíclico, gigantesco en su menudencia de instante, noche y día en el mismo instante, donde me hundo en tu cuerpo para copular con tu alma y donde la escritura se desangra, y que ya será sangre seca, una mancha oscura, sangre de tiempos remotos, cuando sea leída, cuando la escritura sea lectura, lejos, muy lejos de la literatura. Pero en la lectura siempre hay pájaros que vienen de vuelta porque sabes bien que en la escritura las palabras son pájaros que se alejan, liberándose. Me dices que en tus inviernos no hay pájaros, pero no me dices qué hay en tus inviernos, más adentro del frío, más, más adentro, dentro de ti, ¿quién te habita y a quién habitas?, porque el invierno es recogerse, recibirse, darse al abrazo del abrigo, del propio abrigo, aunque la soledad muerda y escarbe, ¡pero es tan cálido el calor que desprende la chimenea de la compañía, es tan hogareño el invierno, tan conservador, tan hipócritamente agradable, tan dulce, tan proclive a la lascivia! Repito el vuelo de las palabras lanzadas al aire, dejo que caigan sobre la mesa de cristal, otro desorden, otro desbarajuste de letras muertas, otra combinación posible que termina en el mismo sitio que las demás, en el silencio mendigo de la escritura. Llega a ser lastimero el canto de la vida que no tiene canto. ¿Por qué se confunde amar con atar? Es cierto, sobro en este instante, soy escritura de derrumbes. Miro la luz del día, tiene manchas extrañas, de azules griseados, nos están envenenando a propósito, viene otra abeja moribunda y me inyecta sus secretos, su memoria cautiva, te miro, eres la última luz viva que miro, luego será ausencia de luz en los territorios del olvido, donde sólo estará la historia oscura, ilegible. El circular instante reducido de la luz, rodeado de la inmensidad de la no luz. Pero no existe el círculo, es necesario imaginarlo, inventarlo, fabricarlo. Entonces la luz ahí, dentro del círculo, impenetrable, infinitos círculos concéntricos, surge la magia, un desliz, un descuido del tiempo, y entonces somos y estamos dentro de este instante, una abeja que muere cada vez que zumba en mis oídos el recuerdo de tus palabras, «sé que nunca estaremos juntos, lo sé, lo tengo asumido». Eterno instante. Goteo impasible asumido estigmatizado de la tristeza en la escritura, goteo lírico de la miel en nuestro instante. Fácil de borrar o de hacerlo desaparecer, expuesto a la intemperie, gota innecesaria para el océano y gota insuficiente pata un océano. Gasto las pocas fuerzas que me quedan en anclar la historia del instante a estos desabrigados renglones, tirando de las gruesas y pesadas amarras del fracaso. Una tristeza tranquila puede ser mediocre, aceptada, pero es tranquila, aquí y en la escritura, mismo y único instante. Mientras te depilas, cuidas tus uñas, las limas y luego las pintas, delicadas violetas, te escribo te quiero en los libros que te vas a llevar, no estaré, pero mi te quiero sí estará ahí, escrito, nerviosamente escrito en la primera página de cada libro, quieto, inamovible, silencioso, instante de eternidad para nada y para la nada, viajará por lugares remotos de los que nunca sabré, será zarandeado, llevado de un sitio para otro, en viejas y descuidadas cajas, alguien atinará a leerlo y con risas burlona se burlará del destino, quizás tú alguna vez lo leas, al tropezarte con los restos de alguno de ellos, quizás bajo la cama, junto con las secas rosas rojas, quién sabe si te llevará alguna pálida nostalgia, tan menuda y pálida como la pátina que va envolviendo las distancias que se alejan en la oscuridad del tiempo, alguna débil sonrisa por los recuerdos que no recuerdas, los libros irán perdiéndose, desapareciendo, disgregándose, como si fuesen vidas que ya no están, polvo de huesos que ya no pertenecen a la materia, y así desapareceré en la niebla por la que desaparece todo lo que deja de existir, por el ciego túnel del tiempo, pero mi te quiero seguirá respirando mientras respires, aunque no lo sepas, y aún después, respirando los dos en el instante del te quiero las distancias y las tristezas que tanto conocimos y conocemos, el vuelo de la eternidad llevando el olvidadizo instante en su pico mudo, pero invencible, como una onda gravitacional. Dejo de escribir y alzo la vista de vez en cuando, sólo para mirarte, ya sintiendo el vacío punzante, habitado por el frío más frío, de cuando te mire y no te vea, ya pronto, aquí al lado, en el último mundo, en la frontera del adiós, en el derrumbe. Te miro y toda tú brillas. Eres luminosidad. Te llevarás la luz.

Quintín Alonso Méndez



No hay comentarios:

Publicar un comentario