viernes, 17 de julio de 2015

Escriturasfugaces

La tarde es una pequeña hoguera bajo un sol incomprendido.
Nunca nadie lo miró a los ojos sin que le saltaran las lágrimas,
basta el egoísmo de su alta presencia, de su envergadura,
y las mayores blasfemias cuando soberbio se oculta.
La mujer cruza el patio de la ciudad vestida de postales,
Arcos y puentes de piedra, palacios, plazoletas, espadas de hierro,
ella vestida de la desnudez presta, fácil la desnudencia,
va en busca del sol, de su magnánima fortaleza.
No le importa la soledad del sol, después será de vuelta a casa,
las calles desconocidas, el olor morboso excitante del placer
adherido a los muros de la vieja y mohosa piedra,
al aire orgulloso de ser aire, hijo del acero,
que nadie sabrá nunca, ni ella misma, tan así,
embebida en su papel de débil hembra seducida por el sol.
Y cuando el sol le habla, ella se desvía, se va a la sombra del sexo,
a las parras que gotean uvas. ¡Ah, desconocida la mujer
que nunca estuvo y que nunca estará en esta selva de sábanas!
¡Ah, sol, al que le gotean penosas las últimas lluvias!
Y las gotas caen enracimadas sobre las camas escondidas. No importa,
«cariño, no mires al sol, te hace daño», dice ella de vuelta a casa,
mientras se desnuda y siente la astilla del sol agrietándola
abriéndola,
dispuesta a recibir, ¡ah, tristeza de monotonía!, al hombre de su vida,
sin sol




                                                            Quintín Alonso Méndez

No hay comentarios:

Publicar un comentario