lunes, 29 de febrero de 2016


                                   El último sueño de un viejo

Eso me dice la escritura, ¡pero cansa tanto ya la luz, hora lejana de la madrugada que me ciega, cansa y muerde y araña tanto en la vista que pretende indagar, escarbar, descubrir!, cansa tanto, tú lo sabes bien, tanto cansa y agota, que ya es necesario, dentro de la más quieta quietud, que me detenga, a tientas y penosamente me ponga en pie, hora lejana de donde estoy, me asome y vea cómo la vieja noche también siente el cansancio, cómo plomiza se va desplomando lentamente, convirtiéndose en la más nada oscuridad, entonces me resulta necesario que regrese tambaleante y lo escriba, porque ya no soy memoria, sólo soy instante, instante, instante, instante, lentas campanadas sonoras pero apagadas por nuestros besos, por nuestros gemidos, campanadas de instantes a cada instante del mismo instante, como golpes de pájaros contra los árboles detrás del cristal. Quizás eche de menos la locura, las flores del manicomio. De aquellos tiempos en que me inventé el juego de, no de amar, juego infantil de niños, el juego de enamorarme. Sólo así el derrumbe podría ser efectivo y certero. Se estremece el estallido del mayor placer dentro del dolor que no deja de crecer. Muero en ti y en la escritura muero solo, sin ti. Y te hago caso, es inevitable, en su parálisis de instante inamovible la escritura sigue su interminable camino solitario.
__Me matas… me matas…
Sólo sé matar.
Hacemos la cama juntos y ya entonces observas y sabes cómo hago la cama cada día, nada más amanecer, con qué cuidado y mimo coloco tu almohada y la cubro con la colcha verde, cómo dispongo los cojines, verdes, rojos, sobre los que tiendes semidesnuda violácea tu pereza lánguida, sin dejar de hablarte del poema aquél que se enredó en lo más recóndito del bosque y al que no consigo llegar, enredado entre las zarzas y las ortigas. Ahora que duermes, el libro abierto posado sobre tus pechos por las páginas del sopor, libélula adormecedora, sueño de cuna, aprovecho para escribirte, hablarte del abismo. ¿Sabes?, es una espesura horizontal, es irme adentrando en el no regreso, al encuentro del punto de no retorno, y a cada lento paso que doy, más se me hunden los pies en un suelo que adivino sin fondo, esponjoso, tragador, más se hunden los ánimos, va desapareciendo el aire, espesándose, aire lascivo, viscoso, que se condensa, se hace sólido y que también se sume en la hondura del abismo, hundiéndose en la espesa humedad oscura, más oscura a cada paso que doy, espesura que devora, ¿sabes?, desparramo toda mi ternura en ti pero no te llega, es pobre y pequeña, apenas alcanza al tamaño de un gorrión, a las alas de un soplo, al gesto de un suspiro. Me digo que solo las migajas de los recuerdos envejecen con nosotros, deshilachadas, apenas hebras raídas que se deshacen y que, como nosotros, se van nublando en la mente, tiras delgadas y borrosas, frágiles, doblándose partiéndose y cayéndose livianas pero pesadamente, como cansancios, como pájaros sin latidos, hojas secas de otoños muy lejanos, sin una sola imagen que acompañe al desamparo, débiles los colores, famélicos, sin el alimento de la luz, son las frutas maduras que caen deshaciéndose del viejo árbol cansado, moribundo. Sé que el amor mutila desmiembra desgarra despelleja desangra y va descarnando con la paciencia implacable de las hormigas, es la tortura de lo imposible, el hallazgo repentino ¡súbito! de la nada. La tristeza duerme el dolor, lo amansa lo aseda lo amuerma lo hace cómplice del silencio. Por el día, la soledad lleva en los ojos la mirada del pájaro enjaulado, por la noche es el sendero sin luna del lobo. Ahora que duermes, te miro largamente, claro de luna, y es cuando más deseo la eternidad de este instante, el instante de alongarme y posarte mi beso en la frente, en los párpados, y quedarnos así, eternamente, pero este dolor que me duele me dice que esta locura de tenerte en mis brazos pronto va a desvanecerse en la desmemoria de lo imaginario, en la historia de la escritura, aquí, en el delirio, que es también el abismo del amor que horizontalmente se hunde en la profundidad pantanosa de la lejanía. Y ahora que duermes, me pregunto si alguna vez he estado en tus sueños y de qué forma, qué lugar he ocupado en tu mundo onírico, qué terribles pesadillas te he producido. También me pregunto, perdido entre los renglones, atravesando tantos y tantos vaivenes de mundos que parecían acercarnos y luego más alejarnos, cómo hemos logrado llegar al instante y aquí insomne quedarme, en la mordaza de la historia, instante de escritura, instante en que la derrota más me derrota y más me vence la soledad, el alarido hacia dentro de la soledad. No despiertes, no veas mis lágrimas, sigue en tu sueño dulce de criatura mágica, no despiertes, o despiértate del otro lado, así, como duermes, de lado, dándome la espalda y dándole la cara al horizonte. Despiertas, ¡ah, escritura irreal, sin cuerpo y sin alma!, despiertas y me llamas, ¡ah, tu voz, aún envuelta en las gasas afrodisiacas, pegajosas, del sueño! Egoísta y lujurioso me deposito sobre ti y ya sentimos la calidez de nuestros sexos acoplándose, frotándose, lo cóncavo y lo convexo, el ronroneo de los infinitos sentidos que despiertan, mi leve dureza indagando en las blanduras carnales de tus labios, oceánicos pétalos de la flor de agua hirviente que se abre y me acoge en sus llamas líquidas, pétalos que se cierran, se contraen y me apresan, haciéndome libre, materia libre, enardecida y enaltecida, que entra en ti. Palpamos mordemos arañamos el gemido del placer, nos agita, brisa del temblor brujo, siempre sorprendente, en la que nos hundimos.
__Entra… entra en mí… ¡entra!
Quintín Alonso Méndez

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