martes, 16 de febrero de 2016

                                Fotos: Jorge García

                  El último sueño de un viejo

                 
Me doy cuenta de que me estoy despidiendo de los sitios en los que estoy contigo. Sonríes y dentro de los labios te susurro un sí que agoniza, derrotado, un sí ya muerto, que se ha ido muriendo un poco cada año, pero que por primera vez palpita vivo en toda su plenitud en mis labios, «sí…», «¿sí, qué…?», «sí…quiero y te quiero», pero es dolor, un vacío triste para siempre, es dolor y me estremezco al rozar tus pezones erectos bajo la blusa… más suave el tacto tímido, tembloroso, que la palabra suave, aunque rugosa, y así, poco a poco, dentro del instante, a golpes lentos que me van despedazando, es como si también me estuviera despidiendo de ti… Y tus puntos suspensivos aquí, en la escritura, arañando en esta tristeza, y escribo, no tu temblor, no tu quietud, escribo el dolor que te lleva al recuerdo del dolor, donde la mudez que se hizo vuelo está retornando al nido de lo más callado, nido también inexistente dentro de la cavidad de lo inasible. Perderá las alas el vuelo, nacieron torpes, y quisieron crecer, pero torpes crecieron, su destino inevitable era el derrumbe, y fui tan cómico, tan lastimoso, que en el último instante del vuelo o de la mudez, ya me pierdo en recuerdos que no me pertenecen, que se los llevó el temporal del adiós, quise cambiar las esquinas de sitio, ponerle farolas de luna a las penumbras, obstaculizar el paso arrasador del tiempo. Todo me conmueve, sí, ha de ser la debilidad de la vejez, o es el definitivo e irrefrenable deterioro. No llego a la bondad, pero me conmueve toda vida que aletea y sufre, y toda vida que sigue soñando ilusoria e ingenua. Me conmueve el silencio en su tristeza sin remedio. Me conmueve mi muerte sola, tan sin mí. Pero mi muerte lo sabe, yo he muerto antes, por eso no puedo estar en el entierro de mi propia muerte. Todos morimos antes de morir. Vivir no es más que el instante, este instante fugaz, que alargamos entre nacer y morir, y dentro de ese instante está el más fugaz instante de tenerte sin saberte, y más adentro, dentro de este instante, relampagueo de fugacidad, instante más eterno, el instante de saberte sin tenerte, el disparo de la certeza, ¡la vida es la no vida! ¿Por qué estoy en tres tiempos contigo, si nunca estuve ni estaré en ningún tiempo? ¿Por qué se me condena a saber qué es el amor, y si no lo olvido se me condena a la peor de las muertes, sabiendo que no se puede olvidar, aunque se olvide, el único latido que late? La ternura del atardecer me dice que te meces en la hamaca de la ternura, que te recibe en sus brazos, un libro abierto sobre el pecho. Brindo con el paisaje por ti. Mi escritura brinda por ti. Te eterniza. «Ahora ya sabes cómo es el dolor que tanto me dolía», me dices.
El fogonazo de la luz es el mismo fogonazo que el de la muerte, te ciega.
Me invitas a cenar, me ofreces una noche de todas tus noches, me miro, desasistidas manos, no puedo ofrecerte más que este instante, esta escritura sin materia. Me ofreces la naturalidad de lo que desconozco, lo más simple del mundo, lo más alejado de mi territorio baldío. Me pones disfraz de cultura para que nada me duela, y la cultura es burguesa, cosa de ciudades viejas, adoquinadas sus callejas antiguas y estrechas, con olor a dinero rancio y a orines de universidades y catedrales, pero no es necesaria la culta máscara, nada me duele, no hace falta bajar a lo más ínfimo, me quedo en la piel de la superficie, de la nada, en su robustez mediocre. La falda negra, «es de mi hermana», me dices, la hermosa cabellera negra, bosque negro de los sueños, los zapatos negros, elevándote astral, donde te nacen las raíces de la desnudez lenta, «voy sin bragas, como tú querías», me dices, me musitas con la morbosidad de la vergüenza, mientras erotizas tu sedosa cabellera negra del oro negro de la sensualidad, abriéndola a la noche, y que despide el aroma de las flores hambrientas de sol húmedo de lluvia soleada de roces pajariles de lengua de labios de dedos, te ayudo a ajustarte el sujetador, rozo tus hombros, poso los labios, «te quiero», y me crece este dolor de instante débil, mediocre en mi mundo mediocre, más debilitado por mis torpezas, pero poderoso como el más poderoso estallido que pueda tener la presencia de la vida, tu asombrosa presencia, ¡ah, mujer!, te digo «te quiero» con la voz apagada, como de lado, como hablando con la nada más abismal, más horizontal, horizontalidad del abismo con la que tendré que enfrentarme hasta el último aliento, no me oyes, o no te tiemblan los temblores de la piel, así es la naturalidad de lo que desconozco, «gracias», te digo, acariciando tu cintura, el temblor, ahora sí, al resbalar mi mano por tu cadera, o resbalan las hormigas, la extensión del agua después de la lluvia, «¿por qué?», «por nada, por ponerme en mi sitio, pero por nada, pero por estar aquí, gracias»,
__tonto.

__Sí.

Quintín Alonso Méndez

1 comentario:

  1. No hay verso más profundo que un aullido en el silencio.

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