sábado, 13 de febrero de 2016


                                   El último sueño de un viejo

 En este instante asombroso de la eternidad, ves cómo envejezco siglos, palpas mi envejecimiento, las arrugas del paso de la vida que no estuvo, tan viejo el mundo, tan cansado y fracasado, cansancio de la inutilidad, de lo no hecho, envejecimiento desvencijado. Ves todo mi derrumbe, mis ruinas, y quieres ocultármelo poniendo tu sexo en mi boca, tu boca en mi sexo. No me ves llorar pero sí ves mi mirada que vidriada se apaga, que se muere conmigo, tan acompañadamente solo, te viertes en mí, me cubres de tus aguas musgosas, gimo y lloro ante el sublime placer de beberte, pero soy el que muero. Haces el amor con el que muere. Quizás otro amor más que se muere, resurgiendo el que nunca murió, con el que cíclico tienes una cita, con la misma monserga o diatriba del «necesito la luz de tu presencia», aunque dicho de otra manera, más real, más físicamente real, menos poética. Pero no iré al cementerio de los muertos, ¿dónde se quedan los cadáveres, a un lado del camino? Soy el hijo del verbo desaparecer. Desaparezco en tu sexo, en toda tú. Me engulles en el instante de la creación, mismo instante de la destrucción, en el exacto mismo instante construyes y destruyes la vida para hacerla muerte, en este exacto instante en que destruyes y reconstruyes la muerte para hacerla vida, instante exacto de la escritura en que gritas y gimes tu rabia hacia mí, tu odio hacia mí, tu indiferencia hacia mí, tu desgana hacia mí, tu clamor hacia mí, quizás tu dolor hacia mí, justamente ahora, que quieres vestirme de intercambios de climas y colores. Por primera y única vez, bebo de lo ajeno, de lo impropio. Y te bebo porque eres el instante y eres la escritura. No hay más. Nunca hubo más. «Fóllame…», me dices desde la parte más oculta, desconocida, con fiebre, de la escritura. A tu voz, a los pétalos, que son tentáculos, de tu voz, me aferro, me apreso, hundiéndome en la oscuridad, en lo más sublime, en ti, en la leche más pura, que bebo de tu sexo, mordiendo en la raíz más raíz del mundo, en la lechosa raíz del origen primero y último, en donde nació el origen y a donde va a morir el origen. Este instante, esta escritura enana que habría querido que fuese inmensa, mágica, para ofrecértela. Me rodea la frialdad de la luna llena, que delatora, intrusa, refleja todas las soledades, cada rincón y cada sombra de cada soledad. La miras y callas, vestigios de culturas enterradas en el perfil de tu rostro, respiras los olores de la noche, aquí, donde se confunden las voces de la noche con sus silencios, tus miedos en la escultura de tus convicciones, ¡tan frágil todo lo que se desea frágil, lo que se habita frágil y crece frágil! Me engulle la escritura, siento cómo me va devorando, me traga y me arrastra a su centro abismal de agujero negro, es el veneno de la muerte que me atrapa, veneno lento, morboso en su derrumbe lento, en su lento engullimiento, boca oscura de la escritura, tragadora, instante éste en que escritura y vivencia tienen el mismo desnudo rostro desnudo de la desnudez, de la nada, donde qué suave y dulce y triste y opiácea y doliente y perdedora y lánguida es la pereza... la pereza que espera el golpe definitivo.
¡Tanta intimidad entre tú y yo, tantas gotas de miel cayendo en el vacío, en la impotencia primero, luego en la presente penumbra de la tristeza, y que luego por último terminarán cayendo en la desolación más lastimosa! Todo ser vivo nace con la soledad impregnada en la materia de la mente. Estoy en el dolor más intenso de la escritura, el que más destroza y consume, el que arrebata y destripa. A tirones, a jirones, a jaladas desde las entrañas y jalando de las entrañas, la sensación al mismo tiempo de arrebatamiento y aplastamiento. No se puede tener una muerte digna si se vive en la pereza y en la abulia de la tristeza. Estoy en este dolor, en el más perezoso y abúlico dolor, en el más intenso instante, en el dolor mismo del instante, chasquido que se apodera del alma, asustado estoy refugiándome en los incontables, y siempre por encontrar, rincones de tu cuerpo, que reflejan la piel, los anhelos del espíritu encarnecido, tus risas y tus llantos, y lloras, es el rincón oculto del llanto que necesita salir a  la luz, romper cristales, y te preguntas qué haces aquí, quién soy yo, y lloras, buscas la salida, lloras, te asfixias, te asusta mi presencia, no sé si te hablo, sin tocarte, he sentido la ruptura de la rama, su chasquido, y aún no quiero verlo, siento el chasquido del instante, lloras, no me miras, «¿qué hago aquí, en un lugar desconocido con un desconocido?», y ya ha sido el chasquido, la ruptura de la rama, se hace un silencio calmo, las aguas de las distancias vuelven a su sitio, y callas, y te desaparecen las lágrimas, respiras, miras alrededor, vas abriendo los ojos, quizás te viene algún recuerdo, alguna pincelada del tiempo se ha posado en tus ojos, y te quedas, decides por un instante quedarte en la eternidad de este instante, te dices que tan sólo es un instante, el sacrificio de un insignificante instante, nada, la mordida de un mosquito o el simple roce de una hormiga a lo largo de toda una vida expansiva, pletórica, aunque en el derrumbe me dirás «no quería rendirme», me recibes, me muestras caminos insondables, algunos caminos que quizás escondas y guardes para siempre en tu caja vacía, no sé si te olvidarás de mi nombre, pero de mi otro nombre, del oscuro, el que nadie conoce, el nombre del inexistente, con el que hablas cuando hablas conmigo, y con el que no hablas, con el que te acuestas mientras te acuestas conmigo, entonces, ¡ah, bruja que das pero no recibes!, me llevas a tu placer inaccesible de muertes pequeñas, infinitas, infinitas pequeñas muertes en este instante inconmensurable, en la insignificancia de este ahora solitario y definitivo en que escribo, siento entonces que en alguna parte de mi interior germinan los versos más libres, más limpios, tus versos, esos versos que también guardarás en el fondo de tu caja vacía. A la escritura la rodea un tiempo sur que seca las palabras, los sueños, el tabaco de liar que casi a diario me salva de no arder y convertirme en cenizas antes del momento escrito, casi a diario encuentros medios cigarros sobre las sábanas, sobre mi cuerpo, en el sofá, apagados, caídos de mi mano por algún resbaladizo sopor. Escritura que también llegará tarde para ser literatura. Literatura sin piel. Y guías mis manos, los pulsos y latidos de mis dedos, te arqueas y creas el puente de la lujuria. Me entregas tus más exquisitos temblores, los que sacas a relucir sólo en los días de exultante fiesta. Algún día dirás que ensalzo este instante para tener el gran motivo del derrumbe. Te darán la razón. No sé más que esto. No hay otra vida que mi escritura que te hace el amor. No hay más. No dejaré de ser y de estar en este instante, no esté donde no esté. Riego las plantas mientras te vistes, me llamas, te ayudo a vestirte, a desnudarte. Inevitables, caemos en la cama, que se abre para cobijarnos, enternecernos como la yerba de primavera. Caminamos por la tarde, por el paseo de palmeras, sabor a dátiles en tus labios, «y en los muslos, en el interior de los muslos», me susurran golosas las hormigas, «¿de verdad quieres ser padre?», te falta añadir «¿a estas alturas?», no quiero que me veas las lágrimas y te hablo de las bicicletas en estas tardes de sol, las bicicletas que iban y venían mientras, sentado en aquél banco de piedra, yo buscaba un verso en los quejidos de la luz, te digo que es el mismo quejido que siento amándote, «desde siempre busqué tu quejido», te digo, el quejido de la luz, quejido que entra en lo más adentro de antes del tiempo, quejido sin boca, sin garganta, sonido de la tierra de antes de la materia, quejido como de una espera que nunca tendrá encuentros, pero el quejido que se enreda en el instante, en el mismo instante, con el otro quejido, el de ese encuentro que ya no tendrá esperas, ni bancos de piedra donde sentarse, ninguna esperanza en los colores del paisaje, en los gestos de la brisa.
Quintín Alonso Méndez

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