viernes, 4 de agosto de 2017


Canto Último

Canto LXXXII

Me inunda la historia del tiempo, toda una vida en la que no estuve, por la que quizás pasé, sin un saludo de silla o de piedra o de mesa que me invitara a sentarme a la pausa, o al reposo, o a la confirmación del vaso de agua, agua de la atarjea, del grifo, de la charca, de las entrañas de la tierra. Alejado de las voces, me sentaba sobre la yerba, apoyado en el tronco de un árbol, con un palo trazaba entre mis piernas extensiones de un mapa, imaginaba dónde estarían los atajos, dónde las trampas, qué peligros debía de sortear: sabía que la liberación del secuestro debía realizarla yo solo. ¡Ah!, pero la audacia es un privilegio destinado a los elegidos. Siempre llegaba tarde y, para bien, el secuestro ya había sido liberado. Y si había llegado tarde, mejor, todo resuelto, las cosas de nuevo en su sitio, también había llegado tarde para la fiesta de la celebración. Era un desconocido. Insultante mi pequeñez ante la grandiosidad del héroe. Me volvía al árbol, bajo al gajo frío, metálico, de la luna. Pasaba un tiempo, borrado tiempo, antes de volver a la sombra del palo trazando geografías y días sin nubes, sintiendo la luz de la tarde en forma de calor, llena de insectos y de puros colores vivos, antes de que se volviera a hacer tarde y el techo de la noche cayera sobre mí

quintín alonso méndez


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